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Tribuna
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Todos locos

Nos hemos vuelto todos locos". Esa es la desoladora sensación que irresistiblemente me invade ante la sentencia del Tribunal Supremo sobre la ilegalización de Sortu y ante los argumentos de unos y otros, antes y después de la misma, a favor y en contra.

No quiero entrar aquí en el debate acerca de la retórica distinción entre argumentos jurídicos y argumentos políticos, pues como la propia práctica judicial muestra y la sentencia del Supremo corrobora, el inevitable fracaso del proyecto utópico del derecho de construir un lenguaje perfecto de significado inequívoco que permita tomar decisiones judiciales basadas en un simple cálculo obediente a la lógica deóntica hace inevitable que la aplicación de la ley esté siempre mediada por la divergente y muy subjetiva interpretación de los jueces, y esas divergentes interpretaciones suelen estar motivadas -en el mejor de los casos- por consideraciones políticas, y -en el peor y más frecuente de los casos en nuestro país- por consideraciones morales y religiosas, por intereses económicos, profesionales y gremiales, o por simples motivos o síndromes psicológicos, entre los cuales la vanidad y la megalomanía suelen ser los más abundantes entre los jueces y juristas.

Es incomprensible, desde un punto de vista pragmático, que Sortu no haya sido legalizado
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La sentencia del Supremo es una doble victoria política para ETA y para Batasuna
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Tampoco quiero entrar a discutir los aspectos morales de los sedicentes argumentos políticos de unos y otros al respecto: confieso de entrada que a mí la "sinceridad" del rechazo a la violencia de los promotores de Sortu y de su "conversión" a la democracia, su arrepentimiento y disposición a "condenar" su pasado criminal, el carácter auténtico o solo "cosmético" de la nueva actitud política de la izquierda abertzale, me tienen tan absolutamente sin cuidado como la imposible reparación moral de las víctimas del terrorismo o la ilusoria reconciliación y "regeneración moral" de la sociedad vasca.

Mi perspectiva es exclusivamente pragmática. La vida de los vascos de mi generación (nací en 1949) y de las generaciones posteriores ha estado marcada "a sangre y fuego" -nunca mejor dicho- por ETA, y no creo ser el único vasco cuya única y modesta aspiración al respecto es que ETA deje definitivamente de matar. Digo bien "de matar": ni siquiera me importa demasiado que durante algún tiempo -desaparecida la rentabilidad política del asesinato porque Sortu ha segado la hierba bajo sus pies- ETA siga existiendo, robando coches o protagonizando mascaradas mediáticas ante un público cada vez más exiguo. Y no consigo comprender a algunos amigos y conocidos que hasta ahora compartían ese objetivo prioritario y que, ante la inmi-nencia de su consecución y a modo de desconfiado conjuro, empiezan a condicionarlo y supeditarlo a otros objetivos políticos, como terminar con la izquierda abertzale o debilitarla lo más posible, o a fetiches teóricos varios, como la consolidación de la democracia o la reconciliación moral de los vascos.

Confieso asimismo que, desde esa perspectiva pragmática, no consigo forjarme una opinión clara acerca de qué sería más eficaz para que ETA deje definitivamente de matar: si legalizar o ilegalizar a Sortu.

Cada vez me inclino más a pensar que hace ya mucho tiempo que el final de ETA depende casi exclusivamente de una sola variable independiente: la eficacia de la policía y la consiguiente detención de sus militantes. Por eso este artículo está desprovisto de toda dimensión trágica o sentido de urgencia: me encuentro incapaz de recomendar a nadie que haga o deje de hacer esto o lo otro -legalizar o ilegalizar a Sortu, por ejemplo- para que se cumpla cuanto antes el objetivo de que ETA deje definitivamente de matar. Lo único que sí tengo claro al respecto es que lo que está haciendo Batasuna-Sortu es positivo y eficaz para lograrlo, sean cuales sean los motivos que les han llevado a ello.

