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Republicanismo: el conejo en la chistera

Se ha producido una súbita alarma entre los socialistas. Aznar, que no respeta los derechos de propiedad intelectual, acaba de arrebatarles la marca de fábrica 'patriotismo constitucional'. Sobre el papel, la alarma debería confundirse con el contento. Una etiqueta capturada, es una etiqueta previamente codiciada. Y las etiquetas que se codician, son buenas etiquetas, o al menos lo parecen. Sea como fuere, el PSOE se verá tentado a subrayar las diferencias insistiendo en una etiqueta alternativa, sobrevenida con el ascenso de Rodríguez Zapatero a la secretaría general del partido: la de republicanismo. El padre de la criatura, en sus versiones más exotéricas, es el australiano Philip Pettit. ¿Qué ingredientes entran en el republicanismo? ¿Qué sabores añade al menú que hasta el momento se venía sirviendo en la calle Ferraz?

En principio causa cierta extrañeza que Zapatero haya puesto el índice en un autor como Pettit, por completo excéntrico a las tradiciones españolas, o incluso continentales. La especialidad de Pettit ha consistido de hecho en recuperar para el pensamiento actual ciertas tesis de los republicanos, también llamados 'humanistas cívicos'. Se entiende por tal a aquellos escritores -Harrington, Milton y algunos más- que bebieron en Tito Livio, Salustio y Maquiavelo para combatir el uso de la prerrogativa real en tiempos de Carlos I de Inglaterra. Nosotros estábamos acostumbrados a que nuestros socialistas hicieran invocaciones más domésticas: la de Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos y otra gente del terruño. El vuelo extragaláctico de Zapatero exige, en consecuencia, una explicación.

Yo atesoro una, que les adelanto entrecomillada y pronto siempre a retraerme, si es que se me acusara, no sin fundamento, de estar haciendo un proceso de intenciones. Ahí va: el republicanismo à la page de Pettit representa, literalmente, una tercera vía. No coincide ni con el liberalismo clásico ni con las teorías democráticas de índole populista. Pettit, por ejemplo, deja incólume al mercado. Pero preserva para el Estado un papel importante y hace muchas protestas de radicalismo social. Interpela asimismo a feministas, ecologistas, y comunitaristas, y les invita a montar con él en el pescante. Semeja, por momentos, que quisiera ganar unas elecciones, no se sabe, en su caso, a qué. Sí lo sabemos, por contra, en el de Zapatero. Zapatero, al igual que el resto de sus compañeros de profesión, busca agavillar votos, y probablemente ha creído encontrar en Republicanismo el atadero con que sujetar muchas espigas de una tacada. A ello tiene, por cierto, perfecto derecho. Blair se ha hecho una ideología a la medida, y no hay motivo para que Zapatero se quede en barbecho.

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Hasta aquí, las interpretaciones malvadas. Una composición de lugar alternativa es la de que Zapatero se ha sentido realmente persuadido por los argumentos de Pettit. Y entonces habría que pasar de la malevolencia risueña a una actitud de reserva. Ya que Republicanismo es un mal modelo, tanto en el plano político como intelectual. Lo segundo, porque integra un artefacto filosófico harto pobre; lo primero, porque otorga a las instituciones públicas un papel equívoco y poco deseable. A justificar ambas afirmaciones va enderezado el resto de este artículo.

Con objeto de desmarcarse del liberalismo, Pettit se centra en un concepto repristinado por Berlin a finales de los cincuenta: el de libertad negativa. Un individuo gozará de tanta más libertad negativa cuanto menos impedido se vea de ejercer su discrecionalísima voluntad, o, como diría un castizo, su real gana. Conviene, por cierto, que entendamos la libertad negativa como libertad in actu: importa menos el origen de la libertad que el montante bruto de movimientos o decisiones que efectivamente nos veamos en situación de ejecutar. Pettit identifica al liberal con el campeón de la libertad negativa, y recuerda que es posible gozar de dosis ilimitadas de aquélla en ausencia de derechos civiles. Tal ocurrirá, por ejemplo, cuando alentamos bajo la férula de un déspota inepto. Acertaremos a ser libres si logramos escapar por los innumerables resquicios que deja abiertos la ineptitud del déspota. Nuestra libertad, sin embargo, pertenecerá a la gama de las libertades inferiores. Seremos libres por defecto, y nunca adquiriremos el aplomo, la autoestima y la gallardía del ciudadano libre de veras. Hasta aquí, la crítica pettitiana al liberalismo en su acepción clásica. ¿Es de recibo?

