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Tribuna
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Mentiras y delitos

La escandalosa subida de los precios del suelo y, por repercusión, de la vivienda durante los últimos años ha suscitado un tímido debate en torno a los remedios, pero no acerca de las causas y, sobre todo, se ha obviado tenazmente el análisis, incluso la mera descripción, de la batalla ideológica y política sostenida durante veinte años, cuyo resultado final es la situación actual avalada por la vigente Ley del Suelo. El triunfo de una ideología, la neoliberal en su versión carpetovetónica, se ha alcanzado mediante unos métodos basados en la demagogia y la mentira (mensaje falso, emitido con la intención de engañar). Una batalla ideológica y política que ha sido, a mi juicio, de gran relevancia por los resultados, pero también significativa por las estrategias seguidas y, sobre todo, por la pasividad pública que la rodeó y la rodea.

Con la elección de los nuevos ayuntamientos democráticos (1979) no se partía de cero, sino de una práctica urbanística, la de la dictadura, acostumbrada a considerar que las cargas se reducían a los imprescindibles viales y que los planes de ordenación eran modificables en beneficio de los promotores mediante un adecuado tacto de codos con los responsables municipales.

Por otro lado, en 1979, la izquierda, ganadora en las grandes ciudades, accedía al poder municipal, alimentada por la Carta de Atenas y por la Constitución española (artículo 47), en la cual, además del derecho a la vivienda, se establece la obligación que tienen los poderes públicos de evitar la especulación y revertir hacia la ciudad las plusvalías que generan las recalificaciones de suelo. El Plan General de Madrid, por ejemplo, iniciado en 1979 y aprobado definitivamente en 1985, era deudor de esas ideas y también, obvio es reseñarlo, de las necesidades creadas por la práctica depredadora anterior (60.000 infraviviendas, descampados en lugar de zonas verdes, etcétera). Las primeras críticas a este plan anunciaban la estrategia que sus detractores iban a seguir: "Escasa calificación de suelo". Que este argumento era falso lo demuestran los hechos. Transcurridos diecisiete años, aún no se ha agotado el suelo entonces calificado, pero esa mentira, auténtica palanca "doctrinal" con la que se ha echado abajo el edificio que entonces se comenzaba a construir, aún sobrevive. "Si queremos que baje el precio de la vivienda, se necesita más suelo urbanizable", insiste ahora mismo el vicepresidente Rato. Es posible que el ministro de Economía desconozca los mecanismos del planeamiento e ignore las exigencias del desarrollo sostenible, pero sabe muy bien de qué lado están sus intereses.

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El mismo año que se aprobó el Plan de Madrid, concretamente el 30 de abril de 1985, el Gobierno socialista, contradiciendo algunos de los principios urbanísticos sostenidos hasta entonces, publicó el decreto Boyer. Se puso por primera vez en evidencia que el bombardeo no era sólo exterior, algunos francotiradores estaban dentro.

En 1986, con unos tipos de interés hipotecario todavía en el 15% anual, comenzaron a subir los precios de las viviendas libres. Como consecuencia de la entrada de España en la UE, de la afluencia de capitales y de la coyuntura expansiva, el crecimiento de los precios continuaría hasta 1991, pero siempre estuvo atemperado por una política de vivienda pública. Por ejemplo, la Comunidad de Madrid, la institución, entre 1983 y 1995, construyó ella sola en torno a 40.000 viviendas públicas.

Fuera como fuera, el notable crecimiento de los precios que se produjo entre 1986 y 1991 sirvió para hacer evidente el argumento según el cual una masiva recalificación de suelo haría bajar, ipso facto, los precios. Fue durante aquellos años cuando esta falacia se convirtió en imperativo categórico marxista, pero de Groucho ("Más suelo, que es la guerra... contra los precios"). Pese a tales demandas y "evidencias", el PSOE (ya sin Boyer en el Gobierno) sacó adelante una ley del suelo (Ley 8/1990) que se inscribía en la tradición urbanística de la izquierda. Respetaba la propiedad del suelo, pero reservándose anular los derechos económicos si no se urbanizaba en los plazos establecidos por el planeamiento. Años después, una muy criticada sentencia del Tribunal Constitucional (STC 61/1997) y, sobre todo, los cambios políticos acaecidos echaron abajo la ley, y con ello dejaron herido de muerte el concepto mismo de planeamiento.

A partir de 1992 los precios de la vivienda se estabilizaron, pero el impulso ya estaba tomado y había que saltar. Así las cosas, un informe del Tribunal de la Competencia vino a echar unas buenas paletadas de carbón a la máquina depredadora, recomendando que "la utilización urbanística del suelo (debe hacerse) de conformidad con la iniciativa de los particulares". Y seguía: "El suelo no urbanizable debe precisarse en todo el territorio nacional... el resto del territorio debe ser, en principio, urbanizable". La propuesta era de un arbitrismo feroz: hacer un catálogo de suelos no urbanizables ¡a nivel nacional!, y el resto, al saco.

