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Del Estado-nación y de las naciones sin Estado

Cuando parecía que la multiplicación de los Estados había llegado al límite de su capacidad, ciertos acontecimientos -la desaparición de la URSS, la desmembración de Yugoslavia, por citar dos muestras emblemáticas- han venido a demostrar, sin embargo, que tal límite no había sido aún alcanzado. Ahora bien, no es menos cierto que las fuerzas centrífugas que tienden a debilitar la cohesión del Estado-nación nunca han sido tan activas como ahora, ni nunca como ahora ha sido tan fuerte la presión de los elementos externos que contribuyen igualmente a su decaimiento. En efecto, por un lado, la entrada de nuevos actores en la escena internacional -las corporaciones transnacionales, diversas agrupaciones supranacionales, entre los más importantes-, que se salen del marco de la territorialidad estatal, supone una competencia cada vez más pujante para el poder de los Estados. Por otro lado, volviendo a los límites territoriales del Estado y sin salirnos del solar de la Unión Europea, el despertar nacionalista, que de un tiempo a esta parte viene tañendo las campanas de la utopía posnacional -en Euskadi, Córcega, Escocia, Flandes o Cataluña, entre otras regiones que reivindican una autonomía plena, cuando no su credencial de nación, y aún más-, constituye asimismo un envite, esta vez intramuros, al poder del Estado.

Dadas estas circunstancias, ¿cabe afirmar que el Estado-nación está en quiebra? O, por el contrario, ¿no sería más acertado pensar que, precisamente por mor de la emergencia de esos nuevos Estados y la multiplicidad de las reivindicaciones nacionalistas, estamos asistiendo a un renovado entusiasmo por la idea del Estado-nación, aunque sólo fuera por su virtualidad para colmar las aspiraciones de las llamadas naciones sin Estado que de hecho la reclaman para sí? Acaso no sea aventurado sostener que la idea del Estado-nación, en virtud de esa paradoja, está triunfando justo cuando los Estados que la encarnan han de enfrentarse a una progresiva cesión de su poder.

Nación, Estado: he aquí los términos de referencia. El uso que de ellos se viene haciendo entre nosotros dista no pocas veces de ser correcto, e incluso con cierta frecuencia se interpretan sesgadamente o son objeto de una ambigüedad calculada, dando pábulo a una ceremonia de la confusión que enmascara la realidad que representan. No estaría, pues, de más fijar los conceptos. Veamos.

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La nación es un grupo humano caracterizado por vínculos sólidos de diverso tipo (étnico, lingüístico, cultural, espiritual, material, etcétera). Pero ni la raza, ni la lengua, ni la geografía, ni cualesquiera otros elementos, por sí solos, hacen una nación. La nación cobra entidad sólo cuando los individuos manifiestan, mediante el reconocimiento de tales nexos, la voluntad de vivir juntos. Es decir: la nación es un plebiscito de todos los días, como afirmó Renan. A esta ambición universalista del pensamiento francés, la nación-contrato, se opone la definición particularista del romanticismo alemán, cimentada en los lazos de sangre de los individuos y en el hecho de descender de un antepasado común, así como en una lengua y una cultura comunes. En nuestro siglo, Stalin la definió como "una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad del idioma, del territorio, de la vida económica y de la psicología, que se manifiesta en una comunidad de cultura". Para Renner, en cambio, las naciones, "que emergen gracias a una historia, una lengua y una cultura comunes", se afirman sobre todo como "unidades de voluntad y acción".

El Estado es, ante todo, un espacio organizado políticamente. Referente espacial de la ciudadanía y de determinadas actividades -económica, militar, diplomática-, es, además, el espacio de referencia de un buen número de prácticas sociales y- también el agente privilegiado de cierto número de prácticas espaciales. La base territorial, el territorio delimitado por fronteras, es, por tanto, un elemento imprescindible para su existencia. Por otra parte, su derecho a existir como un espacio político diferenciado constituye su razón de ser. Y de igual manera, la justificación de su existencia sería impensable sin una idea estatal, gracias a la cual la nación tiene una imagen de sí misma. Por último, en el Estado-nación, síntesis política y territorial de la nación y el Estado, vienen a coincidir de un modo estable y duradero los límites espaciales de la nación y el ámbito de la legalidad del Estado.

