Obama en Tucson
El discurso del presidente puede marcar el fin del sectarismo que ha impuesto el Tea Party
Barack Obama ha conseguido conmover a una mayoría de norteamericanos con un discurso en Tucson sobre la matanza perpetrada por Jared Lee Loughner, en la que resultó herida la congresista demócrata Gabrielle Giffords. Sobre ese mismo suceso, Sarah Palin ahondó aún más la división entre sus defensores y sus adversarios. Los efectos opuestos de una y otra intervención tienen que ver con la experiencia, la formación y las habilidades retóricas de ambos protagonistas, entre los que no cabe comparación personal ni institucional digna de tal nombre; pero tienen que ver, además, con dos modos irreconciliables de entender la política.
La matanza de Tucson fue obra de un joven al que la policía calificó de "inestable". Si su crimen ha conmovido a Estados Unidos es porque el clima político auspiciado por el Tea Party hacía verosímil que se tratase de un atentado político. Que finalmente resultase ser la acción de un perturbado ha permitido a los norteamericanos un suspiro de alivio, pero les ha empujado a una obligada reflexión sobre los límites del debate político. Para el Tea Party todo valía antes de la matanza y, a juzgar por sus reacciones, también después, cuando sus representantes se presentaron como víctimas de una clase dirigente que traiciona las esencias de la nación. Para Obama, los demócratas y la mayoría de los republicanos, el debate político no se propone distinguir entre buenos y malos norteamericanos, sino entre mejores y peores argumentos.
El discurso de Obama en Tucson podría marcar un punto de inflexión que liberase a la política norteamericana de la espiral de sectarismo al que la ha arrastrado el Tea Party. El presidente estuvo a la altura que requería la ocasión, lo mismo que el Partido Republicano al sustituir en el Congreso una votación contraria a la reforma sanitaria, la bestia negra de los seguidores de Palin, por una moción de condena de la matanza. Pero no se puede subestimar la capacidad de un movimiento que, como el Tea Party, prefiere los eslóganes a los argumentos. Cuando Palin recurrió a una expresión como "libelo de sangre" en respuesta a quienes la responsabilizaban directa o indirectamente de lo sucedido en Tucson, no pretendía solo colocarse en el lugar de los judíos perseguidos, sino también identificar a sus adversarios con el nazismo, contra el que cualquier medio parece legitimado.
Si la reflexión sobre los límites del debate político abierta tras la matanza de Tucson no consigue aislar al Tea Party, puede que la democracia norteamericana no tarde en enfrentarse a uno de sus recurrentes capítulos oscuros. Hasta ahora, los controles ejercidos por las Cámaras, la justicia y la opinión pública siempre funcionaron, y es de esperar que en esta ocasión también lo hagan. Pero no será trivializando la virulencia de los discursos del Tea Party, ni minusvalorando la eficacia de sus eslóganes, como se ponga freno a su creciente presencia en la vida pública de Estados Unidos.
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