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Columna
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Pequeñeces

Juan Cruz

De lo que se dijo de Manuel Fraga Iribarne, a la muerte del político más activo del franquismo (y del posfranquismo), me sorprendió hasta la melancolía algo de lo que dijo José María Aznar.

El expresidente llegó a su puesto de privilegio en el Partido Popular por el impulso de Fraga, que rompió en público la carta de disposición incondicional que le había remitido el que luego habría de ser presidente de España. "No hay tutelas ni hay tutías".

En los pedazos de esa carta, esparcidos sobre el estrado en medio de los gritos tan famosos del fundador, estaban las palabras de un heredero, que luego llevó a la vida pública, como primer ministro, algunas de las actitudes ceñudas del Fraga que ahora algunos preclaros olvidadizos tratan de dulcificar.

Pues, en esa tesitura, el momento en que despedía a quien con tanto tino lo eligió, Aznar expresó su admiración personal y política por Fraga y explicó que este que había muerto sí era un gran hombre, en contraste con las "pequeñeces" que vivimos hoy en día.

Esa palabra, "pequeñeces", remite al padre Coloma, claro, pero también evoca ese desprecio latente con el que los que se consideran en la grandeza expresan su impresión acerca de todo lo que pasa.

Este país es capaz de grandeza y de miseria, y de pequeñeces, qué duda cabe; pero no parece adecuado que en el momento precipitado del balance post mortem se identifique al finado con lo mejor en contraste con lo que deja (se supone que en la otra orilla), que al comparador le resulta incomparable en lo más peyorativo. Pues cuando alguien habla de pequeñeces siempre se entiende que los pequeños son los otros.

Dicho esto, sorprende que en ese lado que ocupa José María Aznar en la vida se haya aliviado de manera tan llamativa la biografía de Fraga la pertenencia de este a un periodo, el franquista, y el franquista más cerril, del que el finado jamás renegó. Por respeto a Fraga, tendrían que haber contado toda su vida, y no solo su siglo de las luces.

Esta voluntad de alivio es, si el expresidente lo permite, una verdadera pequeñez, y está entre las pequeñeces que deben ser abominadas en un país que ha de reconstruir su biografía explicando a los que vienen la verdad de la historia, no la historia como la quiere cada cual para arrojársela a la cara al vecino que no la ha vivido igual.

Dicho esto, unas palabras sobre el juez en el banquillo. Esta es una de las pequeñeces más aberrantes que se han visto aquí. Unos delincuentes sientan en el lado de los acusados a Baltasar Garzón, en medio de una burla mediática que se parece a la saña; los detalles del proceso (y de los que vienen) remite, por el lado de allá, a esa expresión, "pequeñeces", que pronunció Aznar en la despedida de Fraga.

La coincidencia de los juicios de Palma y de Valencia, que huelen por derecho propio a los gürteles que persiguió Garzón, le añaden injuria a esta persecución voraz: se quieren comer al juez que quiso saber qué pasó en el franquismo, quieren borrar al juez que vigiló lo que hicieron con los dineros públicos los que se alimentaron en los tiempos de otras grandezas tan añoradas ahora por el expresidente Aznar.

Pequeñeces que duelen y duran, como el tiempo.

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