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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Rosas en invierno

La crisis parecía perfecta para limpiar un aire muy contaminado, pero su violencia ha sido tal que ha creado más bien un desorden selvático. Acaso solo podamos capearla arrojando por la borda lo superfluo

Los clásicos aconsejan no desear rosas en invierno. Nuestro mundo, sin embargo, está construido con deseos fuera de sazón, y esos apetitos indebidos gobiernan los mercados y las vidas. La temperatura del consumo regula los flujos financieros y la economía libidinal, en una madeja de redes que oprime o sujeta los cuerpos obesos de los países y las gentes. Desazonados, intentamos entender lo que nos pasa, pero evitamos constatar que nos pasan y nos pesan demasiadas cosas. Ese lastre de objetos innecesarios y necesidades arbitrarias gravita sobre un tejido material y social que se deforma bajo su peso, creando una deuda de deseo tan incandescente y tóxica como la deuda monetaria que hoy nos tiene a todos en vilo, pendientes de contagios que pueden fácilmente socavar la estabilidad de nuestros ecosistemas económicos.

Nuevas corrientes en arquitectura se alejan de la hoguera de las vanidades de los últimos tiempos
Se proponen viviendas confortables, baratas, integradas en el entorno y de utilidad social
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La actual crisis parecía una tormenta perfecta capaz de limpiar el aire de tanta contaminación, pero su violencia feral va creando más bien un desorden selvático, y acaso solo podamos capear esta tempestad arrojando por la borda lo superfluo.

En el territorio de la arquitectura, donde los excesos han sido tan notorios durante los últimos tiempos, dos eventos recientes prefiguran quizá una mudanza de actitudes: un congreso internacional celebrado en junio en Pamplona bajo el lema Más por menos y una exposición que se muestra desde octubre en Nueva York con el título Pequeña escala, gran cambio.

El congreso, organizado por la Fundación Arquitectura y Sociedad, reunió a 15 figuras de cinco continentes que suministraron un retrato coral del actual momento de una disciplina en mutación, donde la necesidad de ofrecer más eficacia, más utilidad y más placer usando menos materiales, menos energía y menos dinero supone un bienvenido retorno a lógicas intemporales.

La exposición, realizada en el Museum of Modern Art con un ambicioso montaje que combina grandes maquetas, documentos originales y vídeos ilustrativos, agrupa 11 proyectos de ambas Américas, África, Asia y Europa -desde una escuela en Bangladesh o un museo del apartheid en Sudáfrica hasta la transformación de una torre de vivienda social en París o la regeneración de una favela en Río de Janeiro- que se describen como las nuevas arquitecturas del compromiso social, porque respondiendo a las necesidades de entornos desfavorecidos aspiran a restablecer el vínculo entre arquitectura y sociedad que caracterizó épocas no tan lejanas.

Tanto el libro del congreso, que entrevista en profundidad a los protagonistas, como el catálogo de la exposición, que publica en detalle los proyectos seleccionados, contribuyen a dibujar el nuevo papel de los arquitectos en el tiempo que viene: un papel de responsabilidad técnica y económica por entero alejado del narcisismo autocomplaciente, y un papel de servicio social o ciudadano que comparten con muchas otras profesiones creativas. Con frecuencia, ese sentido de la responsabilidad y ese espíritu de servicio se manifiestan a través de la renuncia a lo accesorio, el esfuerzo por separar lo sustancial de lo prescindible, y el empeño en alcanzar esas metas utilizando medios limitados. Es una arquitectura que procura reconciliar la excelencia estética de sus objetos con la excelencia ética de sus procesos, que sitúa las necesidades de sus destinatarios en el centro de su actividad, y que se pone, en suma, al servicio de la vida.

Tres arquitectos de tres continentes aparecen en ambos eventos, y sus perfiles sirven quizá para jalonar este campo emergente. El chileno Alejandro Aravena y su grupo Elemental han promovido la construcción de viviendas para comunidades necesitadas -a menudo albergadas precariamente en poblados de chabolas o favelas-, con conjuntos de alta densidad y baja altura que los usuarios completan en diálogo con los arquitectos pero utilizando sus propios medios, en un ejercicio ejemplar de corresponsabilidad que alivia la carga financiera del Estado y de los propietarios mientras levanta barrios eficaces y sostenibles.

Por su parte, los franceses Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal han abordado el tema de la vivienda social a partir de la regeneración de los anónimos bloques y torres de los años sesenta que forman la periferia de todas las ciudades europeas, cuya demolición -y el despilfarro de recursos que supone- evitan los arquitectos con módulos prefabricados que se superponen a las fachadas existentes para dotar a los edificios del espacio, el confort y la transparencia que les falta, rehabilitando construcciones obsoletas con pocos medios y mucha inteligencia.

Diébédo Francis Kéré, por último, ha levantado escuelas en su nativa Burkina Faso hibridando los materiales vernáculos y la mano de obra local con la destreza técnica adquirida durante su formación berlinesa, para dotar a su pueblo de la más formidable herramienta de desarrollo: aulas funcionales, frescas y luminosas construidas sin apenas recursos monetarios con bloques de adobe y cubiertas ligeras, y cuya emocionante belleza reside en su lacónica austeridad.

Aunque muchas de estas experiencias admirables surgen en contextos de escasez o limitación, las lecciones que ofrecen en el empleo escueto de recursos tienen una validez general que desborda sus circunstancias particulares. Los entornos más prósperos harían bien en inspirarse en su actitud para abordar con sensatez y responsabilidad no solo las actuales dificultades económicas, sino también los problemas ecológicos y climáticos de más largo alcance, y sobre todo la crisis cultural o ideológica provocada por el exceso de bienes y de estímulos, que embota la sensibilidad y devalúa el significado singular de los objetos, los espacios o los afectos: la renuncia a la algarabía de mensajes redundantes y artificios innecesarios que nos asedian puede ser una fuente de riqueza intelectual y emocional, porque el desprendimiento de lo accesorio permite concentrar la mirada en lo que realmente importa.

Al cabo, estas arquitecturas de la necesidad son también arquitecturas del deseo, por más que ese deseo se oriente a la exacta dignidad de lo cotidiano en lugar de a las extravagantes ofertas de lo excepcional, cuyo resultado cuantitativo ha sido una burbuja inmobiliaria que ha devastado nuestros paisajes y nuestras finanzas, y cuya expresión cualitativa ha sido una cosecha de obras icónicas que, con gran coste económico, han promovido la originalidad como único atributo que otorga visibilidad en la cultura mediática, en demérito de la elegancia silenciosa del despojamiento y la subordinación a las demandas colectivas esenciales.

Hace hoy 30 años escribí mi primer artículo en esta sección de Opinión (Arquitectura de papel, papel de la arquitectura), y allí resumía telegráficamente la situación que entonces atravesaba esta disciplina: "En las últimas dos décadas hemos visto el énfasis tecnológico de los primeros sesenta sustituido por la pasión sociológica de los setenta, y esta a su vez sucedida por el ardor artístico que se configura nítidamente como el rasgo más característico del inicio de los ochenta".

Ha pasado mucho tiempo, y aquel ardor artístico encendió una hoguera de vanidades que, extinguido el fuego, solo deja tras de sí sabor a ceniza. Pero en el malpaís escombrado de escoria por la erupción volcánica de la prosperidad impostada, una nueva generación se esfuerza en ofrecer más por menos, cambiando el mundo y transformándonos a todos con su estética de lo necesario y con su renuncia a desear rosas en invierno.

Luis Fernández-Galiano es arquitecto.

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