Esta viejísima ideología anti-planeamiento es la que está detrás de la vigente Ley del Suelo (Ley 6/98) de 23 de abril de 1998. La exposición de motivos de esta ley es transparente en cuanto a sus intenciones: "La presente ley pretende facilitar el aumento de la oferta de suelo, haciendo posible que todo suelo que todavía no ha sido incorporado al proceso urbano, en el que no concurran razones para su preservación, pueda considerarse como susceptible de ser urbanizado". Pero lo más significativo, desde el punto de vista ideológico, es su definición de la vivienda como "producto final" del suelo. Una revolución del pensamiento, pues considera a la epidermis del planeta, el suelo, únicamente como soporte del negocio inmobiliario, los demás usos son irrelevantes, desde la agricultura al paisaje.

Los hechos, que suelen ser tenaces, iban a echar por tierra este discurso ideológico, pues a partir de la ley los precios del suelo y la vivienda comenzaron a dispararse. Mas para mostrar tales resultados en su cabal hondura es preciso recurrir al paradigma madrileño.

El PP comenzó a gobernar el municipio de Madrid en 1989, y de inmediato se preparó para cambiar el Plan General con la intención de hacer urbanizable prácticamente todo el término municipal. Como aún no tenía el gobierno en la Comunidad, comenzó por la famosa operación de los PAU tramitados como modificaciones parciales del Plan General. De hecho, el nuevo plan, que sustituía al de 1985 y fue aprobado definitivamente en 1997, cuando el PP ya gobernaba en la Comunidad, sirvió básicamente para bendecir los PAU, y volvieron los convenios urbanísticos, reduciendo el plan a un documento orientativo su

jeto en la práctica a los impulsos de los operadores de suelo.

Si alguien quisiera contrastar honradamente los resultados de esta política "liberalizadora", le bastaría con mirar lo ocurrido en Madrid desde 1995 (inicio de los PAU) hasta ahora. Las cosas son tan claras como las siguientes: viviendas entregadas en el nuevo suelo recalificado, cero; mientras el precio del suelo recalificado aún sin urbanizar se ha multiplicado por seis. Todo un éxito.

¿Qué ha pasado? Pues lo que todos los urbanistas sabían que iba a pasar: dado que los especuladores trabajan en régimen oligopólico y monopólico a la hora de fijar los precios y dada la renuncia de los poderes públicos a intervenir en el "proceso de fabricación", los operadores retienen el suelo (especulan) cuanto quieren y, lógicamente, los precios se disparan. A esta renuncia de los poderes públicos a intervenir en el proceso urbanizador (con el consiguiente embarrancamiento en las juntas de compensación) se han unido dos factores más: el vertical descenso de la producción de viviendas de protección oficial y la venta de suelo público a precio de mercado, es decir, especulativo.

Como bien ha dicho el señor Álvarez-Cascos: "Si las viviendas se venden a esos precios tan altos es porque alguien puede pagarlos". En efecto, pero al ministro se le olvidó apuntar que en un mercado de este tipo, fijado el precio por el monopolista, siempre hay alguien dispuesto a comprar. La pregunta pertinente es otra y es doble: ¿cuántos y quiénes compran las viviendas? Hay demanda porque la vivienda no sólo tiene valor de uso, también lo tiene de cambio y resulta ser una inversión-refugio, sobre todo en tiempos de tribulación bursátil.

Lo más curioso, aunque poco sorprendente, ha sido que el sedicente Tribunal de la Competencia, ante unos operadores que venden prácticamente en régimen de monopolio, que ponen en solfa el artículo 47 de la Constitución y agreden a los consumidores, calle ahora, cuando se han puesto en evidencia los resultados catastróficos de sus recomendaciones de ayer. Un silencio, en verdad, estruendoso.

El caso de Madrid demuestra varias cosas, y sobre todo, que la aseveración según la cual la masiva recalificación de suelo conduce a rebajar el precio de éste es mentira. Una mentira, eso sí, muy rentable para los especuladores.

Por otro lado, aumentar la cantidad de suelo de forma indiscriminada, "para que bajen los precios" (que no se dan por aludidos) no es gratis. Se invaden nuevos territorios consumiendo un recurso en absoluto renovable y cubriéndolos de costosísimas infraestructuras que sirven para aumentar las distancias, los consumos de energía y, al final, los tiempos de desplazamiento. Para los promotores es, por supuesto, el paraíso y poco les importa, sino que les conviene, que siga deslizándose en ese paraíso la serpiente alcista del "producto final". Que la actual Ley del Suelo y las prácticas que ella ha propiciado van contra la letra y el espíritu de la Constitución es, a mi juicio, obvio, pero hay más. En el campo privadísimo de la media docena de promotores que operan, por ejemplo en Madrid, dominando el mercado del suelo existe una permanente "maquinación para alterar el precio de las cosas", es decir, un delito tipificado en el artículo 281 del Código Penal, que castiga estas prácticas con la pena de prisión de uno a cinco años. Pero estarán tranquilos porque nadie los va a denunciar ni a perseguir judicialmente. Tampoco se harán públicos sus nombres. Son demasiado poderosos.

Joaquín Leguina es diputado socialista.

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