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La sinfonía de "Los adioses"

Lentamente, el anfiteatro se vacía. Sus ocupantes se han retirado uno a uno, de puntillas, como avergonzados de sus tenues movimientos, procurando no llamar la atención. Antes, han ido desmedrando en silencio, ocultando en lo posible su figura de espectros, en una vana tentativa de salvar las apariencias, fingir un simulacro de vida, demorar la inexorable consunción. Pero nadie se percata de su cauta, subrepticia salida. Algo ocurre en el escenario que imanta la mirada de los privilegiados y aún saludables espectadores arracimados en los palcos: los músicos se escabullen también a hurtadillas, enfundan discretamente sus instrumentos, guardan con cuidado las partituras, se eclipsan descarnados y anémicos, dejando a quienes aún tocan la flauta en sordina en un abandono patético, involuntaria repetición de la sinfonía de Los adioses, de Haydri. La pandemia los barrerá también.Cuando un acontecimiento exterior -guerra, catástrofe, enfermedad- irrumpe en el quehacer literario, en la composición, articulación o desarrollo genético de un poemario o novela, un conjunto de circunstancias aleatorias. impone al sujeto que escribe -el creador agredido y al fin descreado- la brusca necesidad de integrar el hecho -herida, corrosión, sufrimiento- en el esquema de su obra, de acomodarlo e insertarlo en ella de igual manera que en su organismo ha acomodado e insertado el mal. Hay casos en los que un destino magnánimo concede el lapso de la integración armoniosa -según los criterios anteriores a la intrusión del huésped indeseable y voraz-, y otros en los que el escritor, paulatinamente despojado de la ilusoria unidad creadora, se ve forzado a someterse a las leyes destructivas del intruso, a analizarlas paso a paso, a describir minuciosamente sus progresos: el desalojo gradual del yo por el virus ocasionador del contagio, ese enigmático "engendro de demonios coléricos y sedientos de linfa animal".

En la autobiografía de Reinaldo Arenas es fácil advertir el momento en el que la bella y tensa escritura de la obra se afloja, descaece y ahíla a la par que el cuerpo que la genera: lo escrito cede paso a lo dictado y la voz retenida por la grabadora no nos transmite ya emociones estéticas, sino desgarro y desolación.

Para quienes hemos seguido atentamente por espacio de 30 años el admirable trayecto creador de Severo Sarduy -sus tal vez escasos, pero fervientes lectores-, Pájaros de la playa nos brinda el mejor ejemplo de obra creada y descreada por la erosión del virus mortal. La tetralogía o bestiario antillano a la que consagró sus desvelos y energías -sin desanimarse por "la cruel indiferencia, la agresividad provinciana, el rechazo colectivo y la burla" que le escoltaron como vultúridos hasta su agonía y consumación- debía culminar con ese Caimán que podemos leer en filigrana a lo largo de las andanzas de Siempreviva y sus acólitos en la siniestra clínica o moritorio de la baldía isla volcánica, contrapunto de la otra, para siempre perdida y embellecida por la nostalgia: "Un caimán verdoso y voraz se atragantaba con una cobra que ondulaba en las manos de un dios indio, ésta se tragaba a un colibrí ingrávido en el aire sobre un terrón de azúcar, y el pájaro a su vez, atraído por la fosforescencia, ingurgitaba de un solo bocado a un cocuyo". (Los subrayados son míos y corresponden a los títulos de la tetralogía de Sarduy. J. G.)

