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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La huelga y Reagan

EL CONFLICTO entre el presidente Reagan y los controladores aéreos en huelga en Estados Unidos puede tener consecuencias graves. Reagan no sólo continúa el espíritu del capitalismo conservador, que ha procurado siempre restringir y limitar el derecho de huelga (por la vía de cualquiera de los dos partidos que se turnan en el poder) y lo tiñe con su especial estilo de rudeza e intransigencia, sino que esta vez tiene la convicción de que la opinión pública va a estar a su lado. Hay ciertos cuerpos que, teniendo razones o motivos para considerarse insatisfechos con las condiciones de su trabajo, no consiguen nunca ser considerados como víctimas, porque esos salarios, horarios y tensiones que ellos denuncian como insuficientes parecen privilegiados a otros sectores laborales; pero además existe en la sociedad la noción de su propio perjuicio. Las autoridades que forman el grueso patronal ahondan siempre en este perjuicio Colectivo; en este caso, las compañías aéreas, los técnicos del Estado y los grupos de capital afines explican que el problema no es sólo el de las perturbaciones actuales en el tránsito aéreo, sino en el futuro: las anormalidades pueden durar años. Es evidente que el sentido de las huelgas ha cambiado mucho desde los tiempos de Roller o de Georges Sorel; como ha cambiado mucho la composición de las sociedades. Las huelgas partían desde la desesperación proletaria, que se lanzaba a ellas desde un sufrimiento aceptado (desde la suspensión de salarios hasta los muertos, heridos y encarcelados por la represión, pasando por los riesgos del lock-out y del despido individual o colectivo) para salir de una situación insoportable. Iban dirigidas contra los patronos y los gobiernos patronales y alcanzaban a las clases superiores de la sociedad. Es incontrovertible el hecho de que la inmensa mayoría de las ventajas sociales conseguidas en el último siglo por las clases obreras ha sido arrancada por las huelgas. Esas mismas ventajas sociales han llegado, en el mundo occidental, a una nueva mezcla social en la que el número de consumidores y utilizadores de servicios no se limita ya a una clase social privilegiada: los perjuicios de la huelga alcanzan a todos. A ello contribuye la complejidad técnico-económica de la sociedad actual, en la, que el paro de un sector a veces minoritario -los controladores aéreos de Estados Unidos no llegan a 14.000- percute seriamente sobre sectores y personas inocentes. El principio de la huelga como lucha entre proletarios y patronales tuvo más tarde un desarrollo de lenguaje, de medio de expresión -como consecuencia de la evolución social- en el que los huelguistas- utilizaban ya como intermediario al público, al consumidor: su acto y las molestias o perjuicios que causaban. estaban destinados a llamar la atención sobre una situación de injusticia y a reclamar la solidaridad de todos y su ayuda en forma de presión, es decir, a culpabilizar al sector patronal. Este objetivo cada vez se consigue menos. Los medios de opinión y propaganda están mayoritariamente en manos del capital y no del trabajo; la conciencia política se ha abotagado, y lo que la sociedad suele percibir es el perjuicio directo y el instinto primario de culpar a quienes lo producen en lugar inmediato. Los sindicalistas no dejan de examinar estos aspectos de las huelgas, e incluso tienen ya en cuenta en cuanto -pueden la posibilidad de eliminar o disminuir los efectos sobre el público conservando su efecto de sanción económica al patrono -privado o estatal-, e incluso tratando de contenerlas lo más posible en beneficio de una situacióngeneral, como puede ser un daño irreparable para la economía del país. Pero hasta ahora la huelga sigue siendo un instrumento legal irrenunciable en tanto no se descubran otros suficientes para llevar las relaciones laborales a un sentido de justicia.

Reagan se apoya sobre esta impopularidad de las huelgas -y, concretamente, de esta huelga-, hasta el punto de que no vacila en comprometer en ella la propia -autoridad del presidente en lugar de dejarla en manos de autoridades secundarias. Si la puede doblegar sin grave .daño, conseguirá un éxito de-popularidad importante. Pero no es seguro. Hay siempre un punto en el que la opinión pública puede cambiar: si llega a considerar que la dureza presidencial va más allá de lo sensato o que hay una culpabilidad en el no mantenimiento de las negociaciones. Sobre todo, si llega a percibir que el presidente deja pasar oportunidades de solución con el fin de fortalecer su propia imagen. Un presidente del tipo de Reagan se juega la popularidad a diario: se la está jugando en estos momentos. Su oportunidad de ganar la huelga a los controladores está en hacerles volver al trabajo (la coacción del despido ha producido hasta ahora una respuesta escasa: apenas un, 3 %) o en encontrar rápidamente mecanismos de sustitución que hagan comprender a los controladores que no son tan imprescindibles como creen. El tiempo que pase sin solución actuará contra él. Porque en la opinión pública está también la noción de que si el conflicto la afecta demasiado no puede vengarse directamente del sector en paro, de los controladores; pero sí de un presidente, de un partido o de unos congresistas que viven de sus votos.

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