Y aquí es donde me inunda la perplejidad porque, en mi opinión, los motivos de esa apreciación positiva de lo que es y hace Batasuna-Sortu son exactamente los motivos "negativos" que han llevado a políticos y jueces a recomendar y decidir la ilegalización de Sortu. Me parece fuera de toda duda -ellos mismos se han esforzado en subrayarlo- que Sortu es una metamorfosis de Batasuna, pero me parece bastante más dudoso e improbable que esa transustanciación de Batasuna en Sortu haya sido una iniciativa de ETA o cuente con todas sus complacencias. En cualquier caso, ante esa hipótesis improbable (la dirección política de ETA ha dado, a lo largo de su criminal historia, múltiples pruebas de necedad, pero me cuesta mucho creer que esta haya llegado al extremo de recomendar a su brazo político que la rechace) solo puedo exclamar: ¡ojalá sea así!, pues ese sería el mejor indicio de que ETA, cuando menos, ha comenzado a interiorizar la inevitabilidad de su renuncia a la "lucha armada".

Considerar posible que ETA haya decidido que su brazo político rechace la violencia de ETA y funde un partido obligado por sus estatutos a expulsar a los militantes que la practiquen, alienten y justifiquen solo para "estar en las instituciones" y volver luego a matar, poniendo a Sortu en el dilema de confirmar su rechazo a ETA o volver a la ilegalidad, es atribuir a ETA y a Batasuna un grado de estupidez suicida que hasta ahora han estado muy lejos de mostrar. Y esto no tiene nada que ver con los motivos de Batasuna (sean estos religiosos, morales, políticos, tácticos, estratégicos, sinceros o cosméticos) para rechazar la violencia de ETA y transmigrar a Sortu. Desde un punto de vista político y pragmático, el motivo parcialmente confeso de ese rechazo (la toma de conciencia de que la violencia de ETA ha dejado de ser políticamente rentable) es una garantía mucho más sólida de su irreversibilidad que cualquier hipotética e improbable conversión moral al pacifismo, la democracia y el amor al prójimo.

En resumen: lo que el Gobierno y el Tribunal Supremo consideran la peor de las hipótesis acerca del nacimiento de Sortu (que es una continuación de Batasuna promovida por iniciativa de ETA) sería, de ser cierta, la mejor de las noticias y el más sólido de los motivos para legalizar Sortu.

En realidad, la suposición contraria a la primera parte de esa hipótesis es manifiestamente absurda: si Batasuna no desapareciera, metamorfoseada en Sortu, Sortu no habría nacido y no habría presentado su solicitud de legalización, pues no sería sino un nuevo Aralar y en lugar de fundar un nuevo partido sus promotores se habrían limitado a trasladar su militancia y su voto a Aralar o a EA, como es muy probable que hagan, provisionalmente, en las próximas elecciones a la espera de su inevitable legalización final. Lo políticamente relevante de Sortu y el único motivo por el que comparece ante el Supremo es que es una transformación de Batasuna. La policía, el Gobierno y la fiscalía deberían sonrojarse por su esfuerzo en demostrar ante el Supremo una obviedad.

Puedo aceptar que, en la hipótesis probable -contraria por cierto a la posición del Gobierno y del Supremo- de que ETA no vea con buenos ojos el nacimiento y legalización de Sortu, cabe discutir políticamente qué es más eficaz, la legalización o la ilegalización, para que Sortu se enfrente más abiertamente con ETA y cabe discutir también si ese enfrentamiento total -y el hipotético peligro consiguiente de una escisión en ETA y/o en Batasuna- es mejor o peor para terminar de una vez con ETA.

Pero sea cual fuere la opinión que sobre ello se tenga y la posición política que se adopte al respecto, no debería perderse de vista, desde un punto de vista estrictamente pragmático, que supeditar con demasiada desvergüenza las decisiones judiciales a posturas políticas con argumentos inconsistentes e incluso manifiestamente absurdos corre el serio peligro de legitimar a quien se ilegaliza y desprestigiar a quien ilegaliza.

En contra de su manifiesta intención, la absurda sentencia del Supremo constituye una doble victoria política para Batasuna y para ETA: a largo plazo legitima a Sortu, a quien sin duda dará la razón el Tribunal de Estrasburgo si no lo hace antes el Constitucional, y desprestigia aún más a las instituciones judiciales del Estado español.

Juan Aranzadi es profesor de Antropología en la UNED.

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