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Pesadilla en California

Timothy Garton Ash

Un sueño dorado junto al mar" es como Arnold Schwarzenegger definió California cuando tomó posesión como gobernador del Estado hace seis años. Cuando uno sale de San Francisco por la carretera 280, subiendo por las boscosas montañas de Santa Cruz hasta la costa del Pacífico, con halcones de cola roja que vuelan sobre un cielo azul perfecto, sigue pareciendo un sueño. Sin embargo, por debajo, está esta pesadilla.

El Estado que antes presumía de tener las mejores escuelas, universidades y redes de autopistas públicas de Estados Unidos se encuentra ahora con que son de las peores. Su sanidad figura en el puesto más bajo de los 50 Estados en una clasificación elaborada por Commonwealth Fund, un respetado think-tank; sus cárceles están desbordadas; el derroche de energía con el que satisface sus necesidades de agua se lleva nada menos que un 19% de la hoy carísima electricidad del Estado; tiene seis de las 10 ciudades más contaminadas de Estados Unidos; sus finanzas públicas son un desastre. Año tras año, sus legisladores se muestran incapaces de acordar un presupuesto. Sus déficits hacen que Italia parezca un modelo de prudencia fiscal. Y este verano, generó incrédulos titulares en todo el mundo cuando el Estado empezó a emitir pagarés. El Gobierno de uno de los territorios más ricos de la tierra, que alberga Hollywood y Silicon Valley, un crisol de innovación y la octava economía del mundo, estaba en bancarrota.

Los problemas del Estado gobernado por Schwarzenegger, una versión extrema de los de EE UU
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Este Estado es como una bicicleta con los frenos siempre apretados

¿Cómo se ha metido California en este lío? Algunos analistas dicen: "¡Demasiada democracia!". En la excéntrica versión californiana de la democracia directa, hay todo tipo de gasto público extravagante que se hace bajo mandato de las llamadas iniciativas, propuestas por cualquiera capaz de reunir suficientes firmas y aprobadas por mayoría simple de quienes se molestan en ir a votarlas, mientras que las posibilidades recaudatorias del Estado se ven restringidas por ese mismo método. El ejemplo más famoso fue la Proposición 13, aprobada en 1978, que limitó de manera drástica los impuestos sobre los bienes inmuebles e hizo de California el único Estado de la Unión que requiere una mayoría de dos tercios en la legislatura no sólo para aprobar un presupuesto, sino para aumentar los impuestos.

El alcance de este "presupuesto a través de las urnas" es tan amplio que los legisladores calculan que no controlan más que entre el 7% y el 17% del gasto del Estado. Troy Senik, autor de un nuevo libro sobre los problemas del Estado dorado, dice que los californianos han vivido con la fantasía de que podían pagar impuestos como libertarios y ser subvencionados como socialistas.

Pero no es justo echar toda la culpa al gobierno del pueblo por el pueblo. California demuestra cómo se pueden pervertir esosexperimentos de democracia directa, y que el camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones. Porque este marco de iniciativas y referendos lo establecieron quienes se denominaban a sí mismos progresistas a principios del siglo XX para reducir el poder de los empresarios del ferrocarril y dar el poder a la gente corriente. Cien años después, son los grupos de intereses especiales de hoy, más variados -no sólo multimillonarios y empresas, sino también los poderosos sindicatos de funcionarios públicos, sobre todo los que representan a los maestros y los guardias de prisiones- quienes se aprovechan del sistema en beneficio propio o para promover sus manías. Contratan a gente para recoger firmas sobre la iniciativa que quieren sacar adelante y utilizan la fuerza de la publicidad para ganar votos.

El aspecto supuestamente representativo de la democracia de California tampoco funciona bien. Los distritos electorales se han manipulado de tal forma que la mayoría de los votantes, la mayor parte del tiempo, no tiene elección. En 2004, por ejemplo, había que elegir 153 escaños estatales o federales: ninguno cambió de partido. Como consecuencia, la verdadera competencia política se produce en las primarias demócratas y republicanas, y crea políticos cuyo futuro depende de que sepan hacer el juego a los extremos ideológicos de sus propios partidos. No es extraño que sea imposible conseguir la mayoría de dos tercios, con votos de los dos partidos, que se necesita para aprobar un presupuesto.

