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¿Quién teme a la nación?

La reacción del Tribunal Constitucional (TC) ante el posible carácter nacional de Cataluña no revela sino la inseguridad en sí misma que tiene la nación española, que no ha alcanzado nunca la fuerza suficiente para asimilar completamente a aquellos territorios que han conservado una lengua propia y en los que ha habido demandas de autogobierno desde hace mucho tiempo. Solo por debilidad, o por inseguridad, se entiende el tono categórico con el que despacha el asunto el TC.

Se trata, me parece, de la misma inseguridad que manifiesta el Gobierno español cuando no reconoce al nuevo Estado de Kosovo, en la línea que ha apuntado José Ignacio Torreblanca en varias ocasiones en este periódico. Nuestro Gobierno no se ha dado por enterado de la declaración de independencia de Kosovo, alineándose así con socios tan admirables como Rusia, China y Serbia. Este Gobierno no presta atención a las circunstancias en las que se produjo la secesión: tras una guerra con Serbia y con un apoyo masivo de los propios kosovares. También le ha dado igual que Kosovo haya sido reconocido por Estados Unidos y los principales países de la UE. Puesto que la secesión parecía jurídicamente imposible, Kosovo no existe.

El mamotreto del TC expresa los complejos de la nación española y sus problemas para asumir su diversidad
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No pasaría nada si se admitiera que la nación española engloba a otras

La actitud del PP de Aznar ante el plan Ibarretxe no fue muy distinta: el Gobierno se negó a discutir el plan en el Parlamento y llegó a promover una modificación del Código Penal para castigar con hasta cinco años de cárcel a los convocantes de un referéndum ilegal. Tras la victoria del PSOE, aquella modificación, menos mal, no prosperó; y se le dio la oportunidad a Ibarretxe de defender su plan en el Parlamento, sin que crujieran por ello las junturas del Estado.

Son tres casos de reacción exagerada y contraproducente, fruto de un miedo un tanto irracional a que se ponga sobre la mesa la cuestión de la unidad de España. En la sentencia-mamotreto sobre el Estatuto catalán (más de 800 páginas, un fárrago genuinamente español), se utiliza un lenguaje campanudo y anacrónico para desestimar cualquier posibilidad de que se entienda que Cataluña es una nación en el seno de España.

Recuérdese que todo lo que decía el preámbulo del Estatuto es que "el Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación". Para no herir susceptibilidades, a continuación se aclaraba que en nuestro ordenamiento constitucional, Cataluña aparece como una "nacionalidad".

Pues bien, ante una afirmación descriptiva tan escasamente controvertible, que no figura ni siquiera en el articulado, el TC ha sacado la artillería pesada. La doctrina se despliega a través del siguiente razonamiento. La unidad

de la patria es indisoluble. Esa unidad se funda en el titular de la soberanía nacional, el pueblo español que configura la Nación. De ahí que la Nación española se escriba con mayúscula, mientras que la nación catalana se hace con minúscula: únicamente la primera es soberana. Por tanto, la ciudadanía catalana es solo una especie del género "ciudadanía española", al que no puede (agárrense) "ontológicamente contradecir". En conclusión, "la Constitución no conoce otra que la Nación española".

¿Qué es Cataluña entonces? Formalmente, una "nacionalidad", concepto volador no identificado que solo "conoce" nuestra Constitución, pues ni fuera de la Constitución ni fuera de España se utiliza término tan extraño para designar a la cosa territorial. Con ello queda a salvo la soberanía del pueblo español.

El TC, en un ejercicio de magnanimidad, reconoce, no obstante, que "nación" es un término "extraordinariamente proteico". Y admite asimismo que si los catalanes se quieren sentir nación, pueden hacerlo como "expresión de una idea perfectamente legítima" en un orden democrático. Pero los catalanes se equivocan si quieren hacérselo saber a la Constitución. La Constitución no quiere oír hablar del asunto. A la Constitución le resbala lo que piensen de sí mismos los catalanes, pues la Constitución solo se interesa por las naciones (atención) "jurídico-constitucionales" y la catalana no tiene esa categoría.

Esta separación entre los dos tipos de naciones es, sin embargo, un tanto artificial. Aunque el TC afirme enfáticamente que solo entiende de naciones "jurídico-constitucionales" (las que se escriben con mayúscula, como la española), en la práctica no puede dejar de admitir la existencia de una nación con minúscula. Así, cuando en el artículo 2 de nuestra Constitución se dice que esta se fundamenta en la nación española, dicha nación no es solamente el ente jurídico-constitucional que crea la Constitución, pues en tal caso no podría ser fundamento de la propia Constitución, sino que es una nación realmente existente, una nación determinada por parámetros históricos, políticos y culturales además de jurídicos.

No se entiende que el TC establezca una separación tan tajante y tan artificial entre la realidad social y la esfera jurídica, pretendiendo la total autonomía de esta con respecto a aquella. Es obvio que no pasaría nada si se acabara admitiendo que la nación española con minúscula engloba a otras naciones con minúscula como la vasca o la catalana, por lo que España es un país plurinacional, un país que debería organizarse políticamente de acuerdo con esa constatación.

Tampoco se entiende que el TC se refugie en una abstracción metafísica como la de la soberanía indivisible de la nación. Resulta extraño que el TC no admita que la soberanía puede ser parcial y compartida. ¿De verdad cabe seguir manteniendo la ficción de la soberanía nacional cuando España pertenece a la Unión Europea? ¿Por qué el TC no ha objetado nunca que la Nación española comparta su soberanía con otras Naciones de los Estados de la UE y en cambio reacciona de forma virulenta cuando se plantea una soberanía compartida dentro de España?

A estas alturas, solo desde una concepción dogmática e idealista del derecho puede defenderse el carácter monolítico y unitario de la Nación. Detrás de ese dogmatismo late un temor profundo a que el reconocimiento nacional de Cataluña pueda suscitar dudas sobre la unidad de España. Sin embargo, el hecho de que la ciudadanía de un territorio constituya una nación no implica que dicha nación se pueda transformar en un Estado propio. En el mundo hay muchas naciones sin Estado y muchos Estados plurinacionales. Y si algún día, por las razones que sean, una mayoría abrumadora de vascos y catalanes quisieran separarse de España, de poco serviría para evitar la secesión alegar que la Constitución no les reconoce soberanía.

Si en lugar de mantenerse en el plano del derecho-ficción, el TC hubiese avanzado hacia una interpretación de España como país plurinacional, en la línea que apuntaba el Estatuto en su preámbulo, se habría dado un paso importante para reconciliar la estructura jurídica del Estado con la realidad española.

Mientras no se reconozca hasta sus últimas consecuencias la pluralidad nacional de España y no se instituyan procedimientos razonables para canalizar las demandas nacionalistas, incluyendo la posible demanda de secesión, la cuestión territorial seguirá pendiendo sobre nosotros. Si no se avanza en esta dirección es porque la nación española sigue siendo una nación llena de inseguridades que no se atreve a asumir la diversidad nacional que, para bien o para mal, tiene en su seno.

Ignacio Sánchez-Cuenca, profesor de Sociología en la Universidad Complutense, es autor de Más democracia, menos liberalismo (Katz).

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