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Por una izquierda antipopular

Fernando Savater

Como propósito -porque no llega ni a proyecto- de año nuevo, me atrevo a plantear la posibilidad de ir fraguando en este país una izquierda antipopular. Me dirijo a los ciudadanos que aún se consideren en activo pese a todos los pesares, a quienes prefieran criticar a despotricar y a los que no confunden la sensatez con la resignación. Como no estoy seguro de que abunden demasiado, me curo en salud advirtiendo que esta izquierda propuesta no va a resultar demasiado popular. En el prefacio de sus Ensayos impopulares, Bertrand Russell advierte que los titula así "porque hay varias frases en ellos (que algunos chiquillos extraordinariamente estúpidos de diez años podrían encontrar un tanto desconcertantes, por lo que no pueden aspirar a ser considerados populares". Mi caso es aún peor: la izquierda que imagino corre el riesgo de chocar frontalmente con creencias y actitudes ampliamente compartidas, por lo que no sólo resultará impopular, sino hasta antipopular. Permítanme que les dé algunos detalles.El principal designio de esta izquierda habrá de ser reafirmar la importancia y la oportunidad de la política frente a otras actividades públicas, respetables pero quizá sobrevaloradas, como la economía, la gestión técnica o la predicación moral. Doble antipopularismo, pues: por un lado, se dignifica aquello de lo que nadie quiere saber. nada (la política), y por otro, se atiza un discreto pescozón a los devotos más exaltados de las asignaturas hoy en boga. Oyendo lo que se dice por ahí, parece que el único empeño humano traicionado por nuestras flaquezas es el juego político (es decir, democrático: sólo la democracia permite la política, el resto son estrategias bélicas más o menos camufladas), cuando lo cierto es que, si se aplicasen idénticos controles de calidad en todos los campos, aún quedaría relativamente impoluto frente al arte, la ciencia o la religión.

Quienes creen que la política debe someterse a la economía o a la moral se equivocan de dos maneras distintas, pero complementarias: los primeros creen que los valores políticos son irrelevantes frente al automatismo propulsor del mercado, los segundos juzgan que son indecentes ante la excelsitud del ideal ético. En lo tocante a la economía, lo propio de la política es propugnar fines y no simplemente constatar lo irresistible de los medios. Cuenta P. G. Wodehouse el caso de un millonario que, en su lecho de muerte, tras una vida dedicada a acumular dinero, preguntó con voz débil a los circunstantes: "¿Y ahora tendría alguno de ustedes la amabilidad de explicarme a qué ha venido todo esto?". Cuestión que también es pertinente formular a quienes parecen aceptar que el alfa y el omega de, toda organización colectiva es el funcionamiento saneado -es decir, en ascenso acumulativo sin trabas de la economía. Y se les puede responder políticamente que el objetivo social no es producir más dividendos, sino más humanidad. Instituciones como la educación general, la asistencia sanitaria o las pensiones de vejez son logros civilizadores irrevocables, como la abolición de la pena de muerte. Se pueden y se deben discutir las nuevas vías de su financiamiento en la sociedad actual de masas, pero no es lícito abolir su dimensión pública por razones financieras. El "Estado del bienestar" es algo a superar, sin duda, pero, para ir aún más allá: por ejemplo, garantizando una asignación económica básica a todos los ciudadanos, independientemente de sus ejercicios productivos. ¿Primas a la vagancia o a la imprevisión, como creen la señora Thatcher y compañía? Pues muy bien: en un mundo en el que la automatización industrial y los límites ecológicos del desarrollo exige en replantearse la obligación laboral plenaria y universal, subvencionar el derecho a la pereza puede ser una forma de cordura política.

¿Y la competitividad? Debería funcionar en lo internacional como dentro de cada país: abierta al mercado, pero limitada por derechos sociales que están por encima de él (como el fin lo está sobre los medios). El problema no es la mundialización de la economía (que es positiva, como todo lo que contribuye a reunir los intereses humanos en un solo haz), sino el hecho de que no vaya acompañada por una mundialización de la democracia. Nueva razón para apostar políticamente por una autoridad supranacional efectiva: además de evitar las guerras y proteger en cada país los derechos humanos, cortocircuitar la tendencia actual de los Estados a funcionar como empresas que luchan sin piedad entre sí por obtener mayores beneficios, olvidando la primacía de sus obligaciones sociopolíticas. La izquierda de la que hablo deberá ser, por tanto, antinacionalista (¡nueva causa de impopularidad!) y defender que las instituciones políticas son tanto mejores cuanto menos coincidan con identidades étnicas y mayor mestizaje pluralista de intereses permitan. Concretamente en España, la buena política se distinguirá por plantear objetivos a nivel estatal y por negarse al perpetuo cambalache entre caciquismos nacionalistas o regionalistas.

