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Tribuna
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Más allá del error

No tengo ninguna intención de polemizar con el señor Vargas Llosa. Sólo quiero precisar algunos hechos. La amalgama, la información trunca, la petición de principio y la pura mitomanía invalidan de antemano, la posibilidad de cualquier discusión seria.El señor Vargas Llosa, que ha hecho de la agitación una actividad comercial, carece de la envergadura intelectual y de las garantías mortales necesarias que podrían convertir a todo adversario en un interlocutor válido. La historia tenebrosa de sus opiniones y de sus actos pueden hacerla, si lo desean, todos aquellos que por complacencia, oportunismo o ignorancia acogen tan a menudo sus panfletos, acordándoles de ese modo la legitimidad de un periodismo honesto y objetivo. Sus dislates no justifican la controversia: llenos de lugares comunes, de ideas fijas y de incoherencias histéricas, una vez expuestos en lugar visible se refutan solos.

Pero aun para el más imperturbable desprecio, la imprudencia tiene un límite. En el artículo Jugar con fuego, aparecido en EL PAÍS del 7 de mayo, el señor Vargas Llosa franquea, con su desparpajo habitual, ese límite, y se instala en una zona turbia que está más allá del error.

Cada uno es libre de sus opiniones si, desde luego, las profiere con franqueza; pero si para hacerlas más aceptables las adereza con una napa asqueante de lugares comunes dignos de una composición de sexto grado no es difícil inferir la duplicidad y, en definitiva, la cobardía de quien las expresa.

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El artículo comenta las recientes confesiones públicas de militares argentinos que participaron activamente en los actos masivos de terrorismo de Estado perpetrados por la dictadura militar entre 1976 y 1983.

Esas confesiones públicas no aportan ninguna novedad a los hechos, mundialmente conocidos desde hace más de una década. El informe de la Conadep -Comisión Nacional de Desaparecidos, presidida por Ernesto Sábato-, de septiembre de 1984, después de muchos meses de trabajo ejemplar, logró probar, aceptando como válidos sólo los casos donde existían varios testimonios concordantes, el secuestro, tormento y desaparición de alrededor de nueve mil personas. Su estimación global, sin embargo, según varios indicios fuertemente probables, es de unos treinta mil desaparecidos. El informe fue, por otra parte, al año siguiente, una pieza decisiva en el proceso a los jefes de la dictadura militar bajo el Gobierno del doctor Raúl Alfonsín. Varios responsables militares fueron condenados a importantes penas de cárcel, pero el Gobierno de Carlos Menem, en 1989, les acordó una injustificada amnistía. De modo que las confesiones públicas de unos pocos militares -el resto guarda todavía un espeso silencio- no introducen ninguna novedad a no ser la comprensible exigencia de una buena parte de la opinión pública, exigencia que nunca decayó totalmente, de que se juzgue a los culpables de tantos crímenes horrendos. Y es la posibilidad de un nuevo proceso lo que despierta el escepticismo de Vargas Llosa.

Podado de sus vaguedades liberales y de sus supuestas revelaciones, su artículo sostiene en sustancia que un nuevo juicio a los militares es "prácticamente" imposible, porque la responsabilidad de los crímenes no recae únicamente sobre los que los cometieron, sino "sobre un amplio espectro de la sociedad argentina", es decir, sobre todos aquellos que aprobaron la llegada al poder de la dictadura militar y asistieron, sin rebelarse explícitamente, a la ola de terror. Según este argumento, Goering, Hess, Eichmann o Barbie no hubiesen debido ser juzgados o condenados por los crímenes que cometieron, con el pretexto de que la mayoría del pueblo alemán sostenía al nacional-socialismo. Este curioso argumento es la legitimación tácita de la tiranía, porque los desmanes de cualquier Gobierno elegido por simple mayoría podrían ser reivindicados por los dirigentes como atributos legítimos del mandato popular. La tan criticada Ley de Punto Final de la Administración de Alfonsín contempló lo absurdo de ese argumento y puso un tiempo límite para que todas las denuncias fundadas pudieran ventilarse en los tribunales.

La ley fracasó rotundamente, pero la intención era castigar graves casos precisos de violación de derechos humanos, para sacar justamente el problema del terreno brumoso de la responsabilidad colectiva. Si la ley fracasó fue porque muchos jueces que habían sido cómplices de la dictadura empezaron a enjuiciar a militares subalternos omitiendo ocuparse de los verdaderos responsables. Ese argumento de la responsabilidad colectiva pondría, por otra parte, en situación delicada al propio Vargas Llosa, porque mientras que decenas de intelectuales y de artistas chilenos y argentinos eran torturados, asesinados, o desterrados, él seguía publicando sus artículos en los diarios oficiales de las dictaduras, de esos países.

