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Partidas simultáneas

La pregunta acuciante tras la crisis financiera de las últimas semanas es si se trata de un caso aislado que sabremos controlar, o si estamos ante un primer episodio de una serie de convulsiones más graves. Una respuesta optimista ayuda a mantener la calma en los mercados. Sin embargo, mirando de frente la realidad, se observan fuertes desequilibrios en la economía mundial que conllevan riesgos ciertos. Seguir la política del avestruz ante esos riesgos no es la reacción más inteligente y nos deja al pairo de cara al futuro.

Tras una década larga de crecimiento, la economía global sigue mostrando vigor, pero puede verse afectada por influencias negativas. La primera es, precisamente, el cansancio y la falta de confianza, en un contexto político global sin proyectos movilizadores. Asimismo, las potencias emergentes pueden sucumbir a problemas internos, el terrorismo o la guerra pueden golpear a Oriente Medio y las catástrofes naturales, la contaminación y el cambio climático podrían acarrear costes insoportables. Ahora bien, el problema más llamativo es la situación de la economía norteamericana que, a pesar de seguir siendo la primera potencia mundial indiscutible, está sometida a fuertes tensiones.

Por un lado, Estados Unidos soporta un déficit comercial de larga data que se ha agravado en los últimos años. Los datos del propio departamento de Comercio indican que, en 2006, Estados Unidos importó 838.000 millones de dólares más de lo que exportó. Los intercambios comerciales de Estados Unidos son deficitarios con todas las regiones del mundo: la diferencia con Europa es de 142.000 millones; con América Latina, de 112.000 (México sólo cuenta por 67.000); con Asia-Pacífico, de 409.000 (de los que China gana 233.000, y Japón, 90.000); Oriente Medio vende 36.000 millones de dólares más de lo que compra a Estados Unidos, y África, 62.000. Es cierto que el dólar está bajo, lo que en principio debería ayudar a las exportaciones norteamericanas, pero la tendencia en los dos primeros trimestres de 2007 ha sido la misma, apuntando déficit de 200.000 millones de dólares cada uno -como el año anterior-, y los precios del petróleo en alza castigan a los ciudadanos norteamericanos más que a los europeos. Mirando las cifras de la última década, el problema se ha convertido en estructural y no tiene solución rápida.

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Por otro lado, el déficit fiscal de Estados Unidos es enorme. El Gobierno se deja en gastos corrientes de seguridad social, salud, defensa e intereses de la deuda la mayor parte del presupuesto, y no queda dinero para inversiones. A lo largo de su mandato, el presidente Bush ha dilapidado en gastos militares, sobre todo con la guerra de Irak, y ha cerrado el grifo de los ingresos al rebajar los impuestos, con lo que el depósito se encuentra medio vacío. Para obtener el dinero que necesitan, los ciudadanos y el Gobierno norteamericanos tienen que pedirlo a fuentes extranjeras, pero esta cadena de financiación puede atascarse un día.

Un frenazo en la economía norteamericana supondría un choque para la mundial, y las demás potencias tendrían que adaptarse a la nueva situación. Los países emergentes se apoyarían en el consumo interno, y los otros industrializados, como los europeos, tendrían que acostumbrarse a un ritmo más lento.

Más allá de sus consecuencias económicas y sociales inmediatas, estas evoluciones tendrían un profundo significado histórico. A lo largo de los siglos se ha visto cómo las potencias dominantes ascendían y caían. Normalmente, tras un auge económico, las potencias retadoras ganaban poder militar y se aliaban con otras para destronar a las dominantes. Sin embargo, por el momento, lo que se observa es que Brasil, China, India y otros emergentes están concentrados en su éxito económico y no se preocupan tanto por las cuestiones estratégicas. En el escenario global, se están jugando dos partidas simultáneas: los países emergentes (y la mayoría de los europeos) juegan en el tablero económico, con cierto abandono del estratégico, mientras EE UU sigue obsesionado con la partida militar olvidando un tanto el frente económico. En un mundo en el que los ciudadanos son cada vez más los protagonistas, interconectado y donde se produce un rechazo generalizado a la guerra, es muy posible que EE UU se haya equivocado de tablero bajo el mandato de Bush.

Lo más sorprendente de estos juegos globales es que el posible descenso de Estados Unidos vendrá provocado más por los errores de sus mandatarios que por la oposición ejercida por otros. Ningún actor internacional, salvo grupos terroristas y algunos líderes desquiciados, quiere el fracaso estadounidense. La guerra de Irak, una herida autoimpuesta, es una sangría moral y de recursos de la que no se ve el fin. En el plano interno, la propia Administración ha excavado el agujero en que se encuentra. El problema es que, a pesar de las bajas cotas de popularidad de Bush y de una oposición llena de argumentos válidos, el sistema constitucional norteamericano no prevé el adelanto de las elecciones presidenciales, previstas para noviembre de 2008. Aguantar hasta entonces puede ser duro para los norteamericanos y para el resto del mundo, necesitados de un liderazgo razonable en la Casa Blanca.

Si hay nuevas crisis, Europa se verá afectada. El debate sobre la economía española de las últimas semanas ha puesto de relieve su fortaleza, lo que ha sido reconocido por las expectativas que le asignan las instancias internacionales. En caso de ralentización del largo ciclo de crecimiento global, España será probablemente uno de los actores europeos mejor preparados para afrontar el bache. Ahora bien, esto no quiere decir que el futuro se presente fácil. La partida global será muy complicada en el tablero económico, no sólo por las turbulencias inmediatas que vienen, sino también por la necesidad de encontrar a medio plazo un modelo social que no termine de destruir el planeta.

En el tablero estratégico, el Gobierno español ha jugado sus cartas con acierto, al apartarse a tiempo de la aventura de Irak y apostar por un sistema internacional que favorece la cooperación y la paz. En todo caso, aunque haya nuevas turbulencias originadas al otro lado del Atlántico, ni España ni Europa deberían alterar su alianza con EE UU, porque ese vínculo se basa tanto en la historia como en principios compartidos. No debe confundirse a Bush con Estados Unidos. La lección más relevante de los últimos años es que hay que impedir a los más poderosos actuar fuera de las reglas, precisamente porque son amigos y aliados. La actitud de algunos líderes europeos, que aplaudieron a Bush en sus decisiones más nefastas, no ha ayudado a nadie, ni siquiera a los propios norteamericanos.

Martín Ortega Carcelén es profesor de Derecho Internacional en la Universidad Complutense de Madrid.

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