Prenósticas y abusiones (De Juan de Mena a Erle Stanley Gardner)
Juan de Mena, en su Laberinto de Fortuna, nos cuenta el episodio de la derrota y la muerte del conde de Niebla en lo que hoy llamaríamos una operación anfibia contra Gibraltar, entonces en poder del Reino de Granada, hecho ocurrido en 1436. Organizada ya la expedición, el maestre de la flota -supersticioso como todo marinero- conmina al conde a aplazar para otra fecha la partida, apelando a las múltiples señales infaustas observadas, como agüeros adversos que preanuncian el fracaso de la empresa. Pero el conde es ya un alma del Renacimiento, que ha dejado de creer en 'abusiones" (sic, como abusos y con el sentido de supersticiones), y a la serie de agüeros del maestre contrapone otra serie de las que él mismo designa y considera como "veras prenósticas", pronósticos veraces, o sea, indicios meteorológicos racionalmente acreditados y fiables, para concluir negándose a todo aplazamiento con la siguiente arenga y orden de partida: "¡Desplega las velas, pues ya ¿qué tardamos? /e los de los bancos levanten los reinos; /a vueltas del viento mejor que perdemos, /non los agüeros, los fechos sigamos!".La consigna del conde de Niebla: "Non los agüeros, los fechos sigamos", es ya, de por sí sola, todo un manifiesto del racionalismo renacentista. Para la mentalidad de nuestros días, nada más fácil ni nada que le salga más barato que prestar una entusiástica aquiescencia al mero aspecto verbal de esta proclama; pero tampoco nada más superficial, pues un aplauso semejante salva olímpicamente una tremenda diferencia histórica. Trataré de ponerla de relieve yuxtaponiendo y contrastando la proclama del conde de Niebla con la declaración que un autor del siglo XX, Erle Stanley Gardner, pone en boca de la heroína de una de sus novelas (Los cuervos no saben contar), una muchacha pedagógicamente presentada como ejemplo de conducta y modelo de joven a imitar: "Claro que hay veces en que una querría que las cosas fuesen de otro modo. Pero los hechos son así; y si uno ha de abrirse camino en la vida, ha de aprender a respetar los hechos. ¡Hay tanta gente por la vida intentando engañarse! Procuro acostumbrarme a no discutir con los hechos".
¡Cómo han cambiado los tiempos! ¡Cómo se han vuelto las tomas! Mientras en el personaje de Juan de Mena la apelación a los hechos comportaba un desafío al destino, una arrogante y arrojada incitación a quebrantar las cadenas de la inercia y la fatalidad, y, en fin, una voluntad insumisa, en cambio, en la encantadora muchacha realista de Erle Stanley Gardner la sumisión a los hechos como son se constituye precisamente en el tributo exigido por condición del éxito. La acción ya no llega a ser configurada sobre el manejo y el dominio de los hechos, sino que se adecua a su acatamiento. Los hechos son apelados hoy como una llamada al orden, admoniciones de prudencia y sumisión; se han alzado en tabúes cuya presión se ha hecho al cabo equivalente a la que antaño ejercían los agüeros, pues ya no acuden a incitar y concitar el designio y el empeño, sino a delimitarlos e inhibirlos.
Mientras en la clara consigna y arenga del conde de Niebla, "Non los agüeros, los fechos sigamos", los hechos, como lo racionalmente ordenado y por ende cognoscible, eran lo único a que había que atenerse, pero entendido a la vez en cuanto aquello con lo que era posible y necesario y suficiente contar para la acción y en cuanto aquello contra lo cual la acción había de proyectarse (quedando los agüeros como lo numinoso, irracional e incognoscible, que el hombre autónomo de mente y voluntad debía despreciar y desafiar como "abusiones"), en cambio, para la joven heroína de Erle Stanley Gardner ya no se tratará de obrar con hechos y sobre los hechos, sino de "no discutir con ellos", de conformarse a ellos, esto es, de actuar según los hechos como lo indiscutiblemente dado, al modo en que se sigue un texto prefijado o se ejecutan. punto por punto, escrupulosamente, las, prescripciones de un ritual, bajo el ciego temor de que quien se atreviere a transgredirlas podría incurrir en los furores de la Divinidad. Así pues, se diría que hoy son los propios hechos los que intentan y logran verse envueltos y amparados tras aquella misma oscuridad numinosa y ominosa que en otro tiempo escudaba justamente a los agüeros. Los hechos son los que hoy parecen exigir para sí mismos el tipo de sumisión y acatamiento que para sí reclamaban antaño los agüeros. Pero el rasgo más propio del acatamiento es la ciega y gratuita incondicionalidad; la incondicionalidad rescinde toda exigencia de conexión empíricamente transitable y, por ende, de transparencia racional. Tal cambio del valor y del sentido de los hechos, que han dejado, literalmente, de ser "veras prenósticas", para trocarse en "abusiones" -haciendo hoy el papel de auténticos agüeros-, es tal vez la expresión más elocuente de la regresión sufrida por el racionalismo desde su amanecer renacentista hasta su actual situación crepuscular.
