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Salir del pesimismo

Daniel Innerarity

A un personaje del Torquato Tasso de Goethe le debemos una formulación que probablemente sea el paradigma de todas las disculpas: "De lo que uno es / son los otros quienes tienen la culpa". Esta convicción no explica nada pero alivia mucho; sirve para confirmar a los nuestros frente a ellos, esquematiza las tensiones entre lo global y lo local o proporciona un código elemental para las relaciones entre la izquierda y la derecha. Podemos estar seguros de que algo de este planteamiento sostiene la confrontación política cuando el discurso encaminado a mostrar que los otros son peores ocupa todo el escenario. Pero revela muy propia confianza en el propio proyecto, ideas y convicciones.

Así funciona, con escasas excepciones, el actual antagonismo entre la izquierda y la derecha. Por eso los análisis que en estas mismas páginas han hecho Sami Naïr de la política de Sarkozy o José María Ridao acerca del entorno ideológico de Bush son magníficas descripciones de lo equivocada que está la nueva derecha, pero dicen muy poco acerca de lo débil que es la izquierda. ¿Y si invirtiéramos la máxima de aquel personaje de Goethe y pensáramos qué culpa tiene la izquierda en el triunfo de la derecha? Este tipo de análisis suelen ser más provechosos porque no se enturbian con el prejuicio de pensar que si nuestros competidores son muy malos, entonces nosotros tenemos necesariamente razón. Creo que buena parte de lo que le pasa a la izquierda en muchos países del mundo es que se limita a ser la anti-derecha, algo que no tiene nada que ver, aunque lo parezca, con una verdadera alternativa. Se ha dicho que la izquierda tiene dificultades en movilizar a su electorado y hay quien piensa que esa operación vendría a ser, no tanto despertar la esperanza colectiva como inquietar al electorado para ganarse la preferencia que resignadamente nos hace decidirnos por lo menos malo.

Por decirlo sintéticamente: hoy la derecha es optimista y la izquierda pesimista. Tal vez el antagonismo político se articule actualmente más como disposición emocional que como proposición ideológica. Lo que ocurre es que las emociones y las ideas se relacionan más estrechamente de lo que solemos suponer. Si examinamos las cosas de este modo, percibiremos el desplazamiento ideológico que está teniendo lugar. Tradicionalmente la diferencia entre progresivo y conservador se correspondía con el pesimismo y el optimismo, en el orden antropológico y social. Mientras que el progresismo se inscribía en un desarrollo histórico hacia lo mejor, el conservadurismo, por decirlo con expresión de Ernst Bloch, ha estado siempre dispuesto a aceptar una cierta cantidad de injusticia o sufrimiento como un destino inevitable. Pero esto ya no es así, en buena medida. El estado de ánimo general de la derecha, que tiene su mejor exponente en Sarkozy, es todo lo contrario de la resignación: decidida y activa, sin complejos, confiada en el futuro y con una firme resolución de no dejar a nadie el mando de la vanguardia. Esta disposición es lo que está poniendo en dificultades a una izquierda que, aun teniendo buenas razones para oponerse, no las tiene a la hora de proponer algo mejor. Si recoge las causas de los excluidos o se convierte en abogada del pluralismo, no lo hace para construir a partir de todo ello una concepción alternativa del poder, y eso se nota en la mala conciencia de quien sabe que no está haciendo otra cosa que reclutar aliados.

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La izquierda es, fundamentalmente, melancólica y reparadora. Ve el mundo actual como una máquina que hubiera que frenar y no como una fuente de oportunidades e instrumentos susceptibles de ser puestos al servicio de sus propios valores, los de la justicia y la igualdad. El socialismo se entiende hoy como reparación de las desigualdades de la sociedad liberal. Pretende conservar lo que amenaza ser destruido, pero no remite a ninguna construcción alternativa. La mentalidad reparadora se configura a costa del pensamiento innovador y anticipador. De este modo no se ofrece al ciudadano una interpretación coherente del mundo que nos espera, que es visto sólo como algo amenazante. Esta actitud recelosa frente al porvenir procede básicamente de percibir al mercado y la globalización como los agentes principales del desorden económico y las desigualdades sociales, dejando de advertir las posibilidades que encierran y que pueden

ser aprovechadas. Movilizar los buenos sentimientos e invocar continuamente la ética no basta; hace falta entender el cambio social y saber de qué modo pueden conquistarse en las nuevas circunstancias los valores que a uno le identifican.

