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Nación, diálogo y (buenos) periódicos

Javier Moreno

En mayo de 1957, un juez impuso a Arthur Miller, el prominente dramaturgo estadounidense, una sentencia de 500 dólares, 30 días de cárcel y la retirada del pasaporte por su negativa a colaborar (esto es, denunciar a compañeros y conocidos) ante el Comité de Actividades Antiamericanas, por aquellos años en la cumbre de su paranoica cacería anticomunista. La sentencia fue anulada un año después, mientras un puñado de periodistas trataba de mantener la decencia de la profesión y de la democracia americana, en una época en la que la solidez un poco estólida y gris de los grandes rotativos impedía todavía presagiar la importancia que habrían de adquirir posteriormente para la libertad y la democracia de la sociedad a las que se dirigían. Años después, Miller tuvo ocasión y gusto de reflexionar sobre el oficio de hacer periódicos, materia a la que brevemente se había dedicado como estudiante a mediados de los años treinta. "Supongo que un buen periódico", dijo en 1961, "consiste en la nación dialogando consigo misma".

Casi medio siglo después, cualquier lector español que por casualidad repare en la definición de un buen periódico que entonces esbozó Miller no podrá menos que sonreír. Probablemente, con más ironía que otra cosa: Miller combina tres conceptos (nación, diálogo y, ay, un buen periódico) cuyos perfiles se han deshilachado tanto que parecería imposible armar de nuevo con ellos una frase tan certera como aquella. Aunque ninguno de los tres ha logrado resistir sin ceder por alguna cuaderna los sañudos e interesados embates a los que se les ha sometido en este país (de forma especialmente corrosiva en la última década), se diría que la nación se ha convertido en objetivo principal de dos años a esta parte.

La disolución de España a manos del Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, su ocaso como nación unitaria y finalmente su desplome entre rechinar de dientes al averno del fracaso como país moderno han constituido, desde el triunfo del PSOE en las elecciones de marzo de 2004, el basso ostinato con el que han machacado a los ciudadanos la derecha política y sus corifeos mediáticos (o al revés, si hay que ordenar a los actores por su autoridad para dirigir este gran circo de tres pistas al que asistimos desde entonces). Curiosamente, un concepto, el de nación, que la derecha arrebató a los liberales tarde, en algún momento del siglo XIX, como explica bien el historiador José Álvarez Junco en su obra Mater Dolorosa, después de resistirse a la modernidad que esta idea suponía frente a la de una España vertebrada en torno al trono y la Iglesia católica. Tanto así, que una lectura de las novelas de Baroja y de Galdós permite imaginar vívidamente, en alguna de las guerras carlistas que atravesaron aquella centuria, a más de un cura trabucaire irrumpiendo en la plaza del pueblo con un grupo de guerrilleros desharrapados al grito de "muera la nación". Esto es, vivan el trono y Cristo rey. Los conservadores detestaban el término "nación", asociado entonces a la modernidad. La derecha prenacional ya era, aunque todavía lo ignoraba, básicamente antimoderna.

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La pésima gestión que del proceso de reordenación territorial necesario para construir la España del siglo XXI ha hecho el presidente Rodríguez Zapatero ha proporcionado, sin duda alguna, pólvora de sobra a los modernos trabucos que, bajo distintos ropajes (o bajo los mismos: los curas integristas no dejan de serlo por el hecho de predicar ahora por las radios), tratan de evitar, una vez más, la modernización del país, al tiempo que organizan de forma efectiva la resistencia frente a todo cambio: de forma consciente están en ello, al menos, desde 1812. Antes, contra la nación; ahora, prestos a salvarla, aunque en el intento se lleven por delante la convivencia, la estabilidad democrática o el futuro y la voluntad de los ciudadanos en un Estado moderno y europeo. En cualquier caso, el absurdo debate identitario (nación sí o no) al que dio pie un Gobierno tripartito en

Cataluña organizado para conseguirle la presidencia de la Generalitat a Pasqual Maragall pese a que perdió las elecciones de 2003 (o quizá por ello mismo) supuso tan sólo un punto de partida. Tras extenderse por otras autonomías, el desaguisado amenaza con sucederse a sí mismo en Cataluña esta semana para, de nuevo, convertir en presidente de la Generalitat al líder de los socialistas catalanes, José Montilla, que en lugar de dimitir tras perder su partido cinco escaños y casi un 25% de los votos en las últimas elecciones, ha preferido volver a asociarse con la formación que tuvo que ser expulsada del Ejecutivo catalán por hacer imposible el consenso sobre el nuevo Estatuto.

