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Navarra y León

Julio Llamazares

Hasta los 24 años fui leonés, pero un día, cuando me desperté, me dijeron que era castellano-leonés. Lo habían decidido en una cena el día anterior Rodolfo Martín Villa, por la UCD, y Gregorio Peces-Barba, por el PSOE. Desde entonces, arrastro ese apelativo sin saber qué significa y, como la mayoría de los leoneses, sin sentirme identificado por él.

No hace mucho, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, leonés de crianza y sentimiento, manifestaba solemnemente, a propósito de la polémica suscitada en torno a Navarra en relación con la presunta negociación política existente con ETA sobre esa comunidad, que "Navarra será lo que los navarros quieran". De inmediato, en León se alzaron cientos de voces preguntándole por qué lo que había afirmado para Navarra no valía también para su tierra. Y, de igual modo, ante la paralela afirmación del Partido Popular de que Navarra era innegociable porque era "una región histórica diferente y autónoma del País Vasco", se alzaron las mismas voces, si no más, preguntándoles a los dirigentes conservadores por qué mantenían eso respecto de Navarra y lo contrario exactamente respecto de León, que también es o ha sido durante siglos una región diferente y autónoma de Castilla.

Cualquiera que conozca la historia de este país sabrá que Navarra y León fueron los dos reinos medievales determinantes en la configuración de España, reconquistando a los árabes, primero, parte del territorio ocupado por éstos y dando lugar, más tarde, a otros reinos sucesivos (el de Aragón, en el caso de Navarra, y el de Castilla, en el de León) cuya unión definitiva dio lugar al Estado en el que hoy vivimos y cuyo escudo componen precisamente los símbolos de esos cuatro reinos, junto con el de Granada, el último musulmán en desaparecer. Queda, pues, clara la condición histórica de esas regiones, que se mantuvo durante siglos, como demuestran los diferentes mapas y los libros que estudiamos hasta hace poco tiempo en las escuelas y, aún hoy, el sentimiento de sus pobladores. Porque, contra lo que digan muchos, políticos principalmente obedientes a las directrices de sus partidos o simples oportunistas sin respeto alguno por la realidad, en León la gente se siente leonesa, como en Castilla se siente castellana, a pesar de los esfuerzos que hacen aquéllos por confundir la historia y la identidad de las dos regiones.

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Por qué León fue unida a Castilla, de la que le separa tanto como a Navarra del País Vasco o a Aragón de Cataluña por lo menos, es algo que nadie ha explicado aún (lo de las "razones de Estado" que alegó Martín Villa en un principio ya no sirve ni para engañar a un niño), como tampoco nadie ha explicado aún por qué León y Castilla han sido las dos únicas regiones (de las que se estudiaban y venían en los mapas hasta hace un par de décadas) que desaparecieron de éstos, siendo así que se mantuvieron todas e incluso se crearon otras nuevas que no habían existido nunca: La Rioja, Cantabria y Madrid. Y, sobre todo, lo que nadie ha explicado todavía es por qué eso se hizo sin consultar a los leoneses (ni a los castellanos, claro), por más que algún político se defienda ahora diciendo que se les consulta en cada elección. Que es como decir que Asturias, Valencia o las Baleares no quieren autonomía puesto que, en cada elección, votan mayoritariamente a partidos de corte nacional.

El ejemplo de Navarra es el que mejor define lo incomprensible de la situación. Porque Navarra y León tienen parecida historia, la misma o parecida conformación y extensión geográfica y la misma o parecida población, pese a que el desarrollo de una y la decadencia de otra (de la que los leoneses culpan, entre otrascausas, no sin cierto victimismo, al centralismo de Valladolid) esté invirtiendo desde hace tiempo esa relación. Incluso hay un factor social que avalaría antes la autonomía leonesa que la navarra, y es que, mientras que en León los partidarios de la actual unión con Castilla son una minoría (el 6,6% de la población, según las últimas encuestas publicadas), en Navarra hay casi una cuarta parte de personas que reclaman la anexión al País Vasco, como demuestran, entre otros datos, las últimas elecciones. Entonces, ¿por qué los partidos siguen, erre que erre, manteniendo el estado de cosas actual contra toda inteligencia y respeto democráticos?