Las iniciativas también han enmendado y cambiado la Constitución de California, de la que ahora se dice que es la tercera más larga del mundo, sólo superada por las de India y Alabama. Si la tradición constitucional de Estados Unidos se caracteriza por el sistema de controles y equilibrios, California tiene una maraña de controles y equilibrios digna de Alicia en el país de las maravillas. Asimismo, ha creado una pesadilla burocrática de múltiples organismos y competencias que se superponen y se contradicen. California ha sido el Estado en el que nunca desaparece un organismo, y un auténtico sueño dorado para los lobbies, los grupos de intereses especiales. Hasta que se acabó el oro, claro está.

Tal vez el mayor problema de California es la superabundancia de recursos naturales y humanos de la que disfruta, la suerte que ha tenido con los inmensos contratos que la II Guerra Mundial y la Guerra Fría llevaron a sus industrias, la fortuna de la llegada de innovadores brillantes, dinámicos empresarios y trabajadores industriosos procedentes de la Alemania de Hitler, la lluviosa Gran Bretaña, Vietnam, India, China, México y todos los demás países, que se fueron a vivir allí atraídos por sus innumerables delicias y oportunidades. Un lugar más pobre no habría podido mantener un sistema tan estúpido durante tanto tiempo.

Imagínense una bicicleta con los frenos permanentemente apretados, unas marchas que dificultan en lugar de facilitar la subida por una cuesta y la rueda delantera constantemente torcida; y que cada vez que se lleva al taller, sale peor. Sólo un gigante podría hacer que una bicicleta así siguiera andando. Es lo que ha hecho California durante más de 30 años. Ahora ni siquiera esta sociedad, la más dinámica de todas, puede mantener la bicicleta loca en la carretera. Necesita repararla como es debido o, mejor aún, fabricar una bicicleta nueva.

Los californianos están movilizándose para hacer precisamente eso. Un grupo llamado California Forward [Adelante California] propone reparaciones poco a poco; otro, pese a llamarse Repair California [Arreglemos California], pretende construir una nueva bicicleta. En las próximas dos semanas, está previsto que Repair California anuncie la redacción propuesta para dos iniciativas: una para cambiar la Constitución del Estado con el fin de permitir que el pueblo convoque una convención constituyente, y otra para que el pueblo convoque dicha convención. Según sus sondeos, el 71% de los californianos apoya la idea. Cuando el Fiscal General apruebe el texto, tendrán hasta el próximo mes de abril para obtener 1,6 millones de firmas, cosa que pretenden hacer mediante una organización de voluntarios al estilo de la de Obama. Si todo se desarrolla con arreglo al plan, la gente aprobaría las propuestas coincidiendo con las próximas elecciones para gobernador, en noviembre de 2010, la convención se celebraría en 2011 y el pueblo de California aprobaría una nueva bicicleta reluciente, la nueva Constitución, en noviembre de 2012; que, por si no se habían dado cuenta, es cuando el presidente Barack Obama se presentará a la reelección.

Y éste es el contexto en el que se enmarca todo esto. El filósofo Isaiah Berlin gustaba de citar un dicho que afirma que "los judíos son como todos los demás, sólo que más". Pues bien, los californianos son como todos los demás estadounidenses, sólo que más. Por supuesto, algunas de las dificultades específicas de California son únicas, y los demás Estados, en general, están mejor administrados. Pero, en muchos aspectos, la enfermedad del Estado dorado es una versión extrema e hipertrofiada de los problemas políticos y económicos de todo Estados Unidos a principios del siglo XXI. La estructura de fondo es la misma: una acumulación de cargas estructurales a lo largo de muchas décadas -en sanidad, por ejemplo- que el país, antes, podía soportar gracias a una mezcla de dinamismo económico y las ventajas de su lugar hegemónico en el sistema internacional, pero con las que ya no puede; y una multiplicación de los controles y equilibrios que hace terriblemente difícil aplicar cualquier reforma. Los reformistas lo tienen muy complicado, pero cualquiera que crea que el mundo necesita un Estados Unidos abierto y dinámico debe confiar en que tengan éxito.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos, ocupa la cátedra Isaiah Berlin en St. Antony's College, Oxford, y es profesor titular de la Hoover Institution, Stanford.

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