Un espléndido artículo de Rafael Argullol, titulado Senilidad y publicado en estas mismas páginas el 14 de noviembre de 1984, empezaba con estas palabras: "Es característico de la vejez espiritual refugiarse en lo inevitable". A ellas quiero agarrarme para representar como un envejecimiento del espíritu el. proceso de degeneración de la racionalidad que media entre la actitud ante los hechos del personaje de Juan de Mena y la del personaje de Erle Stanley Gardner. Si la senilidad busca el refugio de lo inevitable, su amor y sus deseos se volverán hacia una realidad, unos procesos y unos hechos que le ofrezcan las garantías de lo inconmovible, de lo irreversible, de lo ineluctable y así seguidamente con toda la larga ristra de adjetivos que empiezan en in y terminan en ble. Empecinado en que las cosas sean objetivamente así, propenderá a forzar su concepción y sus representaciones con arreglo a la convicción que necesita. Tal esfuerzo comporta lo que suele llamarse una actitud ideológica, con las operaciones mentales consiguientes. Indicios de éstas pueden incluso objetivamente registrarse en ciertos tics del habla cotidiana.
La aparición de un estereotipo lingüístico literalmente acuñado (por ejemplo, "alguna solución tendrá que haber", fórmula que recurre siempre con estas mismas, exactas palabras) suele ser -no me atrevo a decir que haya de serlo necesariamente siempre- indicio de una motivación ideológica en su recurrencia. Dos muletillas literales, prácticamente sinónimas, cada día más frecuentes son: "querámoslo o no" y "nos guste o no nos guste". Ambos estereotipos surgen siempre antepuestos a afirmaciones que por su propia modalidad y contenido ya están configuradas como asertos de hecho. Mas si los hechos habrían de ser, ya por definición, precisamente aquello que ni se plega al querer o no querer ni se conforma al gusto o al disgusto, ¿qué podría motivar en el que habla la necesidad de encarecemos una tal condición definitoria? Creo que esa motivación no es otra que el empeño en sofocar in nuce toda inconsciente o semiinconsciente duda sobre la facticidad de lo afirmado; necesitando la seguridad de que ello sea de hecho ineluctablemente así, se adelanta a defenderlo contra cualquier posible impugnación o insumisión por parte de terceros. Se convierte, así pues, en defensor o en cómplice de tal facticidad. Pero ¿no se hace sospechosa por sí misma una facticidad que necesita ser de tal modo defendida? Tanto más sospechosa, por cuanto en tal defensa
Prenósticas y abusiones (DE Juan de Mena a Erle Stanley Gardner)
previa a todo ataque suena también una ominosa admonición contra aquel que no se doblegue enteramente a aceptarla sin más como facticidad. La presuntamente objetiva facticidad adquiere así, por voz de la veladamente amenazadora insinuación de sus agentes, cierto color de voluntad de un hado al que sería insensato y hasta impío tratar de desafiar; ese hado me parece que no es otro que la hoy numinizada realidad. Y acaso cuadre bien en este punto la acertada expresión ideología de la realidad, que Argullol introduce en el artículo citado, con la siguiente frase: "Se afirma así -tan vieja y tan paradójicamente nueva- una totalizadora ideología de la realidad, cuya versión cotidiana son las ahora tan prestigiadas actitudes realistas, y frente a la cual cualquier desviacionismo es sólo locura".Más allá de los tics o muletillas, la jerga de esta ideología de la realidad se compone a menudo de expresiones formalmente redundantes: that is that, "las cosas son como son" o "los hechos son los hechos", que sería equivocado, sin embargo, desdeñar como tautologías inofensivas; la redundancia de remitir de tal manera los hechos a sí mismos encierra la intención deliberada de privilegiarlos con el estatuto jerárquico supremo de fallo inapelable, o sea, de excluir otra cualquier instancia superior ante la cual cupiere apelar de ellos, cualquier otro posible tribunal ante el que, a su vez, los hechos se viesen atenidos a tener que dar razón de sí.
