_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Shoah' en televisión

El televidente puede ver este domingo y el que viene, en La 2, a una hora tardía pero no imposible, la continuación del filme de Claude Lanzmann, Shoah. Sobre el proyecto nazi de destrucción de los judíos europeos hay muchas películas, mejor dicho, hay una, ésta. Y luego todas las demás: las de Resnais, Polanski o Spielberg. No es un documental como dice la publicidad, aunque aquí en ningún caso la ficción suplanta a la historia; ni es obra de autor, aunque la potencia de la mirada de Lanzmann es tal que en Francia, cuando se refieren al exterminio judío, no dicen Holocausto o Auschwitz, sino Shoah, como el filme. Es cine en estado puro, un obra maestra y por eso inclasificable.

El director utiliza todos los resortes del lenguaje cinematográfico -movimientos de la cámara, distintos tipos de planos, complicidad de rostros y paisajes, el arte del montaje, etcétera- no sólo para contar una historia inenarrable sino para aproximarnos a la experiencia de sus protagonistas. Porque los actores son supervivientes. Se representan a sí mismos, por eso el peluquero hace que corta el pelo ahora como antaño en la antecámara de la muerte. Pero no fingen su dolor. Cuando Bomba -atención a esa secuencia- se desploma y llora ante la cámara porque no puede soportar la memoria, no está actuando como lo haría un buen profesional, sino pagando el precio para transmitir la verdad de una experiencia. No se trata para los actores de hacer un buen filme. Lo importante es que el mal que ellos sufrieron no salga de la escena como un suspiro que alivia, sino que actúe como una sacudida estremecedora. El director quería una obra donde el espectador no fuera a pasar el rato sino a hacer una experiencia. Por eso dura nueve horas y media, que hay que ver de un tirón para poder apreciar la intensidad de los testimonios, el rigor histórico y su fuerza comunicativa. Las exigencias comerciales obligan a dividirla en cuatro partes. Quien cate una sesión sentirá la necesidad de ese enfrentamiento solitario con el mal y recordará ese mano a mano como uno de los episodios de su vida en los que escapó a la lógica de la rutina para hacer una experiencia de libertad.

Pese a su duración, es una obra muy ordenada en torno a unos cuantos ejes. Shoah es ante todo afirmación del fracaso del proyecto nazi. Con los nazis no acabaron los aliados. La "solución final", es decir, el proyecto de exterminio del pueblo judío era un proyecto de olvido. No tenía que quedar ni rastro del crimen para que desapareciera la posibilidad de la memoria de un pueblo: de su existencia y de su contribución a la historia de la humanidad. Lanzmann, armado con su cámara, convoca a los testigos para decirnos que los bosques que han crecido sobre antiguos campos o los barrios construidos sobre antiguos guetos no pueden ocultar la realidad de esos lugares. La memoria se enfrenta a la historia. No hay imágenes de archivo ni reconstrucción de escenarios. Sólo la palabra enfrentándose a lo que han devenido aquellos lugares y sus protagonistas. Por eso el filme comienza con la presencia de los testigos que van a acompañarnos a lo largo de la jornada. Unos, como Zaild, van a contar vivencias que sorprenden a su propia hija; otros, como Scherbnik, van a revelar lo que hay de historia viva entre las hierbas de una naturaleza muerta. Los testimonios de estos supervivientes son sobrios para que nosotros podamos asimilarlos racionalmente sin naufragar en un mar de sentimientos.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

En segundo lugar, el testimonio de los propios verdugos. Los verdugos también testifican. Lo hacen con engaño -son filmados con una cámara oculta- y hablan tras negociar el anonimato. No se arrepienten de nada y hablan con una precisión que da miedo. "El Ziklon B, sólo en Auschwitz", dice un sargento de la SS, mientras canta encantado la canción que obligaban a entonar a los deportados recién llegados. Ellos, los señores del campo, no se mezclaban nunca con los seres inferiores que tenían que exterminar. Lanzmann toma buena nota, por eso nunca coinciden en un plano con los judíos. A la segregación física del campo corresponde la separación metafísica del filme. No caigamos en la simpleza del sufrimiento plural. Hay víctimas y hay verdugos.

En tercer lugar, la responsabilidad de los espectadores. Los campos de exterminio estaban casi todos en Polonia, país católico en el que nada se movía sin la anuencia de la Iglesia. Lanzamnn se va hasta Grabow, población cercana a Chelmo, lugar en el que comenzó el exterminio sistemático. Su llegada es como la de un justiciero en una película del Oeste. Todos le rehúyen, todos le temen porque viene a remover viejas historias que nadie ha olvidado. Ellos, sin embargo, necesitan olvidar porque han construido sus vidas sobre el expolio de las víctimas. Consigue reunirse con algunos vecinos que no pueden resistir la curiosidad. Entonces nos enteramos que la casa en la que uno vive fue de un judío, que todos sabían lo que estaba pasando, como la señora que espía tras los visillos de la ventana mientras el forastero se pasea por el pueblo. Toda Europa sabía y nadie movió un dedo. Aquello ocurrió ante la indiferencia del mundo.

En Chelmo, pueblo del superviviente Srebnik, reunían a los judíos en una iglesia antes de llevarles en camiones hasta la muerte. Es fiesta y hay procesión. Lanzmann y Srebnik les esperan a que terminen para hablar con ellos. Los buenos católicos polacos mantienen los mismos tópicos antisemitas de siempre. Todavía piensan que los judíos eran ricos, tenían oro y poder, que mataron a Dios. Pero la presencia de Srebnik, su paisano que todos recuerdan bien, les incomoda, se sienten juzgados por eso tienen que justificarse: "Se nos prohibía hablar con ellos", dicen a modo de disculpa para dar a entender que sabían poco y nada podían hacer. Pero lo dicen mientras recuerdan eufóricos que hacían buenos negocios con ellos, al canjearles joyas por un mendrugo de pan. La verdad es que los judíos exterminados eran fundamentalmente pobres. El oro, nos dice la cámara del director mientras hablan los católicos polacos, está en la imagen que los del pueblo sacan a hombros en procesión.

Habría aún que hablar de cómo funciona la fábrica de muerte en el universo concentracionario. Días en los que había que "tratar" a 18.000 personas, como dice el sargento Suchomel; cómo se conseguía paralizar la resistencia de las víctimas, cómo se esforzaban por expulsarlas de la condición humana, cómo el único gesto de amor consistía en procurar que el ser querido se desvistiera lentamente para prolongar la vida unos segundos.

Hay una secuencia que resume la idea maestra de este filme. La cámara se pasea por un lago cubierto de nieve en el que se echaban las cenizas de los asesinados. Ahí se consumaba el propósito nazi de no dejar rastro. La cámara al detenerse en ese lugar quiere hacer visible lo que debería quedar perdido. El arte se hace testimonio. No es lo suyo contarnos lo que ocurrió -para eso está la historia- sino hacernos ver lo que hay de olvido en la historia que hemos construido desde 1945.

Reyes Mate es autor de Medianoche en la historia. Comentario a las tesis de Walter Benjamin sobre el concepto de historia. (Trotta).

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_