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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sangre en Birmania

La Junta Militar birmana está haciendo lo que mejor sabe hacer para sofocar las protestas populares: asesina a manifestantes, se ignora a cuántos, detiene masivamente, acordona barrios enteros, intimida a sus compatriotas con una exhibición de fuerza desmesurada, intenta aislar a Birmania por teléfono e Internet. Los monjes apenas aparecieron ayer en las calles. Pero los religiosos budistas, que han tenido el enorme coraje cívico de ponerse al frente de una revuelta inicialmente desatada por los precios de los combustibles, no son líderes políticos y no cabe exigirles heroísmos mayores.

La represión sangrienta desatada por una de las dictaduras más viejas del planeta, casi medio siglo, y sus oídos sordos a la cordura y los llamamientos internacionales no son nuevos. En buena medida, esta actitud de impunidad, que evoca los trágicos acontecimientos de 1988 en Birmania, con más de 3.000 muertos, está alentada por la impotencia de la ONU, que se tiene que conformar con un visado para uno de sus representantes y donde los principales aliados de los generales birmanos, China y Rusia, anuncian que se opondrán "por prematura" a cualquier sanción. También por la inacción, más allá del habitual coro de protestas diplomáticas, de los poderes internacionales que hace 20 años ya dejaron sola a Birmania frente a los mismos verdugos.

Pekín, Moscú y hasta la democrática India cortejan los hidrocarburos de Birmania, en cuya explotación incipiente colaboran gigantes occidentales como Chevron o Total. Los vecinos del país de las pagodas, encuadrados en la Asociación de Naciones del Sudeste de Asia (ASEAN), miran desde hace muchos años hacia otro lado o prefieren, como es el caso de Tailandia -donde hay dos millones de birmanos huidos del hambre y la represión-, seguir siendo el destino preferente de su gas. Las sanciones unilaterales, como las financieras que acaba de imponer Washington, sólo tienen efectos a largo plazo, y éstos son muy relativos en un contexto tan medieval como el de Myanmar.

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La responsabilidad radical del despótico régimen militar birmano en la tragedia de su país no esconde el hecho de que China juega un papel decisivo en su mantenimiento. Pekín, con unos Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina y necesitado de una fachada respetable que compense su impresentable política exterior y su lóbrego historial en derechos humanos, debería entender que patrocinar una transición ordenada al poder civil en Birmania probablemente sirva mejor sus intereses que una alianza ciega con los exterminadores.

En última instancia, sin embargo, es otro el argumento que exige una respuesta urgente, coordinada y enérgica de las potencias democráticas, con la Unión Europea al frente, para detener la iniquidad que sufre Birmania; y un apoyo generoso y sin fisuras hacia su oposición política. Se trata del supremo respeto que merecen los cientos de miles de personas que, sin ninguna de las compensaciones de nuestro mundo, se están echando pacíficamente a la calle y arriesgando sus vidas frente a los fusiles para exigir libertad.

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