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¿Por qué fueron reaccionarios los revolucionarios?

Las revoluciones llevan a látigos de acero, trabajos forzados y a encarcelar a grandes escritores. Sin embargo, el término, revolucionario sigue gozando de las más nobles connotaciones; el término reaccionario tiene, tanto en arte como en política, el monopolio de lo malo. Se ha dicho que los revolucionarios en literatura han sido por lo general reaccionarios en política. Mis recientes reflexiones sobre el centenario de T. S. Eliot me llevan a preguntarme si esta afirmación puede aplicársele, y, de ser así, si ello, debe afectar a nuestra actitud ante su obra como poeta.Detrás de la revolución literaria iniciada en Londres por T. S. Eliot y Ezra Pound, se encuentra una eminencia gris cuya carrera filosófica y poética fue cortada en seco por una bala en Flandes, durante la I Guerra Mundial. Esta eminencia gris era T. E. Hulme, quien nos enseñó que "la creencia humanista en la perfectibilidad del hombre es falsa... y la razón de esta falsedad es el fallo en no reconocer el pecado original. La vida es esencialmente trágica y fútil...". Por supuesto, hubo otros pesimistas más antiguos y distinguidos que Hulme -san Agustín y Schopenhauer, por ejemplo-, pero el mentor de los humanistas fue Hulme. En Inglaterra, la gran visión progresista había sido difundida por H. G. Wells y Bernard Shaw y por los socialistas, pero Eliot y Pound, como también W. B. Yeats, la rechazaron. Al rechazarla parecían dispuestos a abrazar doctrinas tan viles como el fascismo y a aceptar prácticas tan viles como el genocidio. T. S. Eliot, que, como el generalísimo Fralico, fue un caballero cristiano, estuvo del lado equivocado en la guerra civil española. Ezra Pound, que adoraba a Mussolini, estuvo en el lado equivocado en la guerra mundial que siguió a aquélla, y esto fue un crimen mucho más grave.

Estos revolucionarios artísticos que fueron también reaccionarios políticos creían apasionadamente en el arte como una visión de orden. En esto difieren del socialista George Orwell, quien veía la literatura simplemente como un modo de comunicación política. A diferencia de Orwell, no veían cómo podían ser compatibles el arte y el pueblo. Creían que el arte tiene que decaer sin una elite o aristocracia que lo sostenga; por consiguiente, en política tenían que inclinarse hacia el autoritarismo. Para Eliot, el Partido Conservador, la monarquía, la Iglesia de Inglaterra. Para Pound, el Estado corporativo. Para Yeats, los pobres clamando a la puerta de los ricos, pero contenidos por hombres armados. Estos tres y otros como ellos -Wyndham Lewis y Evelyn Waugh, por ejemplo- estaban descaminados, sin duda alguna, al pensar que un determinado tipo de sociedad tiene necesariarnente que producir un mejor arte que otro. El arte tiene su propia autoridad, y ésta es totalmente paralela al orden político. Por el contrario, no tenían ningún derecho a desear imponer las estructuras jerárquicas de su arte a una sociedad que -con la debida deferencia a The waste land (Tierra baldía)- no era una mezcolanza de valores violentos mayorque la de cualquier segráento, de la Edad de Oro que tanto gusta a los poetas invocar.

Eliot parece haber sido antisemita, y Pound ciertamente lo fue. Desde el holocausto nazi, el antisemitismo ha pasado a ser algo criminal, pero ni Eliot ni Pound podían prever la solución final hitleriana. Hubo mucho antisemitismo moderado antes de la guerra, y es este tipo de antisemitismo el que encierra parte de la poesía de Eliot. Tiene una concisa descripción de un detestable sir Ferdinand Klein y un aún más detestable Bleistein. Contempla una Venecia decadente: "Las ratas están debajo de los pilotes. Los judíos están debajo del solar". "Mí casa es una casa decadente", dice el narrador de Gerontion, "y el judío está agazapado en el alféizar de la ventana, el propietario, engendrado en algún cafetín de Amberes". Esto hace desagradable la lectura. Pero para un católico es también una lectura desagradable tener a John Milton lanzando invectivas contra el Papa -"el triple tirano"- o, a este respecto, tener que escuchar las noticias del Servicio Exterior de la BBC precedidas por la música de Lillibullero, que condujo al católico rey Jacobo II fuera de su reino. Los prejuicios raciales o religiosos no son el peor crimen del mundo. Acabar con una raza o perseguir una religión es una cuestión distinta.

