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Las almendras y el turrón

Fernando Savater

A mí me gustaría poder achacar lo que pasa en el País Vasco a otro desfallecimiento o fallecimiento divino, como hace André Glucksmann con el caso de Argelia. Pero tengo la misma desdicha que el señor Teste de Valéry: "La bêtise n'est pas mon fort". Además, si el plan de humanidades, por el que estudié yo no miente, abundan a lo largo de los siglos las ocasiones en que la Divinidad -es decir, lo Absoluto e Incontrovertibe- ha sido utilizada por unos o por otros como coartadas de piadosas masacres. Según Glucksmann, un 40% de encuestados duda de la existencia de Dios cuando se entera de atrocidades como las de Argelia o Ruanda; lo que no dice es la cuota de entusiastas que para creer necesitan participar en ellas. Y da igual que el Señor Dios de los Ejércitos sea Jehová, Alá o Euskadi, que es el nombre del tótem tribal por el que se mata en mi tierra. A fin de cuentas, cada uno de esos dioses monomaníacos no es más que el apodo con el que unos cuantos verdugos han decidido absolver sus malas intenciones. La culpa no es de Dios, que es un santo el pobre, sino de los orates que lo invocan para asesinamos mejor. Aunque tales orates sean siempre orates pro nobis...Teologías aparte, los vascos haremos bien en preguntamos de dónde sale un odio tan bestial y venenoso como el que padecemos, un odio capaz de borrar en una parte considerable de la población las habituales inhibiciones que nos hacen como mínimo respetar la integridad física de nuestros convecinos. Un odio que lleva a unos cuantos a matar al policía nacional o autonómico, al político, a la madre que pasea con su hijo de la mano, al joven, al jubilado, al obrero, al niño o simplemente al que pase por allí; pero que lleva a muchos más a comprender y celebrar esos crímenes, a jalearlos, a culpabilizar a las víctimas, a convertir en héroes o mártires a los asesinos y proponerlos como modelos patrióticos a seguir por los más jóvenes. No basta con hablar una vez más de "fascismo" o de "barbarie", aunque sin duda tales comportamientos respondan literalmente a los de bárbaros fascistas. Mucho menos conviene hablar de "irracionalidad", porque tales comportamientos pueden ser detestables, pero no carecen de una lógica perversa: son obra de una minoría que, convencida de que nunca logrará hacer triunfar sus obsesiones políticas por las buenas en una sociedad en la que son evidente y creciente mayoría quienes no las comparten, ha decidido imponerlas por la fuerza según el viejo dilema con el que Voltaire caracterizó hace 200 años a los fanáticos: piensa como yo o muere. El procedimiento no es ético ni democrático, pero hay ejemplos históricos probatorios de que no pocas veces da resultado, así que de irracionalidad nada.

No, lo que es preciso determinar es cómo se fragua ese odio. Porque no es el odio que surge de la miseria, ni de la necesidad desesperada, ni de la tiranía política que no deja resquicios de libertad a los disidentes: es un odio ideológico, artificioso, artesanal, sembrado y cultivado manualmente, un odio que no tiene nada de casual... Aunque quizá quienes lo han fomentado ayer y aún hoy se horrorizan también del resultado monstruoso de sus desvelos. Un odio que empieza en las mismas familias, como suele empezar casi todo lo malo y lo bueno de nuestras vidas. Veamos, por ejemplo, esos miles de padres y madres (supongo que habría también hermanos, tíos, abuelos, etcétera) que se manifestaron hace poco en San Sebastián para protestar por los juicios a jóvenes acusados de participar en diversos estragos, incendios y agresiones. Esos padres modélicos no protestaban contra los adultos que convencen a los jóvenes de que deben prender fuego a casas, autobuses o ertzainas -convirtiéndolos en delincuentes y quizá arruinando su vida para siempre-, sino contra la policía que los detiene después de cometer sus fechorías, contra los jueces que los juzgan y contra los periodistas que narran los sucesos. No protestaban contra quien hace unas semanas, conmemorando el aniversario de la muerte del etarra Argala, concluía su artículo en el Egin con este párrafo memorable: "Es posible que hoy algún joven abertzale cumpla 19 años. Es probable que le toque celebrar su cumpleaños poniendo carteles, acudiendo a alguna manifestación, haciendo turno en una txozna, actuando con su grupo de danzas, preparando las clases del euskaltegi o tirando piedras a la policía. Es seguro que entonces las olas del Cantábrico, los robles del Aralar y el viento norte sonreirán satisfechos, con la sonrisa esperanzada de Argala diciendo: ¡ánimo, a organizarse y pelear!". No, por lo visto ese plan de estudios algo fatigoso les parece estupendo. Quienes les indignan son los aguafiestas que no permiten llevarlo convenientemente a cabo, sobre todo cuando el final de curso incluye lisiar a algún prójimo que no les cae simpático. ¿No fue Cocteau quien hablaba de "los padres terribles"?

