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Políticas de la memoria

Corren buenos tiempos para la memoria. Un día es la creación de una Asociación para la Recuperación de la Memoria histórica; otro, la noticia de que países que fueron viveros de esclavos, como Suráfrica, piden cuentas a las antiguas metrópolis por su pasado criminal, mientras se produce un goteo constante destinado a abrir brecha en la sólida muralla del olvido: congreso sobre el número de campos de concentración en la posguerra española, propuestas en las Cortes para que se recuerde a los 'esclavos del franquismo', revisión en Argentina de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, comisiones en Francia para investigar los crímenes franceses durante la guerra de Argelia...

Hemos pasado en pocos años de celebrar el olvido a convertirlo en conjuro, como si el mero hecho de evocarle nos liberara de él. Televisión Española volvió a dar en el clavo recientemente con un reportaje sobre excombatientes de la guerra civil: aparecieron los fascistas italianos con sus medallas, sus gestos, sus nostalgias, sus mismas ideas y el lamento de que ahora hasta la misma Iglesia cuestione lo que entonces iba a misa. Y, a continuación, aparecieron supervivientes de las Brigadas Internacionales con la decepción por la derrota aún viva y la conciencia de haber hecho lo que había que hacer. Todo en el mismo plan, aséptico e imparcial, como si el pasado hubiera nivelado la lucha por la libertad y contra ella. ¿Son todas las memorias comparables? ¿Es cierto eso de que el tiempo pone a cada cual en su sitio?

En Auschwitz llama la atención el mimo que han puesto las autoridades polacas en subrayar que eran polacos los que allí murieron. Hacen lo mismo que los soviéticos que convirtieron los campos de concentración en prisiones de luchadores antifascistas. Los polacos no quieren reconocer que las víctimas eran judías -objeto de su propio antisemitismo- y los soviéticos no querían saber nada de un pueblo que murió sin apenas resistencia. El pasado es utilizado como munición para las políticas de los que mandan. Son políticas de la memoria que también practica Televisión Española cuando yuxtapone el pasado de víctimas y verdugos fundidos en un amable retrato de familia.

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La memoria es altamente peligrosa; por eso hay que preguntarse si este vendaval recordador no acabará mojando la pólvora. Habría pues que empezar preguntándonos por qué queremos recordar o, más distanciadamente, por qué se recuerda. Las respuestas son reveladoras. Decimos, en primer lugar, que recordamos para conocer el pasado; frágil respuesta, porque para eso está la historia, que es una ciencia, o casi, que proporciona más conocimiento y más fiable que todas las memorias juntas. La merecida desconfianza que provocan esas apologías llamadas autobiografías dan fe de ello. Otros dirán que recordamos para que la historia no se repita. Ésa es la consigna -de hecho, una frase de Jorge de Santayana- que despide al visitante del campo de Dachau. La frase suena bien, pero si uno repara en ella descubrirá que ahí poco importan las víctimas. Recordamos en beneficio de los vivos, de nosotros, extrayendo de los muertos una última plusvalía. Es un objetivo muy político y escasamente moral.

La memoria moral no es cualquier memoria, sino la que se refiere a las víctimas. La memoria como justicia de las víctimas. Pero ¿qué justicia podemos hacer nosotros hoy a las víctimas de la Guerra Civil, de la conquista de América, de las redadas en África para capturar esclavos? La fuerza de la memoria consiste en abrir expedientes que la historia o el derecho daban por definitivamente cerrados, sea porque había prescrito el crimen, sea porque no había manera de resarcir del mal y habían desaparecido los culpables. La memoria no se arruga ante términos como prescripción, amnistía o insolvencia, pues tiene la mirada puesta en la víctima. Y si hubo una injusticia pasada y no ha sido saldada, la memoria proclama la vigencia de esa injusticia. Ese papel de la memoria fue captado con justeza por García Márquez y el grupo de intelectuales colombianos cuando protestaron por los visados exigidos a sus compatriotas para entrar en la Unión Europea: 'Somos los hijos o los nietos de los esclavos y los siervos injustamente sometidos por España... Explíquenles a sus socios europeos que ustedes tienen con nosotros una obligación y un compromiso históricos a los que no pueden dar la espalda'. Hay que explicar, no sólo a los socios europeos, sino a nosotros mismos, que deudas contraídas hace quinientos años tienen todavía vigencia. Cuando se exhuman los restos de los asesinados por unos pistoleros falangistas en una cuneta de Piedrafita no sólo es para darles digna sepultura, sino que se nos pone delante una brutalidad pasada que compromete a los herederos de los vencedores y de los vencidos.

