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Pompas fúnebres

Julio Llamazares

El cementerio de Novodevichi, en Moscú, es un lugar especial. Quizá extrañe el adjetivo, pero, sinceramente, no encuentro otro más adecuado para definir el lugar en el que reposan, junto a celebridades como Chéjov, Gógol, Maiakowski o Eisenstein, muchos de los grandes hombres del anterior régimen comunista.

El atractivo del cementerio no está tanto, sin embargo, en la inusitada nómina de personajes célebres que alberga entre sus paredes como en la profusión de estatuas que perpetúan su memoria sobre las sepulturas, algunas de gran belleza, incluso de sorprendente e insólito atrevimiento, tanto para el lugar como para la época en la que se hicieron. Y es que, según Tatiana Pigóriova, mi guía en mi visita al cementerio y autora de una Autobiografía de Moscú, los escultores de la época soviética hacían en el cementerio, un lugar fuera del mundo, lo que en cualquier otro espacio público no les habrían permitido, dados los rígidos cánones estéticos del régimen. Así, uno puede descubrir esculturas completamente contemporáneas, ajenas al realismo social soviético, junto a otras de traza muy vanguardista, la mayoría de ellas de gran belleza. Y es que en Novodevichi trabajaron y aún trabajan los mejores artistas rusos de la escultura.

En cualquier caso, lo que más me impresionó del cementerio fue la zona ocupada por los jerarcas del antiguo régimen, todos, salvo Jruschov, de segundo orden, puesto que los presidentes eran enterrados junto a la momia de Lenin, al amparo de la muralla del Kremlim (Jruschov fue desterrado a Novodevichi tras morir en el ostracismo después de ser el único presidente apartado del poder, dualidad que resaltan sobre su lápida los bloques blancos y negros entrelazados que rodean su figura y con los que, según Tatiana, el escultor quiso reflejar "el lado bueno y el lado malo" del personaje). Entre los que le rodean, hay gentes de todas las profesiones, pero sobre todo abundan los militares; todos ellos representados en esculturas con los pechos cubiertos de medallas, como en vida, y con detalles iconográficos alusivos a sus méritos o a su especialidad. Así, los generales de Aviación aparecen con aviones en las manos o sobrevolando el cielo sobre sus severas testas, los de Tierra con carros de combate o cañones de juguete, los de la Marina con submarinos o portaaviones en miniatura y, así, sucesivamente, y lo mismo sucede con los científicos y los artistas. Hay médicos con instrumental de piedra (uno de ellos, el autor del primer trasplante de corazón en la Unión Soviética, exhibe sobre su tumba un corazón de metacrilato rojo), ingenieros con sus realizaciones, poetas oficiales escribiendo en sus cuadernos o con libros en la mano, músicos tocando instrumentos, arquitectos ante reproducciones de sus obras más famosas y, en fin, políticos y funcionarios que continúan mostrando al mundo desde sus tumbas el poder que tuvieron mientras vivieron. Pompas fúnebres que hoy nos resultan ridículas, cuando no directamente naïf (sobre todo viniendo de personas que rechazaban la inmortalidad), y que alcanzan su máxima expresión en las estatuas del inventor de los cohetes de largo alcance Katiuska, que aparece bajo una rampa de lanzamiento de esos inventos o la del diseñador de la nave espacial Soyuz, representado junto a una de ellas que parece a punto de despegar. Ciertamente, el cementerio de Novodevichi parece más un lugar fantástico que un camposanto tradicional.

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Cuando lo visité, además, era otoño y llovía levemente, lo cual le daba al lugar una doble magia: la de las esculturas fúnebres y la de las hojas muertas cayendo sobre las lápidas en metáfora tan vieja como cierta: todo, hasta la vanidad, lo destruye el tiempo. Y, mientras Tatiana y mis acompañantes comentaban aspectos concretos del cementerio, a mí me dio por pensar, a pesar de la distancia geográfica, en lo mucho que me recordaba aquel cementerio a la cultura europea de este momento, tan amiga de las celebraciones; no sólo la del cine o el teatro, tradicionalmente amantes de los reconocimientos públicos, sino otras menos dadas a esas pompas, como la literatura. ¿Cuántos premios no atesora cualquier autor de vulgar talento? ¿Cuántas medallas no exhiben sobre sus hinchados pechos los escritores que alcanzan una cierta edad?

Desde hace ya algún tiempo para acá y sin que se sepan bien las razones, parece como si los escritores y los artistas necesitáramos, además de la recompensa económica por hacer nuestro trabajo, el reconocimiento público, cosa que no sucede en otras actividades; como si la lectura de nuestros libros o la admiración de nuestras obras no bastaran para satisfacernos. Es por eso que nuestra sociedad ha ido creando premio tras premio, todos ellos destinados a engordar la vanidad de sus creadores, que, a lo que parece, nunca se satisface del todo, ya que enseguida se crean nuevos premios que engrosan la nómina ya existente y a los que aquéllos optan como si fueran unas oposiciones, en lugar de un reconocimiento gratuito. El resultado es una sociedad que, más que contemplar el trabajo de sus artistas desde lejos, animando aquél con su aceptación o desanimándolo con su rechazo, interfiere en el proceso creador directamente, y un mundo artístico y literario más pendientes del escalafón de premios que del trabajo paciente, callado y escrupuloso.

Alguien podrá decir que a nadie le amarga un dulce y que a ningún artista le molestará que la sociedad para la que crea le reconozca su talento y su esfuerzo personal y es cierto, pero no es menos verdad que se ha llegado a un punto en el que la profusión de premios, medallas y reconocimientos es tan exagerada que su propia abundancia niega su razón de ser. Y, al mismo tiempo, tampoco es menos verdad que éstos no siempre son el fruto del esfuerzo y el trabajo personal de los artistas, sino de su capacidad para merecerlos. Ejemplos hay para las dos cosas, algunos muy significativos.

El problema, sin embargo, no es que la sociedad quiera premiar a sus creadores cuanto que éstos se crean esos halagos. Que la sociedad les premie entra dentro de la lógica de un mundo que necesita convertir todo en un espectáculo, pero que el que recibe el premio lo muestre como un trofeo no indica más que su vanidad, cuando no su inseguridad en la propia obra. Cuando eso ocurre, que es lo habitual, uno no puede menos que recordar a todos esos artistas que murieron sin recibir un solo reconocimiento o a aquellos que, recibiéndolos, los tomaron como lo que verdaderamente son: regalos no deseados que cayeron sobre ellos como la lluvia cae sobre las estatuas. Y también a todos aquellos, artistas o militares, políticos o eclesiásticos, periodistas o filósofos, que en vida fueron tan importantes como para que les inmortalizaran en piedra o en bronce en efigies que ahora roen las palomas, como las de las sepulturas de Novodevichi. Y es que ya lo dijo Camba, nuestro gallego más descreído: todas las pompas son fúnebres.

Julio Llamazares es escritor.

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