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Columna
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Toda tú eres una errata

Juan Cruz

Le tengo mucha admiración y afecto (porque es un escritor cálido y un ingenio veloz) a Antonio Gala. A él le debo una anécdota que indica su chispa y también lo que late en la irritación que producen las erratas. Recuerdo que él, como tantos de los que escriben en prensa, era (cuando era habitual de EL PAÍS) una persona puntillosa con sus textos, que se le enviaban (si mi memoria no falla) para que los revisara. Y en una ocasión este cronista dictó por teléfono un artículo que llevaba como título el de uno de sus libros de poesía. Como el equívoco era evidente, salió la errata temida. El libro se titulaba Enemigo íntimo, y en EL PAÍS de aquel sábado el título de la crónica era Enemigo público.

Por esas casualidades que la vida tiene, en seguida me encontré con Gala en un restaurante de Madrid. Me precipité a contarle el equívoco y a decirle que haríamos una fe de erratas. Cuando acabé mi relato compungido, con esa chispa que le recorre a él el cuerpo y con la que te recorre a ti de arriba abajo, Gala me dijo, riendo:

-Todo tú eres una errata.

Hace poco me lo encontré y nos estuvimos riendo juntos de esa anécdota que él no recordaba. Natural: tiene tantas.

En cualquier caso, ahora que se ha producido este incidente de la carta de Esperanza Aguirre con una buena colección de faltas de ortografía recordé aquel sucedido. Todo tú eres una errata. Las erratas, y los errores ortográficos, pueden venir de la pereza o del lapsus línguae, o de la escasez de lecturas. Cuando hay errores ortográficos (y en la prensa, aquí mismo, proliferan para desgracia nuestra) se interrumpe de manera leve o grave, según los casos, la concentración del lector. Una errata, o un error, no es un incidente más en la página: a veces es la página. Es decir, mancha de tal manera un error que ya no se puede seguir leyendo sin que la memoria visual no te lleve otra vez a esa piedra. Para hacerse una idea: una errata es como una muela picada, la lengua vuelve a ese hueco una y otra vez. Hasta que se acostumbra.

Y ese es el problema, que nos acostumbremos a las erratas. En el caso de la carta de Aguirre, son sobre todo acentos (en más, en irá) los que se comió el o la mecanógrafa de la presidenta de Madrid. En algún momento benévolo pensé si no sería ella misma la que produjo esa carta, pues tiene educación anglosajona, y ya se sabe que en aquellos territorios lingüísticos se acentúa lo que se dice, pero no se acentúa lo que se escribe. En el mismo orden de cosas, deduje también que quizá ella le ha contagiado la ortografía anglosajona, despojada de acentos, y por tanto engañosa de énfasis, a sus colaboradores, entre los cuales, me consta, no solo hay buenos prosistas, sino incluso gente emparentada con la alta alcurnia académica y la narrativa más importante del siglo XX. Onetti decía que todo escritor debe tener al lado una mano que le atice cuando el autor en cuestión cometa errores. Pues ya sabe lo que tienen que hacer Esperanza Aguirre y sus colaboradores cultos.

La carta va más allá de las erratas, pero ahora se queda como una errata en sí misma. Toda tú (digámoslo referido a la carta) eres una errata.

Qué habrá dicho en su tumba Fernando Lázaro Carreter. Qué falta nos hace. -

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