Ocurre, empero, que en el territorio de un Estado nacional puede haber también pueblos que no se sientan del todo integrados en la nación de la que emana el Estado del que forman parte. Ahora bien, estos pueblos, que cuentan con ciertas características lingüísticas, étnicas y culturales, ¿responden, en puridad, a lo que se ha predicado de la nación? Algunos geógrafos políticos prefieren emplear en estos casos el término subnación. ¿Por qué? Porque no siempre tienen la unidad lingüística que se esgrime, por mas que una parte más o menos importante del pueblo tenga en la lengua vernácula su primera forma de expresión; porque su patrimonio cultural no suele diferir, mucho del que es común al resto de la población, y porque no está muy claro que se dé en ellas la cohesión estable y duradera que pueda erigirlas en verdaderas entidades nacionales. Y, por añadidura, porque el factor étnico tampoco resulta tan definitivo como elemento diferenciador. Sólo cuando han desarrollado una ideología nacionalista -que sobrevalora, en ocasiones patológicamente, las peculiaridades nacionales- han podido escapar en alguna medida a su asimilación total y se han constituido en subnaciones activas que, yendo más lejos, reivindican el estatuto de naciones tout court.

Llegamos así a las llamadas naciones sin Estado. Fenómeno muy variado y complejo, no exento de cierta confusión, pues a veces es difícil establecer claramente las diferencias que las separan de las subnaciones consolidadas que han avanzado más en el camino de sus reivindicaciones nacionalistas. Naciones sin Estado son, por ejemplo, aquellas que, en el seno de un Estado (la palestina) o repartidas entre diversos Estados (la kurda), vienen luchando por la recuperación de su territorio para constituirse en Estados-nación. Y quizá cabría incluir en ellas el caso de ciertas dualidades nacionales que pueden entrañar un riesgo para sus respectivas unidades estatales. (Así, Canadá -"dos naciones, un Estado"-, o Bélgica, donde la organización federal del Estado, que se acaba de sancionar, es el último intento realizado para evitar una eventual ruptura de la unidad estatal).

Ahora bien, ¿podríamos añadir, mutatis mutandis, aquellos otros casos en los que los criterios de pertenencia y solidaridad etnocultural pretenden ofrecer un referente simbólico a nuevas necesidades de identidad, que desembocan en una evolución aún no muy netamente expresada o definida respecto del Estado nacional en el que se manifiestan? (¿Se sorprenderá el lector si al autor le ronda por la mente el nombre de Euskadi? ¿Se incurre en una exageración flagrante si se entiende que del discurso nacionalista vasco se sigue un deseo de trocar el presente conflictivo de "una nación dividida entre dos Estados" por el futuro promisorio de un Estado-nación?).

Y, para terminar, permítaseme, sub specie Hispaniae, hacer una reflexión, plantear un problema y formular un par de preguntas. En la Constitución de 1978, la palabra nación se emplea sólo en el caso de la "Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles". Pero, además, se incluyó el término "nacionalidades", que no se definió. Mala cosa es esta indeterminación. Porque si la nacionalidad es un vínculo político y jurídico- que une a una persona con un Estado determinado -y sólo por extensión, y acaso discutiblemente, un grupo étnico que constituye una nación-, la indefinición constitucional, por muy fórmula de transacción que fuera, es una licencia léxica peligrosa, susceptible de interpretaciones harto equívocas y fuente inagotable de conflictos.

,Por otro lado, el Estado, aunque uno e indivisible, al estar formado por un conjunto de regiones y nacionalidades, constituidas en comunidades autónomas, adquiere así una nueva condición, la de Estado unitario regionalizable. En otras palabras: se admitió que la unidad del Estado no es incompatible con la heterogeneidad nacional. El problema es, pues, cómo se concilian las nacionalidades (¿naciones, sin más?) con el propósito de mantener el carácter unitario del Estado. La solución de este problema muy probablemente estará en la respuesta a estas dos preguntas, que sena muy conveniente no retrasar demasiado: ¿es España una verdadera nación de naciones (y de regiones)? Y si lo es, ¿por qué no se obra en consecuencia?

Jesús J. Oya es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense.

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