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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Mahler, su tiempo ha llegado

Es uno de los grandes compositores de la historia y ejemplo perfecto de la cultura centroeuropea. La doble celebración (150 años de su nacimiento, en 2010, y 100 de su muerte, en 2011) es el momento de demostrarlo

Hace ya 40 años -Dios mío-, Federico Sopeña, comisario general de la Música -título que la Administración todavía franquista daba al responsable de las cosas de la solfa en el ministerio correspondiente- organizaba en Madrid un ciclo completo de las sinfonías de Gustav Mahler que resultaría una revelación. Y un escándalo, pues, aunque hoy cueste creerlo, buena parte de los abonados a los viernes de la Orquesta Nacional veían al compositor nacido en Kaliste, Bohemia, el 7 de julio de 1860, hijo de un destilador de licores y una madre cuya presencia le marcó para siempre, como una suerte de extraño meteorito que la cultura centroeuropea lanzaba sobre más soleadas latitudes. Un auténtico espanto sinfónico que bien podía esperar sentado que se cumpliera esa frase que acuñó para sí mismo: "Mi tiempo llegará".

A la tradición sinfónica se suma esa música judía que escucha en la sinagoga y en la calle
La poesía alemana que se quiere popular desde lo culto marca la otra gran línea de sus orígenes
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Casi a la vez se presentaba Muerte en Venecia, esa película en la que Luchino Visconti aprovechaba la música de Mahler y que para muchos no aguantó un segundo visionado tras la obligatoriedad ponderativa del primero. Y, años después, nuestro hombre encontraría un apóstol inesperado en Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno de Felipe González, que hizo de él bandera propia.

Hoy, a pesar de los abonados de la Orquesta Nacional de España, de la blandura viscontiniana y de la buena voluntad de Alfonso Guerra -estas cosas aquí suelen ser contraproducentes-, Mahler se ha asentado entre nosotros y la celebración de la doble conmemoración -150 años de su nacimiento éste y 100 de la muerte el que viene- nos coge bastante puestos al día sobre la significación de quien fue figura crucial -difícil encontrar alguien a quien el calificativo le cuadre mejor- de la cultura europea de su época.

Una Europa, en su caso, en la que a la tradición sinfónica se suma esa música judía que escuchará en la sinagoga y en la calle y que con tanta significación se rastrea en algunas de sus obras. Como aparece igualmente esa poesía alemana que se quiere popular desde lo culto y que marca la otra gran línea de sus orígenes: Des Knaben Wunderhorn. Era conmovedor escuchar hace unos días en Cannes al gran barítono Christian Gerghaher decir emocionado que ahí, en la "canción de arte alemana", estaba su verdadera vocación.

Mahler será desde joven un primer actor de la música europea y, sobre todo, desde el momento en que se casa con la más bella, la más inteligente, la más deseada: Alma Schindler, una muchacha que recuerda a una Lou Andreas Salome menos sabidilla pero igualmente directa, de la que se decía que había sido amante de su profesor de composición, Alexander von Zemlinski, feo pero cuñado de Schoenberg, y de la que hace bien poco un libro de Catherine Sauvat nos recordaba su antisemitismo. Justine Mahler -hermana de Gustav- se casará enseguida -al día siguiente- con Arnold Rosé, el concertino de la Filarmónica de Viena, con lo que entre felices y burlados la trama parece prometedora. Alma será -paralelamente o después de la muerte de Gustav- amante del pintor Oskar Kokoschka, el arquitecto Walter Gropius, que fue su segundo marido, y el escritor Franz Werfel, el tercero.

Mahler emprende una carrera como director de orquesta mientras compone en los veranos. Praga será su primer destino importante, antes de Leipzig y Hamburgo. Budapest es ya casi una plaza de primera pero allí no gusta, le piden que aprenda húngaro, que prime la música del país y lo convierten en víctima de la eterna canción del águila bicéfala que une y separa.