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Lo más gravemente antipopular: la izquierda se negará a la colonización de la política por la ética... como muestra de respeto lúcido por ambas. La política sólo puede mejorarse con medidas políticas, y no con jaculatorias morales, tal como explicó perfectamente Spinoza: "Un Estado cuya salvación depende de la buena fe de alguien y cuyos negocios sólo son bien administrados si quienes los dirigen quieren hacerlo con honradez no será en absoluto estable. Por el contrario, para que pueda mantenerse, sus asuntos públicos deben estar organizados de tal modo que quienes los administran, tanto si se guían por la razón como por la pasión, no puedan sentirse inducidos a ser desleales o a actuar de mala fe. Pues para la seguridad del Estado no importa qué impulsa a los hombres a administrar bien las cosas, con tal de que sean bien administradas. En efecto, la libertad de espíritu o fortaleza es una virtud privada, mientras que la virtud del Estado es la seguridad" (Tratado político). Control político y jurídico de los políticos, revisar la financiación de los partidos listas abiertas, etcétera, y que luego cada cual se ocupe de su moral, por su propio bien.

Esta izquierda chocará también con lo más popular de los partidos de izquierda actualmente vigentes. El PSOE en primer lugar, en el que cuenta con tanta popularidad Barrionuevo. Sus cráneos privilegiados se enfadan porque se compara la cena obscena de homenaje al ínclito o su proclamación como hijo predilecto de su pueblo con las exaltaciones municipales en Euskadi al terrorista caído o al recién excarcelado: pues lo siento mucho, pero son idénticas. No porque Barrionuevo sea ahora equiparable al etarra de turno (aunque lo será si se demuestra su participación en el GAL), sino porque el impulso de quienes lo celebran -"bueno o malo, es de los nuestros"_ es igual de impúdico y de, cretino que el de quienes jalean a los etarras. Con Felipe González otra vez cabeza de cartel y Barrionuevo de mozo de espadas se ha acabado por el momento el PSOE como opción de centro-izquierda. ¿Qué buscan con semejantes candidatos: más votantes o más cómplices? En cualquier caso, conmigo que no cuenten.

En IU tropezamos con otra enfermedad popular: el comunismo. Naturalmente se trata del comunismo fetén, el traicionado por Stalin y la burocracia, la utopía necesaria, etcétera. Resumiendo: otra vez la conocida engañifa teóricamente incompetente y criminal en la práctica de este siglo. Los comunistas son el reverso obtuso del "pensamiento único" capitalista que tanto se denuncia: la "alternativa única" colectivista, dictatorial y heroica que celebran los idólatras de la Pasionaria y los que aplauden al castrismo inflexible. Cuando Julio Anguita niega que el neoliberalismo sea compatible con los derechos humanos debería recordar que uno de los primeros que escribieron contra tales derechos (junto al utilitarista Bentham) fue Karl Marx. ¿Hasta cuándo va a ofrecerse siempre en este país izquierda y comunismo juntos? La izquierda es necesaria, pero el comunismo, todo lo contrario. Por último, la izquierda que recomiendo será antipopular porque deberá ir trazando su nuevo camino político frente al 'Partido Popular que va a gobernar durante los próximos anos. Chocará sin duda con éste por su laicismo militante, por su racionalismo poco dado a neoespiritualismos, por su postura antiprohibicionista (¡nada más popular que las prohibiciones!) en cuestión de drogas o sexualidad, por proponer un ejército reducido y profesional sin componendas, por su actitud ante la educación o la cultura o el Código Penal, o... Pero, en fin, no sigamos, pues no se trata de un programa, sino sólo de propósitos de año nuevo.

Fernando Savater es catedrático de Filosofia de la Universidad Complutense de Madrid.

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