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Posnacionalismo

Juan José Solozábal

No me sorprende el despiste que algunos nacionalistas muestran al calibrar los resultados del 9-M. No mucho tiempo antes creían ver en el desastre de Kosovo un modelo o al menos algo de lo que podía sacarse una lección positiva. Ahora creen que sus problemas son debidos a la bipolarización electoral o a la voluntad de evitar el estropicio de la llegada de los populares al poder. Todo menos aceptar la realidad, reconociendo que han llegado a su tope electoral.

Ocurre que la marea nacionalista ha llegado a la pleamar; lo que queda ya es bajada, descenso y mengua. Puede parecerles injusto a los partidos nacionalistas. No son sólo un elemento típico de nuestro sistema político, aunque resultarían un poco extraños o algo no muy común en Estados descentralizados, en los que la federación también alcanza a los partidos. Además de eso, su contribución en España ha sido decisiva en la construcción del Estado autonómico. Sin su presencia y exigencias no habríamos tenido una descentralización seria. Sus demandas han servido, en muy buena medida, de inspiración para las fuerzas que han conseguido el poder en los diferentes espacios autonómicos. Además, su misma ejecutoria en el gobierno propio no deja de ser considerable.

El nacionalismo ha llegado a su tope electoral y su crisis es de alcance estructural
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¿Entonces por qué el batacazo electoral? La crisis del nacionalismo, que es verdaderamente de alcance estructural, tiene que ver con la dificultad del mismo, en cuanto ideología fuerte, para ocupar escenarios que no son de tensión o de peligro en los que, como es sabido, se mueve perfectamente. Ocurre que los actuales no son tiempos recios en los que la identidad o las perspectivas del propio grupo estén en peligro, pues en realidad no están ni siquiera cuestionadas.

La rutina es bien difícil para el nacionalismo que parece ideado para la agonía y la excepción. Pero es poco creíble construirse un enemigo con el Estado constitucional, que asume entre sus valores el pluralismo y la descentralización, y que reputa como un ataque a sí mismo el cuestionamiento de la autonomía de sus integrantes.

A los nacionalistas ha debido de parecerles inconcebible la disposición de bastantes votantes vascos a cambiar su voto y mudarse a otro campamento distinto del habitual. Sin embargo, el tensionamiento, la exageración, la solicitud de la excepción o el privilegio no gustan en una sociedad cuya cultura cada vez es más secular, que no necesita planteamientos salvíficos, que se orienta por el pragmatismo y que, asegurado el mantenimiento de lo peculiar, asume la racionalidad y las ventajas de la igualdad compartida.

La debilidad de la posición nacionalista se pone de manifiesto de modo muy importante en el enfrentamiento institucional con el Estado, de manera que su doble juego queda en evidencia. Aquí se produce una situación bien curiosa. El Estado ofrece un modelo cerrado, con un equipamiento constitucional impecable, un orden de poderes y competencias establecido, y una maquinaria a pleno funcionamiento, garantizada por un sistema judicial sumamente eficaz. El modelo nacionalista en cambio aparece aquejado por la contradicción y la precariedad. Su inserción en el todo constitucional es indudable, pero al tiempo esgrime una superioridad de las instituciones territoriales sin apoyo normativo explícito y dependientes de una eventual decisión democrática, que no tiene, ni puede tenerla, base constitucional y que aparece teñida de un plebiscitarismo caudillista difícilmente asumible en un sistema democrático.

Desde un punto de vista democrático, la resistencia de una institución territorial como es el Parlamento vasco al cumplimiento de una sentencia judicial, es bastante patética, como resulta francamente inaceptable el empecinamiento de quien es el máximo representante ordinario del Estado en esa comunidad en llevar a cabo un acto que hasta el más vago de la clase sabe que es perfectamente antijurídico. Esta pugna no puede resolverse en el sistema constitucional sino a favor del Estado. Lo saben todos, y por supuesto los votantes, que no se sienten en un sistema arbitrario sino en un orden de derecho.

El resultado del 9-M tiene que ver también con la comprensión electoral de los términos en que se ha verificado la lucha antiterrorista. Siento mucho decir que la sangría del terrorismo ha causado y causará estragos electorales al nacionalismo. El terrorismo ha sido un factor decisivo en el sistema político vasco y el nacionalismo no ha reaccionado frente a él con la decisión, la profundidad y rapidez con que hubiese sido deseable. Cuando se han dado pasos en la buena dirección la reacción ha acabado imponiéndose. Lizarra vino después del momento de Ermua. Imaz desafortunadamente ha sido un paréntesis. Nuevamente es necesario decir, como lo hiciera el lehendakari Ardanza, que no son sólo los medios lo que separa al nacionalismo democrático del violento.

El proceso de paz quizás no se ha hecho bien, aunque esto no queda probado por su fracaso. Pero el electorado vasco ha comprendido perfectamente que debió intentarse y, desde este punto de vista, la firmeza queda justificada cuando la mano tendida ha sido rechazada. En este sentido, en punto a coherencia y determinación, es abismal la distancia entre Rodríguez Zapatero e Ibarretxe. Y sobre este dilema también se pronunció el electorado vasco, aunque no se le preguntase explícitamente sobre el mismo.

Juan José Solozábal es catedrático de Derecho Constitucional de la UAM

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