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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Murdoch, el magnate en mangas de camisa

El patrón de News Corporation ha sido el profeta mediático de la nueva iglesia dominante, la del mercado sin límites, la de la maximización del beneficio caiga quien caiga. Es lógico que Murdoch reclutara a Aznar

De acuerdo con la mejor tradición novelística inglesa, cuestiones de detalle y el factor humano han acabado por sacar a la luz la trama criminal que anidaba en el seno de News International, el brazo británico de News Corp., la empresa del hasta ahora respetado y temido Rupert Murdoch, pese a las poco respetables formas periodísticas de una gran parte de sus medios.

El factor humano - la revelación de que el móvil de una niña secuestrada y posteriormente asesinada fue objeto de espionaje continuado por encargo de News of the World - y la fe en el efecto saludable del buen periodismo, demostrada contra viento y marea por la redacción de The Guardian, han puesto en mangas de camisa al todopoderoso Rupert Murdoch. A la vez, han dejado en evidencia a relevantes miembros de la clase política inglesa que había firmado con el dueño del imperio News Corp. un pacto tan condescendiente como el suscrito entre Chamberlain y Hitler en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial.

El expresidente español debería meditar si le conviene seguir en el Consejo del grupo Murdoch
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Difícilmente hay un día sin víctimas en el implacable proceder de los diarios amarillos de todo el mundo y, en consecuencia, las cabeceras de Murdoch adscritas al género llevaban décadas practicando el mal periodismo y el mal gusto, si bien no se había tenido noticia hasta tiempos recientes de los métodos delictivos con que alimentaban su fuerza vendedora. Entre el beneplácito de millones de lectores y la indiferencia del resto de la población, a lo que habría que sumar el temor que el gran editor infundía a la clase política, las fechorías de sus cabeceras populares no habían sido hasta ahora motivo de escándalo.

Al fin y al cabo la prensa amarilla se nutre, además de criminales y de sus víctimas, de famosos y miembros de la realeza, tal vez las dos únicas minorías a las que esta tipología periodística les niega todo derecho, en justo pago por sus privilegios sociales. Pero ni la sociedad más tolerante con estas prácticas ni la clase política más domesticada podían permanecer impasibles ante el caso de la niña Milly Dowler y el descubrimiento de un espionaje masivo y continuado, consentido y pagado con fondos de la compañía, al servicio del negocio informativo Murdoch y del poder de sus medios.

Resulta de todo punto inconcebible que un medio contrate espías para obtener información, violando las leyes y la ética más elemental, sin la autorización y el impulso de las altas instancias de la compañía, tanto profesionales como empresariales. Ningún periodista en ningún medio dispone libremente de la caja, ni gana lo suficiente en toda su vida laboral como para pagar espías de su bolsillo, ni está lo suficiente desprovisto de equipaje profesional como para no saber que ese paso no se puede dar sin comprometer a todo el edificio profesional y al prestigio de la cabecera para la que trabaja, incluso, como es el caso, la del grupo al que pertenece.

Rebekah Brooks, ex consejera delegada de News International, en su comparencia del martes ante la comisión parlamentaria en la Cámara de los Comunes, lo dejó meridianamente claro: todo lo que pudo decir en su descargo fue que se trataba de una práctica extendida en los años noventa entre los diarios populares. Luego lo sabían, lo pagaban y lo estimulaban. Y semejante descubrimiento no puede sino aterrorizar a los políticos y escandalizar a la opinión pública.

Basta con pensar en lo que pudiera dar de sí, en manos de una maquinaria todopoderosa y carente de escrúpulos, esta variante del negocio consistente en convertir la basura informativa en un producto de alto valor comercial y gran potencial intimidatorio, sustituyendo para ello a periodistas por espías a sueldo. No hace falta tener la mejor opinión de los periodistas ni la peor de los espías para pensar que éste no es un mundo ideal. Así parecen haberlo entendido el Gobierno británico -con Cameron a la cabeza, pese a sus buenas amistades entre los que hoy son piedra de escándalo-, y el Parlamento, con la fulminante sesión de investigación, la mejor expresión del vigor democrático de las instituciones británicas.

Lejos de aparecer como un hecho aislado o accidental, las revelaciones que nos ocupan resultan de una gran coherencia con lo que está pasando en el mundo e indican hasta qué punto Murdoch es un hombre de su tiempo, de este tiempo.