Lo único que se me ocurre, analizadas todas las circunstancias y consultados en privado algunos de los líderes políticos que en público defienden siempre la pertinencia del actual estado de cosas ("El proceso autonómico está cerrado" es lo que repiten todos, como Franco aquella idea de que todo estaba atado y bien atado), es que las reticencias a cualquier cambio de trascendencia, junto con el temor a un efecto dominó entre las demás regiones, especialmente las más independentistas, son las únicas razones que avalan un comportamiento que, compartido por los tres grandes partidos nacionales: el PP, el PSOE e Izquierda Unida (éste más dudosamente: basta ver su actuación en el País Vasco) ha terminado creando un problema donde nunca lo había habido: el surgimiento de un sentimiento leonesista que, so pretexto de exigir para León el mismo trato que para las demás regiones y con la justificación de una decadencia que se vincula en el tiempo con la actual división autonómica, ha derivado en un anticastellanismo cada vez más visceral y radical, por más que quieran negarlo los defensores de la vigente y cada vez más centralizada autonomía castellano-leonesa. Y eso que ese sentimiento, que cualquiera puede observar a poco que se pasee por la provincia leonesa (carteles institucionales tachados o corregidos en lo que se refiere a aquélla, pintadas contra Valladolid, reclamaciones de una autonomía cuya negación se ve como un agravio comparativo, aparte de como una imposición antidemocrática, que lo es: el sentimiento de pertenencia a una tierra es algo que deben decidir sus pobladores, no sus representantes ocasionales), no ha encontrado hasta el momento unos líderes de talla que sepan canalizar esa frustración y convertirla en carga de precisión contra la actual región, como han hecho en otros sitios otros partidos regionalistas y autonomistas. Al contrario, el desideologizado partido que ha pretendido eso, la Unión del Pueblo Leonés, se ha dividido y fagocitado continuamente en función de intereses personales y rencillas intestinas, frustrando así sus posibilidades, pese a lo cual controla actualmente algunas instituciones y muchos ayuntamientos, entre otros el de la propia capital de la provincia.

Cada poco tiempo, no obstante, incluso en las propias filas de los partidos estatalistas (los que defienden el actual estado de cosas) se alzan voces discordantes (la última, la del actual alcalde de León, del PSOE, quizá obligado por su situación política: gobierna con el apoyo de la UPL) que reclaman para León una autonomía propia o al menos un referéndum para que los leoneses decidan por ellos mismos, como hicieron en su momento todos los españoles excepto ellos, cómo y con quién desean vivir. En seguida son acalladas, a veces con métodos que recuerdan los del estalinismo histórico, pero tras ellas queda la estela de un malestar y una frustración que, lejos de decrecer con el paso de los años y la continua y desmesurada publicidad institucional: Castilla y León es vida, Castilla y León, una comunidad (¡qué paradoja, una unidad con una y en el medio!), etcétera, aumenta de día en día, como demuestran todas la encuestas, incluidas las del propio gobierno castellano-leonés, que las oculta inmediatamente para que no se sepan sus resultados. Los partidos nacionales, por su parte, instalados en la lejanía y reticentes a cualquier cambio que pueda poner en entredicho su actuación política de otro tiempo y en peligro el equilibrio nacional (y más si la que lo reclama es una región de segundo orden, por más que proceda de ella el actual presidente del Gobierno del país), hacen oídos sordos o, como mucho, cuando la tormenta arrecia (en época electoral o, como ahora, a resultados de la última consulta), ofrecen parches y soluciones tan peregrinas como la que el actual Gobierno acaba de ofrecer a los leoneses por boca del ya cesado ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, de equipararles administrativamente con el especial estatus que el valle de Arán ostenta dentro del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña. Demostración evidente de la mala conciencia que los partidos nacionales tienen con los leoneses, aunque lo nieguen continuamente, así como de su incapacidad para resolver un problema que ellos mismos crearon hace años de la nada.

La solución es muy fácil, como todo en democracia, sin embargo. La dio el propio presidente del Gobierno no hace mucho, a propósito de la polémica surgida en torno a Navarra: que León sea lo que los leoneses quieran. Que fue lo que hicieron ya hace ahora un par de décadas andaluces, catalanes, valencianos, vascos, navarros, gallegos, asturianos, extremeños, aragoneses, murcianos, canarios y baleares, incluso cántabros y madrileños, es decir, todos los españoles excepto ellos, unidos a Castilla por decisión arbitraria de dos partidos, o mejor: de dos personas, y sin que nadie les preguntara su parecer.

Julio Llamazares es escritor.

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