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¿Talento sin límites?

El talento humano no tiene límites. El teléfono móvil, por ejemplo, es ya un artilugio fabuloso que hace fotos, películas, conecta con Internet, la radio y la televisión, ofrece música, juegos y viajes, una oficina completa, mapas e información sobre cualquier cosa, calculadora científica, traductor de idiomas, además de una serie de aplicaciones que van desde componer música hasta detectar enfermedades... Todo cabe en un diminuto rectángulo (11,55 cm - 6,21 cm - 1,23 cm) de pantalla táctil, comandada a dedo, que pesa 110 gramos. Este "teléfono móvil del siglo XXI" I-phone llega ahora a España de la mano de seis "marcas" -¿cómo llamar a conglomerados como el que dirige Steve Jobs?-. El increíble artefacto detecta y adapta su pantalla cuando se le gira vertical u horizontalmente, la desconecta cuando se acerca al oído, ajusta automáticamente su brillo a la luz ambiental. Su batería y memoria son tan inagotables como sus conocimientos o servicios: el modelo más barato cuesta 199 euros. Con semejante milagro entre las manos ¿quién no se tendrá por un genio?

El talento no es algo que se pueda medir por sus resultados económicos

De eso se trata: sólo los genios son capaces de extraer del fabuloso invento todo su potencial. En lo que va de año, de los casi 300 millones de móviles vendidos en todo el planeta, 1,7 millones corresponden a este nuevo móvil. Es sólo el comienzo. ¿Qué comienza? Ante esta maravilla que ofrece todos los conocimientos de todas las épocas y civilizaciones, hay que pensar que su comercialización responde a la demanda de individuos tan capaces, sabios y admirables como el propio invento. Su éxito sería indicativo de que nuestra época está plagada de genios capaces de utilizar el instrumento más fabuloso de la civilización técnica. Sería la mejor noticia de la historia: la humanidad debiera dar saltos de alegría.

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No parece ser el caso. Sólo escasas minorías gozan en su cotidianeidad con el reto práctico que se nos lanza desde la cumbre jibarizadora -eso debe ser el famoso I+D+i y la fiesta prometedora de la innovación- del talento humano. Otros nos limitamos a celebrar el acontecimiento del supermóvil y asombrarnos de lo que somos capaces de construir. Algunos enviaríamos directamente semejante maravilla a un museo donde todos cayeran fascinados ante los logros de la inteligencia.

Unos pocos encontramos, incluso, intimidante que la historia del talento de todas las épocas pueda encerrarse en un objeto tan parecido a un electrodoméstico y somos reacios a admitir que quienes popularizan tal invento a un precio tan asequible lo hagan como una obra de caridad. Seguramente tales reticencias se deben a que siempre es incómodo que un artefacto sea -objetivamente- mucho más sabio que nosotros mismos. Y es que existe una fantástica desproporción entre lo que somos como individuos o colectivos y lo que simboliza semejante obra de arte de la electrónica, la sabiduría y la comunicación juntas.

El caso del supermóvil muestra, sin duda, que el talento existe. Y no sólo eso: se exhibe, se admira y se vende. Estupendo: hay que celebrar el genio, la innovación, el conocimiento, la inteligencia. Por todo lo cual cabe preguntarse: ¿por qué somos tan listos para algunas cosas y tan tontos para otras? Mientras el móvil se adelanta a su tiempo, el maravilloso invento de cuatro ruedas que dio libertad a los hombres del siglo XX, el automóvil, se ha transformado hoy en un problema cuando no en cárcel o ataúd. ¿Quién se ha vuelto tonto aquí?

Parece imposible que, con tantos conocimientos a su alcance, la industria equivocara el camino de la innovación y escogiera esa bifurcación inútil que lleva al absurdo de hacer coches cuya potencia es imposible alcanzar en las carreteras del mundo y a mantener el peaje de una energía que muy pocos pueden pagar. Hace más de 20 años que el problema estaba claro: ¿no lo vieron o no lo quisieron ver hasta hace dos días?

¿Qué intereses han primado por encima del talento, en este caso como en tantos? Ésta es seguramente la gran cuestión que acaba definiendo qué frena la inteligencia humana. Nada nuevo: ya lo explicaba una profética película, El hombre del traje blanco (Alexander McKendrick, 1951), protagonizada por sir Alec Guiness. El talento, por sí solo no basta: para manifestarse, en nuestro mundo, necesita coincidir con intereses que, a menudo, acaban matándolo. Sería bueno, por tanto, que las escuelas de negocios y también la señora ministra Garmendia superaran esa visión ensimismada que reconoce el talento sólo en función de sus promesas de resultados económicos. Hablar de innovación sin tener en cuenta al ser humano y su entorno es construir castillos en el aire, puro humo: tontería.

¿Listos o tontos? El gran vacío que se observa cuando la creatividad está repartida entre la ingeniería y el marketing está en la ausencia de sabiduría sobre la sociedad y las necesidades reales de los individuos. Biólogos, científicos, ingenieros, deberían trabajar, mano a mano, con sociólogos, historiadores, artistas, con aquéllos, en fin, cuyo objetivo es el conocimiento de lo humano. Sin ese pacto básico, toda innovación es vana o fuente de estulticia. Y sólo le queda el despotismo -creativo, ¿por qué no?- como método de acción.

Margarita Rivière es periodista y escritora.

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