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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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El Dos de Mayo y la nación

El vacío institucional provocado por la renuncia de los 'poderes constituidos' ante el invasor francés alumbró un proyecto de soberanía nacional en libertad. El enemigo es tanto la tiranía exterior como la interior

Antonio Elorza

En Los emblemas de la razón, Jean Starobinski proporcionó una interpretación sugerente del cuadro de Goya sobre los fusilamientos del Tres de Mayo. En cuanto hombre de la Ilustración, y de acuerdo con la visión ya plasmada en los tapices, el pintor no siente estima alguna por la gente del pueblo, presentada desde el ángulo que prevalecerá hasta el holocausto, como masa anónima a punto de ser masacrada en un acto de barbarie, por añadidura racional en su forma de organización. Al rebaño informe de quienes van a ser fusilados, del cual surge únicamente el grito del hombre con la camisa blanca, se contrapone el orden del pelotón de fusilamiento napoleónico. La reacción del afrancesado cultural que es Goya anticipa la de su álter ego en el otro extremo de Europa, Pierre Bezujov en Guerra y paz. El esquema de El sueño de la razón se invierte: no son los seres monstruosos, símbolos de la reacción, quienes se adueñan de la escena cuando la razón duerme, sino una variante perversa de la razón lo que provoca el efecto destructor. Sólo queda el recurso de dar a conocer la trágica y aleccionadora escena, el conocimiento de esa realidad hecho posible por la luz que procede de la gran linterna que la ilumina. Una vez más encontramos una fórmula recurrente en Goya: lux ex tenebris.

No basta con expulsar a los franceses, hay que evitar el regreso al pasado y eso precisa una Constitución liberal
Antonio de Capmany en 1808: "De cada una de estas pequeñas naciones se compone la gran Nación"
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En Los fusilamientos, la nación está ausente, y otro tanto sucede con la idea de libertad. Nos encontramos lejos de la imagen de otro fusilamiento célebre en la historia de nuestra pintura, el de Torrijos y sus compañeros, por Antonio Gisbert: la nobleza y determinación de sus semblantes, la unión de sus manos, expresa la confianza en el próximo advenimiento de la libertad política. Pero eso no significa que la jornada del Dos de Mayo se encuentre al margen de la entrada en escena del Estado-nación que viene a consagrar la Constitución de 1812. La resistencia al invasor hace inevitable la introducción del tema de la independencia, que aparece significativamente el 10 de mayo en el Diario de Madrid, periódico al servicio de los ocupantes que al parecer se encontraban dispuestos a garantizar "la integridad e independencia de la nación". En lo sucesivo ambos términos se encuentran indisolublemente unidos en la prensa y en los manifiestos patrióticos.

El 6 de junio de 1808, la Junta Suprema de Sevilla se dirige a Napoleón exigiéndole la restitución a España de Fernando VII con la familia real, y que "respete los derechos sagrados de la Nación, que ha violado, y su libertad, integridad e independencia". El luego escéptico José Blanco White escribe para el emperador con intención análoga: "Mira cual de la Patria en el regazo / su altivo amor de independencia crece". Las declaraciones en este sentido se suceden a partir de ese momento y en los meses centrales del año 1808, especialmente a partir de la victoria de Bailén, se ven envueltas en un esquema ideológico muy definido.

La lucha en curso tiene por objetivo la independencia, pero no basta acabar con la tiranía exterior, ya que el desastre de la ocupación francesa recuerda la previa existencia de una tiranía interior ejercida por una variante corrompida del absolutismo, "el despotismo ministerial". "Antes que Bonaparte enviase sus legiones a la España éramos esclavos de Godoy", advierte cierto doctor Mayo en su Política popular (agosto de 1808). La consecuencia es clara: no basta con expulsar a los franceses. Hay que evitar el regreso al pasado, y eso sólo puede alcanzarse mediante una Constitución que garantice la libertad política. Un notable, Juan Pérez Villamil, lo explica: "La nación española con esta gran turbación debe entrar en un nuevo ser político" mediante una Constitución que destierre "el monstruo del despotismo", de acuerdo con el principio de que "los reyes son para el pueblo y no el pueblo para los reyes". La reflexión ilustrada sobre el significado de la crisis conducía inequívocamente al liberalismo político.