No, no lo es. La distinción analítica establecida por Berlin no sirve en absoluto, por sí sola, para caracterizar la posición de los liberales. Lo que éstos propugnan en rigor es el disfrute de la libertad bajo el imperio de la ley. Se trata, en palabras de Adam Smith, de que cada 'persona, en tanto no viole las leyes de la justicia, quede en perfecta libertad para perseguir sus intereses' (La riqueza de las naciones; AE, páginas 659-660 de la edición de Carlos Rodríguez Braun). La ley opera como un gozne entre la libertad negativa del individuo y la sociedad. De un lado, sirve para proteger al individuo de otros individuos y de las extralimitaciones del Estado. Del otro, le proporciona un marco estable en cuyo interior tenga franquía para trazar sus intransferibles estrategias personales. El mayor reproche, en efecto, de autores como Hayek a la democracia contemporánea es que la intensísima actividad legislativa, fruto de urgencias de carácter ejecutivo, ha alterado los marcos normativos en que se desarrollaba el derecho civil, lesionando las previsiones a largo plazo del ciudadano y, por ende, su libertad. Pero no existe una recusación de la ley en el pensamiento liberal ortodoxo. Lo que hay son diferencias sobre el tamaño del Estado, que es otra cosa.

Paso a continuación a la vertiente positiva de la filosofía política de Pettit. Ésta se centra en un principio clave: la sustitución de la idea liberal de libertad por la de no-dominación. Para los republicanos en cuyo nombre habla Pettit, el asunto reside en combatir la dominación, o, a la inversa, en promover la no-dominación. ¿En qué consiste no estar dominados? En tener la garantía de que otros agentes -el soberano, o el vecino del quinto- no interferirán arbitrariamente en nuestras vidas. Pettit rastrea ecos de su tesis en la polémica que enfrentó a los humanistas cívicos con Hobbes y compañía, y redondea su incursión pretérita con varias e instructivas noticias de época. Pero esto es paisaje, segundo plano. Lo realmente notable es que no se nos ha dicho por el instante una sola cosa que distinga al republicanismo del liberalismo. Puesto que el segundo también desea resguardar al individuo dela interferencia arbitraria del soberano o de sus semejantes. Desplazar al liberal mediante una definición errónea y ocupar el hueco vacante para decir a continuación que se ha encontrado un lugar inédito bajo el sol de la filosofía política es hacer trampa. Pettit lo sabe, y entonces se hace trampa a sí mismo.

La trampa se despliega en dos frentes. De un lado, Pettit dilata el significado de 'dominación'. No sólo se halla dominado el que está expuesto a la interferencia arbitraria de otros agentes, sino también el que carece, por circunstancias ajenas a la voluntad de éste o del de más allá, de un menú suficiente de opciones vitales. Verbigracia: usted no sólo será un individuo dominado cuando, como acontecía con los judíos en los viejos imperios centrales, la ley le vede el acceso a las profesiones liberales. Estará asimismo sujeto a dominio, en un sentido ahora secundario, si la inexistencia de un sistema de enseñanza gratuita reduce drásticamente sus posibilidades objetivas de adquirir los instrumentos necesarios para ser médico o abogado. Esta doctrina, rutinariamente socialista y no incompatible con muchas versiones del liberalismo, es asaz plausible. Pero no se desprende en modo alguno del ideal pettitiano de libertad como no-dominación.

El segundo frente es más serio y la causa real de que me haya puesto a escribir el presente artículo. Afirma Pettit, un tanto a espetaperro, que una interferencia estatal que promueva los intereses e ideas del ciudadano no es arbitraria. De resultas, la sazón de no-dominio que anhelan los republicanos es compatible con una intervención del Estado indefinidamente grande. Esto, combinado con el papel asistencial que Pettit ha asignado a los poderes públicos, concede a los últimos una latitud de movimientos un tanto alarmante. Pettit excogita, cierto, medios diversos para atar las manos a Leviatán. De un lado, tenemos los expedientes constitucionales de cuño clásico: división de poderes, provisiones para cualificar a las mayorías, etcétera... Del otro, Pettit efectúa una vaga apelación a la democracia 'contestataria', cuya silueta se delinea a bulto y sin pegar las mangas con los hombros. Pero las piezas no terminan de encajar. El propio Skinner, el inspirador de Pettit, según declaración expresa de este último -véase la nota 3, página 46, de la edición española de Republicanismo-, desautoriza cortésmente a su discípulo en Liberty before Liberalism. Insinúa allí Skinner -páginas 82-83 de la edición del 98 y notas correspondientes- que Pettit no ha entendido a los republicanos. Para Skinner, la idea de que la libertad no se verá alicortada por el Estado, siempre que la interferencia revista un carácter no arbitrario, no encuentra refrendo alguno en los textos de Harrington o los de su cuerda. La cautelosa réplica de Pettit no está incluida en la versión española de Republicanismo. Los realmente interesados tendrán que acudir, para conocerla, al postcriptum que nuestro hombre ha añadido a la edición inglesa del 99.

A la postre, Pettit rebota en una suerte de utilitarismo incongruente con su modelo de partida. La tarea primordial del Estado consistiría en 'maximizar' una magnitud social: la de 'no-dominación'. Esto suena a socialdemocracia escandinava de cuando antes de la crisis del petróleo, con una etiqueta extravagante para que el penco viejo parezca menos viejo. Estoy persuadido de que Zapatero sabrá encontrar pronto un oráculo menos atrabiliario y confuso que Republicanismo.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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