La memoria no salda la deuda, sólo la hace presente, y ese simple hecho conmociona la existencia de las generacioens posteriores por varias razones. En primer lugar, porque cuestiona nuestro presente, construido sobre el olvido. Europa hizo la experiencia en la II Guerra Mundial de la inhumanidad que pueden generar el nacionalismo étnico, más un mercado sin escrúpulos, más una ideología del progreso que asumía con toda normalidad el coste humano y social de unos para el bienestar de otros. Seguimos en las mismas, aunque hayamos desplazado los efectos perversos al Tercer Mundo o la periferia del nuestro. Nosotros nos podemos engañar con nuestro presente, pero no la memoria de quienes recuerdan lo que esa lógica ha dado de sí. La segunda razón afecta al derecho vigente, que es amnésico. Confunde la justicia con el castigo al culpable, olvidando al sujeto de la injusticia. Hemos progresado mucho, por fortuna, en la garantía de los derechos del presunto culpable, pero no mostramos el mismo celo respecto al sufrimiento de la víctima. La memoria cuestiona ese olvido y recuerda que lo fundamental en la justicia es la injusticia cometida contra alguien de carne y hueso. La memoria rescata finalmente la mirada de la víctima. La realidad tiene muchas perspectivas, pero la víctima tiene la suya propia, que no es la de la historia, ni la de la ciencia, ni la de la sociología. No es una perspectiva más, pues lo que ella ve es el lado oculto de la realidad. No habrá verdad ni conocimiento verdadero si no se tiene en cuenta esa parte de la realidad que no aparece porque ha sido declarada insignificante. Pensemos en las pirámides de Egipto o en las catedrales medievales: son monumentos de cultura para nuestros ojos civilizados; para la memoria, en cambio, lo son también de barbarie, porque recuerda a la legión de esclavos y desheredados que las hicieron posible. Por eso sentencia Adorno 'que dejar hablar al sufrimiento es el principio de toda verdad'. No hay conocimiento de la realidad en su integridad sin la presencia de esa parte dolorosa que es el secreto de la memoria.

Memoria moral es sinónimo de justicia, y el antónimo de olvido es injusticia. La memoria moral no es recordar el pasado, sino reivindicar el sufrimiento oculto como parte de la realidad o, lo que es lo mismo, denunciar toda construcción de presente que ignora la vigencia de una injusticia pasada. Por eso no es lo mismo la memoria de excombatientes fascistas que la de los asesinados en la cuneta de Piedrafita. La memoria de los primeros ya se realizó en el franquismo y sigue vigente en un presente en el que los vencedores de antaño han encontrado una benevolente legitimación; su memoria sólo servirá para reproducir la lógica violenta que les hizo temibles mientras pudieron. La memoria moral capaz de romper esa lógica letal es la de los inocentes que murieron sin razón. Lo que hace moral a esa memoria no es tanto la nobleza de los ideales que tuvieron, que los tenían, sino el hecho de que fueran inocentes. Es su inocencia la que cuestiona cualquier sistema político, aunque sea el de la democracia, si ésta acepta como precio de su éxito el olvido de la injusticia cometida.

Reyes Mate es profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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