Pero donde más se muestra la extremada agudeza del instinto ideológico de Stanley Gardner -y con él, del hondísimo conformismo americano- es en la decisión argumental de eliminar cualquier posible conexión racional o transparencia empírica en la relación causal ente conducta y éxito. El éxito final de la heroína no llegará como un efecto naturalmente consecuente de su respeto por los hechos, sino como una inopinada determinación del Hado: cerca del fin de la novela se viene a descubrir que la ejemplar muchacha es la ignorada pero legítima heredera de una riquísima fortuna. La intervención de este deus ex machina, que, en la relación entre conducta y éxito, viene a sustituir el nexo empírico de causa-efecto por el nexo axiológico de mérito-recompensa, ejerce la función, ideológicamente indispensable, de permitir la transfiguración moral del respeto por los hechos, su conversión en un imperativo ético absoluto. La inconmovilidad y la bondad de el-mundo-tal-como-es han de quedar enteramente a salvo de entredichos y han de ser puestas fuera del alcance de cualquier súbita clarividencia cínica. En efecto, si el éxito final apareciese como una consecuencia racionalmente esperable y explicable de la sensatez de la muchacha, una mirada cínica podría ver su conducta como lo que es; se correría el peligro de dejar demasiado en evidencia el miserable cálculo que puede apoyar tan pío acatamiento de la ley del mundo, el sórdido egoísmo que podría dar razón de tal sagesse. Derivándose, en cambio, el happy end no como un resultado, sino como un premio, respecto de la actitud de la heroína, podrá ésta verse libre de sospechas y aureolada por resplandores de virtud. Solamente premiado por secreto designio de los dioses, el respeto a los-hechos-como-son resulta encarecido como una virtud intrínsecamente meritoria; lo que implica, a su vez, encarecer los hechos mismos como cosas intrínsecamente respetables.
No hay promesa de premio a la que no se corresponda amenaza de castigo; y si la admonición que nos prescribe el acatamiento de los hechos comporta una amenaza, los hechos tienen ya todo el carácter de signos ominosos que ha definido siempre a los agüeros. Señales, pues, de poderes numinosos, inescrutables al par que ineluctables, enteramente fuera del alcance de nuestro entendimiento y nuestras manos, a los que no hay más opción que someterse. La realidad y la facticidad quieren, por tanto, sernos despachadas como Fatalidad y como Destino, contra los que sería temeridad, locura y aun pecado tratar de sustraerse o sublevarse. Ante lo cual, uno se siente tentado a preguntar: cui prodest?, ¿a quién beneficia el afán de imponer la realidad como Fatalidad y la facticidad como Destino? Permítaseme repetir el aforismo que ya escribí en otro lugar y a otro respecto: la leal recomendación "ajústate a los hechos" conlleva siempre, deslealmente embozadó, el mensaje subliminar "doblégate al más fuerte". La mera conveniencia del conocimiento de hecho de las fuerzas adversas, taimadamente enfatizada e impuesta como un principio ético, se convierte sin más en reconocimiento de derecho de la fuerza misma. La diferencia entre conocimiento de hecho y reconocimiento de derecho puede expresar tal vez muy cabalmente la regresión que media entre la concepción y el uso de los hechos como "veras prenósticas" y su petrificación como "abusiones". Así, las hoscas y cerradas amonestaciones sobre la testarudez de los hechos, la irreversibilidad de los procesos, lo inconmovible de la realidad, reiterativas hasta lo fastidioso, se me van antojando cada vez más sospechosas de constituir realmente, bajo el siempre tan prestigioso barnizado de la racionalidad y la objetividad, el caballo de Troya con que la fuerza y el poder intentan expugnar los últimos reductos de la ciudadela del espíritu.
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