Ciertamente, el problema de España no consiste en su definición, ni la de Cataluña, País Vasco o Galicia (menos aún Extremadura o Valencia), sino cómo articular un modelo de Estado, un sistema fiscal, un reparto de poderes y un equilibrio territorial que permita a sus casi 45 millones de ciudadanos el libre ejercicio de sus derechos y responsabilidades, avanzar en la integración europea y afrontar la globalización. Y ello, sin renunciar a sus identidades respectivas. En Europa, la solución se ha llamado federalismo, y no hay nada en la genética de los españoles que excluya ex ante esa posibilidad entre nosotros. Se trata, en cualquier caso, de dar la batalla por la modernidad más allá de estériles debates nominalistas, un empeño en el que el actual Gobierno socialista ha mostrado más voluntad que acierto, más intuición que oficio.

Mientras tanto, la derecha (que ya es "nacional", pero igualmente antimoderna), tras ocho años en el poder en los que organizó con ahínco todas las trincheras posibles para fosilizar a España alrededor de una idea periclitada de patria y religión, parece ahora perdida en la defensa de su desastrosa gestión tras el 11-M, confiando en que el poder le caiga de rebote si Zapatero sufre un accidente suficientemente aparatoso antes de las próximas elecciones. Nadie puede asegurar, visto el rumbo y las manifiestas incapacidades de gestión en ciertos temas clave del presidente y no pocos de sus ministros, que esto no vaya a suceder.

El término diálogo no goza de mejor salud que el de nación, aunque ya se sabe que, al igual que la felicidad, consiste casi siempre en un estado retrospectivo ("qué bien se dialogó para pactar la Constitución; qué fructíferos fueron los Pactos de la Moncloa"; "qué felices éramos antes"). Para empezar, si la nación ha de dialogar consigo misma (como predicaba Miller de un buen periódico), hará falta una oposición en la que sus líderes más solventes, que los hay, en Madrid o en Santiago, liquiden de una vez los restos del autoritarismo vocinglero heredado del franquismo, que no duda en poner en riesgo la estabilidad de las instituciones con tal de mantener el poder, y lleven a la derecha española, de una vez por todas, al siglo XXI. Mientras tanto, no habrá con quién discutir de nada que resulte sustancial ni de otra forma que no sea a gritos. Esta desgraciada conjunción y la más que evidente falta de oficio de los socialistas han contribuido a privar de la estabilidad deseable a muchos de los pactos alcanzados en los dos últimos años.

Correlato objetivo del lamentable estado de salud de la nación y el diálogo lo constituye el periodismo en España, afectado de una lista de males que no se antoja corta: manipulación de la información, insultos, mentiras, amarillismo e intromisión en la intimidad. Una mezcla altamente indigesta que se disfraza de periodismo cada día en España y en la que se han especializado la emisora de radio de los obispos, nada menos, y algún periódico conservador con vocación de cortejador de la ultraderecha, embarcados ambos en una grave operación de desestabilización de las instituciones democráticas sin parangón en Europa occidental o Estados Unidos. Para completar la excepción hispánica, un sector de la derecha (ciego y sordo a los intereses de la nación) baila al ritmo que les marcan estos flautistas del apocalipsis cotidiano, arriesgando además en esta conga tribal la unidad de su partido y su parroquia, una parte de la cual asiste al aquelarre entre estupefacta y desanimada.

Escribo este texto con motivo de la aparición de la edición de EL PAÍS en Galicia. No sé si, en una época de audiencias fragmentadas, multiplicidad de canales y pujanza creciente de Internet (por no hablar más de la crisis de la nación y del diálogo), un buen periódico responde aún a la definición de Arthur Miller. Pero tengo claro de qué otros elementos se compone: una mirada sobre el mundo, sobre España (y en este caso sobre Galicia) compartida con sus lectores; una cierta idea de la modernidad a la que aspiran legítimamente sus ciudadanos; un proyecto consensuado de futuro.

Los instrumentos (rigor, profesionalidad, honestidad e independencia), ésos sí, no han cambiado desde entonces, y probablemente desde mucho antes, quizá desde el 19 de agosto de 1896, cuando un editor entonces desconocido publicó un texto en un periódico de Nueva York que acababa de comprar y en el que prometía "ofrecer las noticias de forma imparcial, sin miedo ni favoritismos, independientemente de cualquier partido, secta o intereses implicados". En alguna otra ocasión he escrito que todo director necesita renovar ese contrato con sus lectores. Valga este artículo, hoy que nace la edición gallega de este diario, para hacerlo con todos los lectores de EL PAÍS.

Javier Moreno es director de EL PAÍS.

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