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Putin ante la revolución permanente

La victoria de Yúshenko señala una fecha crucial en el destino de Europa. La batalla de Kiev ha puesto las cosas en su sitio.

Atrapados por el enésimo espejismo ruso, demasiados, entre nosotros, se permitieron el lujo de imaginar una Rusia irrevocablemente encaminada en la buena dirección. Flotaban en su nube. Había que ver cómo cortejaban a Vladímir Putin: desde los dirigentes partidarios de la intervención en Irak -Berlusconi y Tony Blair- hasta los adversarios más irreductibles, Jacques Chirac y Gerhard Schröder, todos se disputaban el privilegio de invitar al presidente ruso a sus villas, se reunían en San Petersburgo, iban a Moscú para elogiar, sin la menor ironía, al nuevo cantor de la democracia, encaramado sobre su montaña de cadáveres chechenos.

La rebelión ucrania debería poner sobre aviso a los que no se hayan enterado. Putin no ha moderado ni sus iniciativas ni su lengua. Intervino sin pudor en los asuntos de un Estado de cuya independencia se olvidó. Sus aliados, los mafiosos locales, gobernaban mediante la mentira de Estado, la intimidación y la manipulación de las urnas, sin perjuicio de liquidar a periodistas y rivales, en caso necesario, a cuchilladas y con veneno. Vladímir Vladimirovich no oculta un deseo feroz de restablecer su "zona de influencia", al menos en la dimensión imperial de un "bloque eslavo". No disimula su desprecio por las normas elementales de la equidad electoral. Ignora el carácter universal de los derechos humanos; según este gran demócrata, los que los invocan son los más colonialistas de todos. Cuando la resistencia ucrania le pilló desprevenido, la emprendió -al estilo soviético- a críticas contra la "conspiración" atlantista. ¿Hay que tomar sus repentes antiamericanos y antieuropeos al pie de la letra? No más al pie de la letra que sus anteriores profesiones de fe "liberal". Putin pertenece a una nomenklatura que, después de 70 años de comunismo y 10 de rapiña poscomunista, ya no cree en nada: a los hombres de los antiguos "servicios" soviéticos les importa poco la verdad. Para ellos, las palabras se pueden plegar a voluntad. No hay que convencer, sino vencer. Todos los medios, sean manipulaciones electorales en Ucrania o bombardeos indiscriminados en el Cáucaso, valen para conservar el poder y, si es posible, extenderlo. Y todos los fracasos son achacables a la malevolencia de los otros, no a su propia ceguera.

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Ante la prensa internacional, Vladímir Putin denuncia la "revolución permanente" y sus "peligrosos desórdenes". Critica a la calle que derrocó a Milosevic en Belgrado y las revoluciones rosas y naranjas que barrieron a los fantoches pos-soviéticos en Georgia y Ucrania. Está hablando, sin darse cuenta, de un fenómeno de lo más respetable, un levantamiento prolongado que comenzó en Poznan y Budapest ya en 1955-1956 y prosiguió con la disidencia rusa de los años sesenta, Praga 68, la lucha de Solidarnosc en los años ochenta, la caída del muro de Berlín y la lenta y dolorosa democratización de Europa central. El Kremlin no aprecia estas sucesivas insurrecciones de la libertad. "Revolución permanente", el término utilizado por Putin, indica la incapacidad de los líderes moscovitas de renovar su vocabulario y su falta de concepto (Gorbachov fue la excepción). Las revoluciones antitotalitarias no tienen nada que ver con Trotski, como prueban las ruinas del trotskismo en la actualidad, desperdigadas en las facultades occidentales y constantemente movilizadas contra Bush pero jamás contra las atrocidades rusas en Chechenia.