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Para algunos sigue siendo un gran misterio el hecho de que la más admirable literatura de este siglo debe estar asociada con la reacción política. Hay críticos marxistas que sólo pueden encontrar algo bueno en una literatura basada en la política revolucionaria. Cuando hace muchos años di una conferencia sobre literatura en la Workers Educational Association, una organización muy de izquierdas, se me dijo por mis superiores que no debía encontrar nada bueno en Eliot o Pound. Jean-Paul Sartre se vio forzado por su marxismo a declarar a John Dos Passos como el escritor estadounidense más eminente de este siglo. La cuestión estética no cuenta. Un escritor no puede ser bueno, se nos dice, a menos que su línea política esté más allá de todo reproche. Pero parece que la política no tiene nada que ver con la literatura, como tampoco tiene nada que ver con la teología. Yo no puedo tolerar el puritanismo regicida de John Milton, pero adoro su poesía.

No obstante, si la postura política reaccionaria de un escritor como Eliot o como Pound implica la voluntad de aceptar el fascismo en vez de un liberalismo tolerante, ello arroja dudas sobre la humanidad de su arte. Porque el arte -y ciertamente la literatura- tiene que ser juzgado en términos de valores humanos; el arte promociona valores como el amor, la tolerancia, la redención. Es imposible imaginar una literatura basada en el odio y la condena. Cuando yo daba clases en Estados Unidos, algunos de mis estudiantes negros me traían poemas sobre la deseable castración de los hombres blancos. Fui abiertamente insultado por no darles mi aprobación. La literatura no funciona de esa manera. No puede basarse en prejuicios sectarios. Una poesía nazi es una contradicción en los términos. La literatura asume que toda la humanidad es una -ocasionalmente alegre, pero sobre todo desorientada y sufriente, ciertamente mortal- La literatura pone, pues, la política en su debido lugar -como un sistema para mantener un orden mínimo y para cuidar el alcantarillado-. La política no es lo bastante importante como para ser un tema literario.

Todo arte debería ser música si le fuera posible -divorciado de los intereses humanos, concentrado en la estructura, misteriosamente excitante, y luego emoción tranquilizadora, pero sin decir nada que pueda transcribirse en palabras- Incluso el Parsifal, de Wagner, que tiene un argumento groseramente antisemita, se alza por encima de su tema y se transforma en una experiencia ennoblecedora. George Steiner expresó una vez su asombro porque un comandante de un campo de concentración pudiera pasarse el día enviando judíos al incinerador y luego se fuera a su casa para llorar lágrimas de pura alegría con el Beethoven que su hija mayor tocaba en el piano. Evidentemente, la música tiene el poder de atacar el espíritu humano en los niveles más profundos, o más altos, que están representados por el trabajo sucio de un sistema político. Por desgracia, al estar la literatura creada con palabras, está relacionada con el mundo de los decretos degradantes, pero esto implica la responsabilidad de los que la practican -y de sus lectores- de mantenerse lejos de la política.

No necesitamos, pues, sorprendernos si la crítica sensible se niega a considerar que la política reaccionaria de Pound, Eliot y demás tenga mucho que ver con la obra que escribieron. Los Cantos de Pound braman contra la usura, a la que ve como una abominación creada por los bancos judíos internacionales, y Four quartets (Cuatro cuartetos), de Eliot, exige una resignación cristiana frente a los horrores de la historia, pero el valor de esas obras reside en la retórica concebida para sugerir dónde podría situarse una sociedad justa. Pero la creación de esa sociedad justa no tiene nada que ver con la política.

Traducción: M. C. Ruiz de Elvira.

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