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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El pecado de Hart

LA RENUNCIA de Gary Hart a presentar su candidatura para la plesidencia de Estados Unidos, independientemente de las causas que la han motivado, plantea un problema político de primera magnitud. Desde noviembre pasado, el prestigio de los republicanos está cayendo en picado. El mito Reagan, que parecía destinado adominar la escena política de forma duradera, ha comenzado a palidecer, y existe una creciente coincidencia en que los demócratas tienen muchas posibilidades de ganar las elecciones de 1988.Pero ganar las elecciones exige tener un candidato con una capacidad de convocatoria nacional. Y en un país tan grande como EE UU, y en el que la política se hace sobre todo en el plano de los Estados, no abundan las figuras de esas características. Los demócratas han sufrido una serie de adversidades en las que lo ocurrido a Gary Hart es, por ahora, el último episodio. Parece como si el Partido Demócrata, a medida que el hundimiento de Reagan le coloca en condiciones óptimas para las -próximas presidenciales, estuviese condenado a perder a sus mejores candidatos.

Edward Kennedy, una figura con un prestigio indiscutido, y cuyo nombre representa un capital político seguro, ha renunciado por segunda vez a presentarse. Mario Cuomo, el gobernador de Nueva York -cargo que ha sido en otras ocasiones antesala de la Casa Blanca-, y en el que amplios sectores populares e intelectuales tenían su confianza, decidió retirarse hace dos meses, convencido de que su origen italiano era un obstáculo para una elección nacional.

Gary Hart era, hasta hace dos días, el candidato demócrata con más posibilidades. En 1984 estuvo a punto de superar a Mondale como candidato demócrata, pese a la oposición cerrada del aparato. Con su estilo abierto y renovador, era un candidato que abría para EE UU una perspectiva completamente distinta del conservadurismo. integrista de Reagan. Tenía un impacto fuerte en los sectores profesionales y entre las nuevas generaciones, cuyo peso será considerable en las elecciones de 1988. Sin Hart, los demócratas se quedan en una situación dificil. El papel de Jessie Jackson es esencial, sobre todo para elevar la presencia de los negros en la vida política de EE UU, pero él -mismo sabe que no puede ser el candidato que gane unas elecciones el año que viene.

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La hipocresía, hermana gemela del puritanismo, ha sido la nota dominante en las peripecias que han decidido a Hart a renunciar. Los Tartufos le han encontrado una debilidad sentimental o sexual, le han cercado en tomo a sus opiniones sobre el adulterio, las relaciones extramatrimoniales, la moralidad íntima, y así le han desmontado. Es arriesgado suponer que unos cuantos agentes sagaces de la política adversa hayan contribuido a convertir una cuestión personal, íntima, en un hecho político, grave para el futuro de EE UU. Pero si no ha sido así, no cabe duda de que la suerte ha favorecido a los republicanos. Por otra parte, resulta sorprendente la reacción de la sociedad norteamericana, en la que se produjo una caída vertical del apoyo a Hart, en cuanto se difundieron noticias sobre su aventura extramatrimonial. No se puede decir, sin embargo, que la sociedad de Estados Unidos sea hoy un reino de la moral sexual entendida a la manera puritana, a pesar de los esfuerzos legisladores de Reagan y su Tribunal Supremo. Hay una fuerza vital que supera los deseos oficiales del neoconservadurismo. Pero sí existe el doble juego de la moral pública y de la moral privada. Hart cometió el error de entrar en ese doble juego. Hizo declaraciones cuya falsedad pudo ser demostrada; dio la sensación de que mentía al público, lo cual le ha costado muy caro.

Puede que el sentido de la historia de ese país, y, por tanto, la de un mundo en el que es hegemónico, no cambie por la evicción de Gary Hart; aún hay líneas políticas que predominan sobre los nombres propios. Pero la idea de que un hombre posiblemente muy válido, con capacidad gobernante seria y con la de cambiar un estilo de vida y política pueda ser apartado definitivamente por una aventura amorosa -con profundidad o sin ella, tanto da- es de una sinrazón.

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