Sorprendente
Los habitantes del Cono Sur de América, que evaluamos el mundo con una mirada progresista, no pudimos dejar de agradecer al juez Garzón que, en su momento, se inmiscuyera en nuestros sistemas jurídicos en base a fundamentaciones de dudosa juridicidad, saltara las leyes que impedían el juicio de nuestros genocidas -afortunadamente hoy derogadas- y les hiciera sentir, como a Pinochet, prisioneros en su propia tierra.
Ya hace tiempo que la vigencia de la Corte Penal Internacional, constituida por el Tratado de Roma, hace innecesarias esas incursiones porque los Estados miembros han delegado expresa y voluntariamente una porción de su soberanía en ese organismo supranacional, para garantizar la justicia de todos en los casos de delitos de lesa humanidad.
Entonces, sin dejar de agradecerle a Garzón la valentía de poner por encima de las normas materiales a la justicia, muchos nos preguntábamos por qué no se atrevía con los desaparecidos de la Guerra Civil y la dictadura franquista. En estos días ha quedado aclarado el misterio: después de 70 años, la sociedad española, en su conjunto, no parece estar aún preparada para que se ponga a la vista de todos la verdadera fotografía de su pasado.
Que Francisco Espinosa Maestre tenga que salir, en la edición de EL PAÍS del día 10, a explicar que "no se trata de castigar a los culpables", sino de encontrar la verdad para los deudos, es una afirmación posiblemente necesaria, pero verdaderamente sorprendente proviniendo de un país que ha juzgado y condenado a nacionales de otros, sin que los delitos cometidos tuvieran ninguna relación material con España ni con españoles.
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