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Suárez

Juan Luis Cebrián

El presidente Suárez deshoja la margarita. ¿Será o no candidato en las próximas elecciones? Las consultas y los susurros se suceden en la Moncloa, y hasta los más avezados aventuran que es la propia Corona quien le empuja a la mesa electoral. Ha habido momentos de desconcierto; algunos líderes políticos andan todavía confusos sobre la posición a adoptar. Pero hoy la respuesta, que algunos solicitan, es ya bastante clara: Suárez no debe presentarse, y su actitud en este punto ha de ser inequívoca cuanto antes.Para hacer semejante aserto existen cantidad de razones del más variado género. Razones éticas, razones políticas, razones históricas, y hasta razones pragmáticas. Por el contrario, para justificar la candidatura del presidente corre la especie de un temor acrecido a la eventual victoria de Alianza Popular en los próximos comicios. Cada asesinato, cada huelga, y hasta cada subida de gasolina -aunque sea Silva el presidente de la Campsa- se dice que son votos a favor de los franquistas (reconstituidos). Los sociólogos han depositado carpetas enormes sobre las mesas oficiales que dan a la Alianza hasta el 30 % en algunas provincias rurales. Esta, al parecer, rentabiliza el sufragio del miedo en un pueblo con conciencia histórica de la sangre y el hambre, y también de cómo las gasta cierta derecha cuando pierde las votaciones. Se dice entonces que Suárez es el único capaz de frenar tan irresistible ascensión de las sombras de la dictadura. Pues ni aún así parece que deba presentarse.

Merece la pena recapacitar sobre el hecho de que las próximas elecciones son, o deben ser, para unas Cortes constituyentes. Quiere esto decir que tendrán como fundamental y casi única misión redactar una constitución democrática que nos reconozca por fin a los españoles la mayoría de edad política. A este respecto conviene señalar que la dialéctica ordenancista del franquismo se ha encargado de aburrirnos de tal manera a base de reformas políticas, que cuando llegue la de verdad los españoles amenazan con no creérsela. Claro que menos se la creerán si al final resulta que los que la hagan serán los autores de las anteriores: los mismos señores, un tiempo digitales y luego por lo visto representativos, dedicados nuevamente a discutir las mismas cosas desde los mismos sillones. Unas Cortes constituyentes no deben ser una farsa, ni tampoco un artilugio canovista, a estas alturas de nuestra historia, sino la representación auténtica de un pueblo responsable, empeñado en encontrar normas válidas para su convivencia en libertad. Han de ser breves y convocar a nuevas elecciones generales, sin apasionarse entretanto por los problemas del Gobierno. Las elecciones de junio -si por fin se convocan y por fin son en junio- no son pues unas elecciones para gobernar, y ni siquiera unas legislativas al uso. Son un acto único y ojalá que irrepetible en la historia política española de los próximos cincuenta años. Su objeto: reconocerle al pueblo su soberanía y garantizarle jurídicamente el ejercicio de ésta.

La peculiaridad del sistema empleado para llegar a estas elecciones implica una presión efectiva del Gobierno sobre el contenido de las mismas. Aun con las inelegibilidades propuestas, el ejecutivo mantienegran cantidad de resortes de poder. El aparato burocrático franquista pesará enormente, lo mismo que los medios de comunicación oficial, pues por más que se haga a estas alturas para controlar los excesos, ya no hay tiempo para hacer verdaderamente nada. La policía política no ha sido desmontada; los centros de influencia económica del Estado siguen en las mismas manos que antaño; la persecución a los partidos de izquierda, las prohibiciones de actos públicos... son el síntoma de que a la postre todo el aparato represivo del franquismo continúa en pie. Sólo que se ha hecho más tolerante y comprensivo. La Oposición ha pasado por todo ello, y seguirá pasando, porque es consciente de su propia debilidad, agigantada con su error de planteamiento cara al referéndum de diciembre y porque padece los mismos temores que el común de los españoles. También, sin duda, por un sentido del patriotismo y de la profesionalidad política. Pero todos sabemos que estas elecciones, por limpias que sean y por limpias que quiera hacerlas el Gobierno, serán al cabo unas elecciones que se aceptarán sólo porque es preciso aceptarlas. Se deben poner entonces los menores obstáculos posibles para ello.

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Uno de esos obstáculos es la actual incógnita sobre los partidos que van a poder presentarse. Otro, el comportamiento real y no teórico de la televisión. El obstáculo adicional sería la irrupción de Suárez, en la campaña electoral. Suárez -ya se ha dicho- no necesita ser elegido para continuar como presidente de Gobierno, y no precisa la ratificación, un poco ingenua en las actuales circunstancias, del sufragio electoral en una circuriscripción, por querida que le sea. En este sentido no resultaría preocupante que se presentara a senador por Ávila, en solitario y como acto simbólico. Sería en cambio innecesario y torpe, sobre todo cuando no ha dejado hacerlo a sus ministros. Pero si además encabeza una lista de candidatos, pretendiendo avalar con su gestión el futuro político de un partido o coalición, el prestigio que ha ganado y que merece como gobernante comenzaría a desvanecerse. Semejante actitud equivaldría a querer rentabilizar una gestión política cuyo último centro de decisiones hay que buscar en la Zarzuela, en beneficio de un equipo concreto y en una situación de clara desigualdad de oportunidades para los partidos democráticos. Por eso, y aunque estos estuvieran dispuestos también a pasar por ello, hay que decir que la vergüenza pública no debe hacerlo, Y que de lo contrario se identificaría más aún la acción contingente del Gobierno con el papel institucional del Monarca.

La ética predica que el juego electoral ha de ser limpio, lo más limpio posible. La política señala que debe parecerlo también. La historia, por lo demás, enseña que los hombres de Estado, y Suárez aspira a serlo, deben pensar no en las próximas elecciones sino en la próxima generación. No hay más motivos visibles para su eventual candidatura que la ambición, la ingenuidad o el miedo. Su ambición es saciable porque puede pactar sin esfuerzo su permanencia al frente del consejo durante las constituyentes. Su ingenuidad improcedente: el acta de Ávila, que ya logró en otras circunstancias, no añade un ápice de brillo a su ya muy brillante historial. En cuanto al miedo, que evidentemente es libre, no debe tenerlo a un conglomerado de franquistas inconsolables quien a la postre es un presidente de la Ley Orgánica, cuyo poder entero emana del propio franquismo.

Es preciso evitar que la vieja guardia de la dictadura se haga con el poder utilizando los resortes del propio sistema, donde han colocado desde antaño sus caciques y sus peones. Pero no es con franquismo como se ha de combatir el franquismo. Y en las democracias la cuestión de métodos nunca es marginal.

Suárez es un hombre querido y admirado por las gentes, pero no debe equivocar los gestos del aplauso. Cuando subió al poder, muchos no daban un adarme por su futuro político. Con habilidad y tesón supo ganarse hasta a los más escépticos. No debe estropear ahora lo que tanto esfuerzo le ha costado. El comienzo de su campaña electoral sería también -por más abrumadora que resultara su victoria- el del declive de su prestigio histórico. Ganaría las elecciones, pero perdería el futuro. Y quizá, sin proponérselo, también el de su Rey.

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