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El párrafo citado ¿es un recordatorio al lector del proyecto frustrado por el asalto de la enfermedad "fulgurante, irreversible y desconocida"? Probablemente. Pero dicha acometida, cuyos efectos devastadores registra puntualmente el Diario del cosmólogo incluido en la novela, se desequilibra y rompe la armonía buscada -la coronación brillante de una empresa novelesca de aguijadora inventiva, embebida de ternura y humor-, introduce en el texto el lenguaje del cuerpo, no ya de un cuerpo imaginado como máquina de placer, sino en el límite de su agotamiento y extenuación. El exquisito artificio del universo barroco revela así su vertiginoso vacío frente a las palabras apagadas y mates, pero sustanciales. El agudo lector de Góngora y de Lezama se transmuta al contacto del rayo de tiniebla, del ardor e incandescencia de Cántico espiritual. En el naufragio del yo, del "conjunto de agregados físicos y mentales que actúan aparentemente unidos ( ... ) en el flujo de cambios momentáneos en que no hay nada permanente", Sarduy, lo que queda de Sarduy, descubre que si la vida empieza en lágrimas y caca" (Quevedo), su final es idéntico: "Como si para subir hasta lo absoluto y conocer la disolución en el Uno fuera necesario bajar a la podredumbre, rozar lo inmundo, perderse en el asco y la corrupción". En otras palabras, la quiebra aparente del designio artístico provoca el flameo e ignición del lenguaje místico: la soledad, el silencio, el abrasamiento, expresados, como en san Juan de la Cruz, en frases desnudas y breves, pero sublimes.

El estampido de la vacuidad (EL PAÍS, 14 de agosto de 1993) obliga a volver sobre la obra entera de Sarduy y contemplarla con luz nueva. Raros textos han alcanzado en nuestra lengua -aun en un siglo relativamente afortunado como el nuestro tal grado de hondura, rigor, esencialidad:

"Escritos en el exilio, en el desvelo, tantos libros que nadie ha leído; tantos cuadros, minuciosos hasta la ceguera, que no compró ningún coleccionista ni museo alguno solicitó; tanto ardor que no calmó ningún cuerpo".

"Mi vida", me digo en un balance prepóstumo", no ha tenido telos, ningún destino se ha desplegado en su acontecer".

"Pero de inmediato rectifico. 'Sí lo ha tenido'. ¿Cómo no ver en esta sucesión de frustraciones, de fracasos, enfermedades y abandonos el golpetazo reiterado de la mano de Dios?".

Decía irónicamente Cernuda que "si el mayor defecto de un poeta es estar vivo", ésta es una falta que el tiempo se encarga de corregir. Quienes ningunearon a Severo en vida, pueden ya ensalzarle con esa necrofilia o necrofagia reiteradamente manifiestas a lo largo de la vida literaria española.

Los sufrimientos intensivos de la pandemia, fusión mórbida del virus devorador y cuerpo devorado, deterioro implacable de las facultades físicas y mentales del enfermo -capaces, no obstante, de obrar el milagro de descubrirle "las cosas no en su relumbrona superficie, sino en el centro indecible de su identidad"-, adiestran el cuerpo descompuesto no sólo a su extinción paulatina, sino a su subida, peldaño a peldaño, por la secreta escala.

Todos los desaparecidos del anfiteatro -ya sean espectadores anónimos o músicos ejecutores de la sinfonía de Los adioses- han conocido el desmantelamiento, evacuación escalonada del yo de su propio cuerpo, caída programada en el abismo del no ser. Sobrellevar todo ello con entereza, en silencio -como tantos otros amigos diezmados por el mal-, revela una forma nueva, pero innegable, de santidad. No temamos formular la palabra: en un mundo en el que los valores espirituales no tienen cabida, osemos reivindicarla como posible meta o ideal.

Lo diré así con humor, mas con seriedad extrema: Severo murió como un santo -con la misma santidad con la que agoniza el cineasta británico Derek Yarman, expuesta en una reciente y conmovedora entrevista en The Independent- y merece una inmediata beatificación. Estoy seguro de que sufíes como Ibn Árabi e Ibn al Farid, san Juan de la Cruz y su homónimo de Barbès-Rochechouart, además de las hermanas de la Perpetua Indulgencia o travestidos londinenses con hábito de monjas que canonizaron a Derek Yarman -reencarnación alegre de Auxilio y Socorro, las fieles compañeras de Sarduy a lo largo de su obra-, saludarán también la emergencia de esta nueva, festiva y ligera forma de santidad, sin burocracia, papeleo, jerga eclesiástica ni arrimos curiales (¡dejemos todo esto a monseñor Escrivá de Balaguer!).

En su aniquilación, Severo Sarduy supo entrever el camino. "Hay, pues, más allá de la desesperanza total, algo que persiste, una fe en el lenguaje y sus facultades, en la palabra".

Juan Goytisolo es escritor.

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