El artículo de Mario Vargas Llosa se desliza, groseramente en verdad, de la tesis de la dificultad del juicio a causa de la responsabilidad colectiva a la de su falta de necesidad, incluso a su carácter nocivo, porque una actitud revanchista pondría en peligro las todavía frágiles instituciones democráticas.

No entiendo cómo la impunidad de esos crímenes horrendos podría contribuir a estabilizar la democracia, ni cómo puede llamarse democracia a una sociedad en la que verdugos y torturadores, secuestradores y asesinos de criaturas, se pasean por la calle, ostentando el cinismo satisfecho de sus crímenes. Es verdad que en nuestra época la palabra democracia ha sido vaciada por muchos de todo contenido y que, parafraseando al doctor Johnson, podríamos decir que la democracia -como hasta no hace mucho la patria- se ha vuelto el último refugio del pícaro. Pero el argumento de choque del artículo consiste en afirmar que si bien la dictadura existió, no se debe eliminar del debate "un hecho capital": la acción insurreccional de los grupos armados que implícitamente justificó la reacción del ejército. Una mentira enorme apoya este sofisma: según Vargas Llosa, la lucha armada comenzó bajo un Gobierno constitucional y democrático, lo que haría recaer en sus partidarios la principal responsabilidad de las masacres. Esta afirmación podría deberse a la mala fe de Vargas Llosa o a su ignorancia de la historia argentina: yo creo que ambas razones no se excluyen necesariamente.

Desde el golpe de Estado de 1955 contra el Gobierno de Perón hasta el 10 de diciembre de 1983, es decir, durante 28 años, hubo en Argentina sólo seis años de gobiernos constitucionales diluidos en 22 años de dictaduras militares, Los primeros intentos de resistencia armada empezaron en 1956, bajo un Gobierno militar, y la mayoría de las acciones importantes tuvo lugar contra ese tipo de Gobierno. Calificar el de Isabel Perón de democrático es una lamentable patraña, ya que fue ese mismo Gobierno el que, después de haber alentado grupos paramilitares y parapoliciales, comenzó a aplicar el terrorismo de Estado firmando un decreto de "exterminio" que los militares que lo derrocaron no hicieron más que aplicar al pie de la letra.

Quiero hacer notar que, como de costumbre, el señor Vargas Llosa es poco original, porque su punto de vista coincide como por casualidad, y al milímetro, con el de la dictadura militar: si torturaron y asesinaron fue porque los otros los obligaron a lanzarse en lo que ellos mismos bautizaron "la guerra sucia". Adobándolo de inenarrable chatura seudohumanista, Vargas Llosa no hace más que blandir el eterno pretexto de todos los tiranos: la responsabilidad del terrorismo de Estado recae no sobre los asesinos que lo ponen en práctica, sino sobre la sedición que, previamente, la provocó.

En cada frase de ese artículo hay una inepcia, y podría poner como ejemplo la afirmación de que Chile es un país reconciliado, aunque todos sabemos que los excesos del golpe de 1973 aún no han sido elucidados, y que la sombra siniestra de Pinochet se proyecta todavía, reivindicando orgullosamente todos sus crímenes, sobre la sociedad chilena.

En la más completa impunidad, y con la inconsecuencia clínica del mitómano, Vargas Llosa, como se puede comprobar, es capaz de escribir cualquier cosa y, como decía al principio, a amalgama, la verdad trunca, a afirmación irresponsable, son la rutina de este articulista. La inconsistencia general de sus argumentos fatiga, y sus torpes tergiversaciones ya hace tiempo que han dejado de indignar. Como a un factor más de contaminación ambiente se soportan su verborrea omnipresente, su sintaxis renga, sus efectos de pacotilla, su narcisismo vulgar que, a decir verdad, nada justifica. Pero todo tiene un límite.

Comentando las confesiones públicas de los torturadores arrepentidos, el señor Vargas Llosa se atreve a estampar estas líneas: "Ahora sí, la evidencia está allí. La verdad ya no puede ser cuestionada ni rebajada...". A pesar de las 484 páginas atroces del informe de la Conadep, de las decenas de miles de folios de los procesos militares, de los testimonios directos difundidos desde hace casi veinte años por la prensa internacional y por las asociaciones de defensa de los derechos humanos, el indigno autor de ese artículo insinúa que sólo el testimonio de los torturadores suministra la prueba irrefutable de lo que realmente sucedió.

La veracidad de una de las páginas más sombrías de la historia americana estaba, según él, en suspenso antes de que los asesinos reconocieran sus crímenes. El relato de miles y miles de víctimas, de familiares, de testigos, de periodistas y de magistrados no era al parecer prueba suficiente. Tal es la insinuación incalificable que, sin embargo, califica a quien la escribió: hasta ahora la palabra de las víctimas no era enteramente digna de crédito; solamente la confesión de los verdugos la certifica.

Juan José Saer es escritor argentino miembro de la mesa coordinadora del Parlamento Internacional de Escritores.

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