Corren malos vientos para la política, decae la comunidad de estados-nación en la que se organizó el mundo hasta hoy, y la leyes territoriales ni alcanzan a cubrir la ruta de los tiburones ni gozan de gran prestigio, pues son vistas como un rémora y un freno para la circulación del dinero. La clase política se debilita por arriba -el mercado juega con sus cuitas como Zeus zarandeaba a los dioses menores desde su nube- y se aísla por abajo alejándose de los ciudadanos, la fuente de su legitimidad, por lo que los políticos se han hecho tan previsibles como dóciles a los requerimientos del dinero.

En este escenario, el único valor en alza es el mercado sin límites, que camina a sus anchas cuando acierta, y carga a terceros el precio de sus errores, ya se mida en ruina para los ahorradores, en millones de parados o en rescates bancarios a costa del fondos públicos. La ley que impera es, en consecuencia, la de la maximización del beneficio como legitimación moral de cualquier práctica.

Esta nueva iglesia tiene sus doctores, pero nadie en su sano juicio osaría disputarle a Murdoch la condición de profeta mediático, ya que a su servicio ha puesto todos sus minaretes emplazados a uno y otro lado del océano. Y en gran medida, también es su arquitecto, al haber sabido configurar a News Corp, con todas sus capillas, como la gran catedral donde se rinde culto a los ídolos del mercado.

Todo imperio requiere una moral. La moral católica configuró un tiempo en el que eras lo que creías o lo que predicabas; la moral protestante alumbró un mundo en el que eras lo que hacías; y ahora, en los tiempos del mercado sin límites eres lo que tienes, pero sobretodo, lo que consumes.

Esto tiene unas aplicaciones prácticas impresionantes: el que hace se siente liberado de todo compromiso ético, al transferir íntegramente la carga moral de sus actos al consumidor, al usuario, al lector, al espectador. No me examines sobre lo que hago, porque a mí me basta con decir que lo hago porque me da beneficios, y eres tú quien tendrías en todo caso que preguntarte porqué lo consumes. En un contexto así es fácil de entender lo que ha sucedido en News of the World.

Resulta asimismo coherente el nombramiento de José María Aznar como miembro del consejo de News Corp., desde el día en que el ex presidente del Gobierno español se erigió en abanderado de la causa ultraliberal. Tan consecuente es que Murdoch le haya reconocido como uno de los suyos como que él aceptara el cargo. Y desde luego soy un convencido de que Aznar es totalmente ajeno a estos desmanes, porque ningún suicida es capaz de llevar semejantes prácticas a la consideración de un consejo. Otra cosa es que Aznar debe meditar sobre si le conviene permanecer en ese consejo ni un minuto más, como a él le gustaba decir, una vez conocido lo ya conocido , y lo que está por venir.

En cuanto a España, hay que decir que es verdad que no existe esta variante de la prensa amarilla tan vigorosa en el mundo anglosajón. Pero no está tan claro que nuestro mercado esté libre de la mancha del sensacionalismo y del periodismo basura. Hay razones incluso para sospechar que se haya podido incurrir en algún medio en prácticas tan escandalosas como la compra de información a delincuentes para fabricar suculentas portadas o ruidosos espacios audiovisuales, lo que no está tan lejos de los usos de News of the World. No es, en cualquier caso, un mal extendido.

Hay otros aspectos en el expediente Murdoch que pueden invitar a la reflexión. En primer lugar, sobre la necesidad del periodismo independiente, pese al momento difícil que atraviesa, para preservar la integridad de la democracia. La política y el periodismo británico puede que sean mejores en el futuro gracias al trabajo de la redacción de The Guardian y otros medios como The New York Times, y esa es la mayor recompensa a la que puede aspirar un periódico.

En segundo lugar, atención a las redes sociales. Un tiburón de la calidad de Murdoch huele la sangre a distancias continentales. Ignoramos si en el camino a Londres sufrió un arrebato de ética cívica, pero lo que sí sabemos es que decidió cerrar News of the World al tiempo que la publicidad comenzaba a huir de sus tabloides con riesgo de propagarse a otros medios del grupo. Y es que las marcas han descubierto en las redes sociales una capacidad de prescripción superior incluso a la de los medios tradicionales por el empuje emocional que desencadenan en sus acciones. En el fondo, el cierre del periódico, antes que un acto de arrepentimiento periodístico, la puede ser el cortafuegos comercial que Murdoch se vio obligado a ofrecer a los anunciantes para no ensuciar sus marcas.

Finalmente el caso Murdoch invita a la reflexión sobre las relaciones entre el poder y los medios, acaso el camino por el que se han ido deshojando las esencias del periodismo en España. La regeneración democrática que reclama a gritos la sociedad española compromete también a los periodistas y a sus empresas en las mejores prácticas. De la mayor distancia entre periodismo y poder saldrán ambos ganando, pero aún más la ciudadanía.

Daniel Gavela es periodista. dangavela@gmail.com

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