La primera dificultad de la izquierda para configurarse como alternativa esperanzadora procede de esa especia de "heroísmo frente al mercado" (Zaki Laïdi) que le impide entender su verdadera naturaleza y le hace pensar que el mercado no es más que un promotor de la desigualdad, una realidad antisocial. Para una buena parte de la izquierda razonar económicamente es conspirar socialmente. Piensa que lo social no puede ser preservado más que contra lo económico. La denuncia ritual de la mercantilización del mundo y del neoliberalismo procede de una tradición intelectual que opone lo social a lo económico, que tiende a privilegiar los determinismos y las construcciones frente a las oportunidades ofrecidas por el cambio social. Desde este punto de partida es difícil comprender que la competencia es un auténtico valor de izquierda frente a las lógicas de monopolio, público o privado, sobre todo cuando el monopolio público ha dejado de garantizar la provisión de un bien público en condiciones económicamente eficaces y socialmente ventajosas.

Y es que también hay monopolios públicos que falsifican las reglas del juego. A estas alturas sabemos bien que existen desigualdades producidas por el mercado, pero también por el Estado, frente a las que algunos se muestran extraordinariamente indulgentes. En ocasiones, garantizar a toda costa el empleo es un valor que debe ser contrapesado con los costes que esta protección representa respecto de aquellos a los que esa protección impide entrar en el mercado de trabajo, creando así una nueva desigualdad. Enmascarada tras la defensa de las conquistas sociales, la crítica social puede ser conservadora y desigualitaria, lo que explica que la izquierda está actualmente muy identificada con la conservación de un estatus.

Esta actitud conservadora podría redefinirse en términos de innovación política modificando los procedimientos en orden a conseguir los mismos objetivos: se trata de poner al mercado al servicio del bien público y la lucha contra las desigualdades. La nostalgia paraliza y no sirve para entender los nuevos términos en los que se plantea un viejo combate. No es que una era de solidaridad haya sido sustituida por una explosión de individualismo, sino que la solidaridad ha de articularse sobre una base más contractual, sustituyendo aquella respuesta mecánica a los problemas sociales consistente en intensificar las intervenciones del Estado por formulaciones más flexibles de colaboración entre Estado y mercado, con formas de gobierno indirecto o promoviendo una cultura de evaluación de las políticas públicas.

Y la otra causa de que la izquierda presente actualmente un aspecto pesimista es su concepción únicamente negativa de la globalización, que le impide entender sus aspectos positivos en orden a la redistribución de la riqueza, la aparición de nuevos actores o el cambio de reglas de juego en las relaciones de poder. Al insistir en las desregulaciones vinculadas a la globalización, la izquierda corre el riesgo de aparecer como una fuerza que protege a unos privilegiados y rechaza el desarrollo de los otros. Es cierto que la dinámica general del mundo nunca había sido tan poderosa, pero también tan prometedora para muchos.

Por eso la izquierda del siglo XXI debe poner cuidado en distinguirse del altermundialismo, lo que no significa que no haya problemas graves a los que hay que buscar una solución, sin ceder a la letanía de deplorar la pérdida de influencia sobre el curso general del mundo. En lugar de proclamar que "otro mundo es posible", más le vale imaginar otras maneras de concebir y actuar sobre este mundo. La idea de que no se puede hacer nada frente a la globalización es una disculpa de la pereza política. Lo que no se puede es actuar como antes. La izquierda no se librará de ese pesimismo que la atenaza mientras no se esfuerce en aprovechar las posibilidades que genera la mundialización y orientar el cambio social en un sentido más justo e igualitario.

Un proyecto político tiene que encarnar una esperanza, razonable e inteligente, o no pasará de ser más que la inercia necesaria para seguir tirando.

Daniel Innerarity es profesor titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.

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