Tras la caída del muro de Berlín, los países que salían del comunismo entraron en la Historia después de haber escogido la libertad, y se encontraron con que tenían, no uno, sino dos futuros posibles. Occidente sólo comprendió esa alternativa con retraso y a regañadientes. Después de 1989 hay dos líneas separadas. Por una parte, la que simbolizan Walesa y Vaclav Havel. Por otra, la encarnada por Milosevic. La revolución de terciopelo, en Checoslovaquia, coloca en el poder a disidentes, una opción profundamente democrática que no es fácil. Es incluso muy complicada, puesto que se enfrenta a la miseria y la corrupción. Pero Havel tiene su plan muy claro y meditado: la libertad es lo más importante. Como consecuencia, Eslovaquia y la República Checa logran separarse sin que haya guerras y las dos se integran, llegado el momento, en la Unión Europea. Por el contrario, la opción de Slobodan Milosevic presagia la alianza de los aparatos represivos; la ideología comunista ha quedado atrás, pero las técnicas y los métodos de coacción permanecen. El resultado: guerras y limpiezas étnicas.

Todos los países de la antigua Unión Soviética han vivido la misma alternativa. Para desgracia de los bielorrusos, su país es un ejemplo de la peor opción: una dictadura criptocomunista de estilo fascista. En Ucrania, la dirección emprendida es la opuesta, en favor de la democracia. Pero Rusia no se define. ¿Será posible que a Putin le parezca más aceptable Milosevic que Havel o Yúshenko?

Nuestras clases dirigentes se equivocan si se obstinan en creer que Rusia, después de enterrar su comunismo, se encamina forzosamente, sin desvíos, hacia la felicidad occidental.

Un razonamiento tan simplista sólo puede apoyarse en una aberración ideológica. Debido a un prejuicio directamente heredado del siglo XIX, creemos que sólo existen dos sistemas posibles: un sistema liberal, abierto y tolerante, o un sistema colectivista y monolítico. De ahí nace la convicción de que la economía de mercado engendra directamente la democracia: un determinismo virtuoso que el siglo XX desmintió sin cesar. Basta con acordarse de que, en 1930, Alemania poseía una economía de mercado mucho más desarrollada que la Rusia de hoy. Sin embargo, la base capitalista de la economía alemana no impidió que ascendiera el nazismo. La Alemania hitleriana demostró que un Estado podía estar perfectamente dotado, al mismo tiempo, de estructuras políticas y militares de tipo autoritario o totalitario, y estructuras económicas capitalistas.

Cuando la población rusa vota por Putin está pidiendo un "déspota ilustrado". Pero el hombre que ocupa el Kremlin no satisface esa demanda. ¿Déspota? Sí. ¿"Ilustrado"? Lo du

-do. El atributo "ilustrado" califica positivamente a una persona que está al corriente y a la altura de los riesgos y las dificultades de la situación.

Con su alergia a la libertad de prensa, su indiferencia ante la miseria y sus rebeliones, su escaso respeto por la dignidad de los pobres -o los jubilados-, su descarado tratamiento de las leyes y el derecho -véase el caso Yukos-, su parálisis en las catástrofes -véase el Kursk- es evidente que el hombre no aprendió nada de sus lecciones en el KGB. "Cuando se ha sido chequista, se es chequista siempre", dice. En el Cáucaso tiene un historial de bombero pirómano. Hace cinco años que lleva a cabo una guerra que ha logrado acabar, oficialmente, con mil o dos mil terroristas... ¡Vaya fracaso!

A Putin, maestro de la chulería, le encanta que le comparen con Charles de Gaulle, que, cuando llevaba cinco años en el poder, terminó con la guerra de Argelia, mucho más intensa. Putin, incluso aunque quisiera, parece incapaz de imponer hasta una negociación de paz a su propio Ejército. Y es difícil considerar "ilustrado" a un jefe de Estado que, a finales de 2004, al sobrevolar las ruinas de Grozni en helicóptero, contempló su labor de destrucción total y exclamó: "¡Pero esto es espantoso!". ¿Es que no había visto la destrucción que conocía cualquier telespectador? Si lo dijo con sinceridad, entonces es un incompetente. Si hablaba en broma, es un payaso sangriento que no tiene ninguna gracia. Segunda potencia nuclear del planeta, segunda vendedora de armas mundial, segunda reserva energética del globo, la Rusia que Putin nos anuncia, en nuestras propias fronteras, es una bomba de efecto retardado. Frente a su gigantesco vecino, los ucranios están dando a los europeos una lección de valor, un ejemplo de lucidez y un ardor que nos faltan a muchos de nosotros.

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