En su Centinela contra franceses (1808), Antonio de Capmany da un paso más y, al reflejar el origen policéntrico de la insurrección, expresa la articulación entre unidad y pluralismo que la caracteriza y que sería recogida en la Constitución de 1978: "Cada provincia se esperezó y sacudió a su manera. ¿Qué sería ya de los españoles si no hubiera habido aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, asturianos, gallegos, etcétera? Cada uno de estos nombres inflama y envanece, y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran Nación...".

En apariencia, este alumbramiento del constitucionalismo en un país atrasado como España no debiera haber sido posible. Me lo recordaba hace sólo semanas un especialista del tema, Jean-René Aymes, insistiendo en la interpretación desfavorable para el liberalismo que hace medio siglo difundiera "la escuela navarra". No es cuestión de insistir en la crítica de obras recientes muy celebradas que borran ese enlace entre levantamiento, independencia y búsqueda de la libertad. El caso recuerda lo que John K. Galbraith escribiera del abejorro en su American Capitalism: de acuerdo con la ley de Newton, por su corpachón no le tocaba volar, y sin embargo vuela. Obviamente, hay que buscar una explicación y ésta existe, lo mismo que para dar cuenta de la inseguridad que afecta a una parte de la élite ilustrada, puesta a optar entre su adhesión al modelo francés de modernización, reforzado en ocasiones por su procedencia, el despotismo ilustrado, frente a quienes aun lamiendo las propias cadenas, como Blanco White, optan por una causa nacional que además abre la perspectiva de forjar en lo político otra España. Eso sin contar con los que se ven forzados por la geografía de la guerra a cambiar de posición (Meléndez Valdés, Alcalá Galiano, Lista). Recordemos que en el propio cuadro de Goya donde en un medallón es conmemorado el Dos de Mayo, hubo antes la efigie de José Bonaparte.

El vacío institucional provocado por la renuncia de los "poderes constituidos" ante el invasor fue la oportunidad que hizo posible el protagonismo de la soberanía nacional y del proyecto de libertad. Pero si esto fue así, es porque en las minorías ilustradas, desde el reinado de Carlos III, había germinado el liberalismo, con un fuerte acento crítico frente a toda posibilidad de que llegara a puerto la política de reformas del despotismo ilustrado. Por supuesto, no existía un sujeto colectivo que entonces permitiera hablar de nación como titular de la soberanía. Sí existía, en cambio, una conciencia en las élites de identidad nacional que venía de muy atrás y que la voluntad de reforma acentúa, incluso en desconfiados como Forner. La experiencia negativa del reinado de Carlos IV, a pesar de la censura, mantendrá vivo el guadiana de las Luces.

Además, España no era una simple superestructura estatal por encima de las verdaderas naciones subyacentes, lo cual no impide que en el Antiguo Régimen se encuentren asimismo bases para los futuros nacionalismos periféricos (fuerismo vasco, insurrecciones catalanas). De entrada, ya a lo largo de la Reconquista, con Hispania como referente geográfico empapado de contenido político, el propio pluralismo de los reinos la consagraba como punto de convergencia. Entre los cuatro títulos de emperador usados por Alfonso VI, dos tienen un origen concreto, "emperador en Toledo" y el significativo "emperador de las dos religiones", y los otros dos apuntan a ese péndulo de lo unitario y lo plural: "emperador de toda España" y "emperador constituido sobre todas las naciones de España". Buen anuncio de un futuro, en el cual el concepto de España irá tomando densidad, acompañado de un claro reconocimiento desde el exterior, sobre todo cuando hay que designar al sujeto colectivo que experimenta la crisis de fines del siglo XVI. España es ya protagonista trágico personalizado en ese hito del teatro prenacional que es la Numancia de Cervantes, y objeto de preocupación esencial para quienes se sienten españoles, de los arbitristas y Quevedo al "descuido de España lloro, porque el descuido de España me duele", de Feijoo.

La nación española no es un proyecto frustrado que nace de un imperio a punto de perderse en las Cortes de Cádiz. El sobresalto de 1808 la convierte en nación política. Otra cosa es que a lo largo del siglo XIX la construcción del Estado-nación español sufra una sucesión de estrangulamientos que desemboca en su crisis.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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