Las raíces del odio también hay que buscarlas en el campo educativo. Empezando por la enseñanza del euskera. Naturalmente que el euskera no tiene la culpa del terrorismo, claro que debe ser reivindicado y propiciado por todos los vascos, lo hablemos o no. Muchos de quienes mejor lo hablan son los menos proclives al terrorismo nacionalista: la última víctima, Iruretagoyena, lo dominaba mejor que el castellano. Pero desde hace años, junto a una mayoría de profesores dignísimos, se dedican a la enseñanza del euskera mafiosos obcecados que pretenden vender la lengua con los contenidos que a ellos les interesan incluidos y que ponen como ejercicios prácticos un secuestro, la fabricación de un cóctel mólotov, la carta a un terrorista preso y otras cosas del mismo jaez. ¿Casos aislados? Sí, pero en serie. Mientras, en el programa Karaoke, de ETB-1, se enseña a los niños a cantar una coplilla en euskera en la que se exhorta a desterrar al erdera (castellano) de Euskadi. Son ellos los que se están cargando el euskera al convertirlo en una opción ideológica, una forma de ser y de pensar, en lugar de una lengua abierta a todo. Lo sorprendente es que cada vez que se denuncian estos hechos se acusa al denunciante de atacar al euskera, cuando en realidad lo está protegiendo de quienes intentan convertirlo en una odiosa formación del espíritu nacional.

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Más sobre educación. Hace anos, un amigo mío de Barcelona fue invitado a un congreso de pedagogía celebrado en San Sebastián. Su ponencia coincidió con el día del atentado a la casa cuartel de Vich, y mi amigo se sintió obligado a comenzar condenando como educador y como demócrata ese coche-bomba enviado no sólo contra mayores, sino también contra niños. Cuando terminó su intervención, las hasta entonces cordiales organizadoras del evento le reprocharon que se inmiscuyera en asuntos que él no podía entender por desconocer el contencioso en que

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se incribían, y le advirtieron que nunca volverían a invitarle. Esas pedagogas siniestras y otros como ellas llevan años influyendo en la educación de niños y adolescentes en el País Vasco, pese a los esfuerzos de muchos maestros y profesores que se juegan el tipo diariamente por defender una educación tolerante y pacífica.

El problema del odio asesino en Euskadi no es sólo político, sino sobre todo cultural y de convivencia. Y aquí entra la reponsabilidad del nacionalismo en todo el asunto. Es indudable que muchos nacionalistas se enfrentan decididamente a los violentos y sus métodos, sufriendo agresiones constantes por ello. Pero también es verdad que es la ideología nacionalista la que ha patentado una idea excluyente de lo vasco, la que presenta por la vía de la propaganda una cara uniformizada de una sociedad plural, la que ha convertido a quienes se sienten vascos españoles en parias en su propia tierra, la que con el pretexto de defender la identidad vasca la ha mutilado de cuantas figuras les estorban -trátese de Unamuno, Blas de Otero o Dolores Ibárruri-, la que no acierta a proponer un programa común a la sociedad que no sea la aceptación por las buenas de una forma de vivir y de pensar que otros intentan imponer por las malas. Los nacionalismos nacieron con la pretensión de homogeneizar la sociedad, pero su resultado efectivo es dividirla, enfrentarla y hacer surgir un odio ciego que insensibiliza ante las mayores tragedias. Permítanme una metáfora posnavideña: no hay que confundir el nacionalismo con el terrorismo, como no deben confundirse las almendras con el turrón,. pero no debe olvidarse que el turrón se hace principalmente con almendras. Y con almendras muy amargas se fabrica también el odio terrorista en Euskadi, Mientras la necesidad de combatir sus raíces culturales e ideológicas con las armas de la cultura y las ideas no esté clara, seguiremos como estamos. Miento: iremos a peor.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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