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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Soberanista Mas

Tras el discurso del presidente de Cataluña, José Montilla, en la apertura del debate parlamentario de política general, la expectación recaía sobre el líder de la oposición, Artur Mas, presidente de CiU. Defraudó, pese a su eficaz dialéctica parlamentaria. En abierta contradicción con las posiciones de su socio de Unió, Josep Antoni Duran Lleida, el líder de la federación nacionalista lanzó un prescindible y extemporáneo alegato soberanista, en la estela de Ibarretxe.

Como iniciativa estrella de su discurso, Mas propuso redactar una ley de consultas populares que se utilizaría en el caso de que el Tribunal Constitucional modifique sustancialmente el Estatuto. La iniciativa carece de sentido: con o sin ley autonómica sobre consultas populares, la prerrogativa de convocar los referendos corresponde al Rey a propuesta del presidente del Gobierno, en virtud del artículo 92 de la Constitución. Pero, además, el planteamiento del líder de CiU resultó incongruente: al mismo tiempo que exigió el cumplimiento de la legalidad en unos casos, como cuando solicitó el traspaso de la formación ocupacional, en otros casos se mostró partidario de sortearla si no resultaba favorable a sus intereses, como podría suceder con el pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto.

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El propósito de esta maniobra, que Mas trató de justificar apelando a las disposiciones estatutarias, es evidente: pretende empujar a Esquerra a una escalada de radicalismo nacionalista que, al final, termine por romper el tripartito. El líder de CiU no dudó en sacrificar la reconocida trayectoria institucional de su partido a las necesidades de un movimiento político coyuntural y en gran medida ventajista: una actitud impropia de una formación con aspiraciones de volver a la Generalitat. Además, puso de manifiesto que sus reiteradas proclamas sobre la refundación del catalanismo no se refieren a una renovación de las ideas, sino a promover una regresión ideológica que aproxima el catalanismo a la caricatura que tantas veces se ha hecho de él: Cataluña, llegó a decir Mas, deja de tener sentido si no es en confrontación con España.

Esquerra rehuyó el envite y se mantuvo fiel a la cohesión gubernamental, aunque pidió un nuevo modelo de financiación. Era su única salida para sostener el difícil equilibrio de formar parte del Gobierno y, a la vez, mantenerse como fuerza radical. La resistencia de Esquerra frente a las soflamas de Mas permitió que el debate se centrase en la agenda social más que en las elucubraciones acerca de la nación catalana, como había anunciado Montilla en su discurso. Y es que, tal vez, la época del nacionalismo romántico acabó con Pujol y Maragall, y Mas no acaba de comprenderlo.

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