La ambición le llama a Viena. Y ahí llega para revolucionar la música de una ciudad que tampoco será capaz de soportarle. Para acceder al puesto de director de la Ópera ha debido convertirse al catolicismo pero se le reprochan sus raíces judías: "Como Mendelssohn", le dicen sus críticos. La suerte está echada. En junio de 1907, la hija mayor, María, muere tras contraer una escarlatina, y su madre va al médico porque se siente mal del corazón. Mahler, sin motivo aparente, se hace examinar y el doctor descubre que es él el enfermo y le diagnostica una deficiencia valvular y una endocarditis, de origen genético, le dicen.

Para Alma -como escribirá después-, ése es el principio del fin de su marido, que ve cómo las cosas se tuercen en lo profesional, lo familiar y lo personal. Si lo sabría ella. El caso es que Mahler es consciente de la gravedad de su dolencia y empieza a venirse abajo. Su amigo el escenógrafo Alfred Roller, que le verá en esos días, afirmará que lo encuentra "silenciosamente resignado". Stephen Keling señala que, con esos datos, bien puede decirse que La canción de la tierra fue escrita sub especie mortis. Y Bruno Walter que "la muerte, que siempre había sobrevolado a Mahler, ocupa al fin su puesto".

Deja Viena y el Metropolitan de Nueva York es, en 1909, la siguiente etapa, el ansia de una liberación, de alcanzar un mundo en todos los sentidos nuevo. Firmará un contrato que le permite cobrar el triple que en Viena por trabajar sólo tres meses.

Es la época en la que se entera de que Alma le engaña y, en un patético enfrentamiento con la realidad, se pregunta qué ocurre. El pobre le escribe a su mujer: "Vivir por ti, morir por ti. Alma, mi Almita". Y en la partitura de la Décima Sinfonía -la última- la tinta está corrida por dos lágrimas allí donde dice: "Adiós, lira mía". El 18 de mayo de 1911, en Viena, en un hospital de la Mariengasse, llega el final.

Sobre si el arte debe parecerse o no a la vida hay teorías. Sobre si la vida del creador se filtra en su arte con mayores o menores dosis de verdad o de mentira hay realidades, y en el caso de Mahler parece evidente a cada paso. La infancia, cuyo resto se rastrea en tantas canciones; la mezcla de ingenuidad y burla que hallamos en el final de la Cuarta Sinfonía; el anhelo por crecer; la voluntad que vemos en el ciclo que abarca de la Primera a la Cuarta, trufado por la cita nietzscheana de la Tercera; la mezcla de tragedia personal -en el amor y en la profesión- que traslucen Sexta y Séptima; el reposo engañoso de la Octava -con sus mundos más allá de éste, con el eterno femenino reinando sobre su cabeza-; el drama ya sin ambages de la Novena y, no digamos, de la Décima que, si se me permite -últimamente hay quien prefiere la edición Carpenter-, debe siempre ya ser escuchada en la versión ejecutable de Derik Cooke, Bertold Goldsmichdt y Colin y David Matthews para que veamos el Purgatorio y la autodestrucción, el ahogo definitivo en las lágrimas. Por cierto, la expresión "purga del espíritu" es muy mahleriana, de ese Mahler que consultara fugazmente a un Sigmund Freud que describe la causa: "Su esposa se rebelaba contra el hecho de que su libido se apartaba de ella". Y concluye: "Ninguna luz aclaró entonces la fachada sintomática de su neurosis obsesiva. Fue como si se hubiese cavado una única y profunda hendidura en un edificio misterioso".

Quizá donde más felizmente se cumpla el todo Mahler sea en el final de La canción de la tierra, en lo que no es acabamiento sino eterno retorno, resumen de una vida y de un anhelo creador que van más allá de ese "No me olvidéis" que Mozart pedía en carta a su padre. "Debo recorrer toda la belleza que existe sobre la verde tierra", había escrito en 1884. Lo podría haber firmado Nietzsche, que en sus últimos momentos antes del derrumbe mental decía: "Conozco suficientemente a los hombres para saber cómo en 50 años habrá cambiado la opinión sobre mí". Mahler emitió igual pronóstico acerca de sí mismo. Y los dos acertaron.

Luis Suñén es escritor y director de la revista Scherzo.

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