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El origen del Universo

«In the beginning: God and Science» («En el comienzo de los tiempos: Dios y Ciencia») es el título del ensayo del primer número de febrero de la revista Time. Los lectores de este gran magazine norteamericano saben de la gran calidad y oportunidad de los ensayos que formalmente como tales (Time Essay) aparecen desde hace ya años, número a número, abordando los grandes temas de nuestro tiempo.La tesis del ensayista Lance Morrow es bastante fácil de resumir si prescindimos de detalles técnicos. Desde la Ilustración, ciencia y religión han marchado por caminos paralelos, en una especie de pacto de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y así, la ciencia se ha venido ocupando del mundo material, y la religión, de la esfera moral del comportamiento humano. Este ha sido el gran drama del cristianismo de los dos últimos siglos, que Ortega tan bien describió en su Rebelión de las masas. Allí escribió nuestro pensador en 1929: «El católico no es auténtico en una parte de su ser -todo lo que tiene, quiera o no, de hombre moderno-, porque quiere ser fiel a otra parte efectiva de su ser, que es su fe religiosa. Esto significa que el destino de ese católico es en sí mismo trágico.» Y añade, generosamente, Ortega: «Y al, aceptar (el católico) esa porción de inautenticidad cumple con su deber», al contrario del «señorito satisfecho», embrión del «hombre-masa, que, en cambio, deserta de sí mismo por pura frivolidad y del todo, precisamente para eludir toda tragedia».

Cuando Ortega escribía lo que antecede, la ciencia entonces vigente mantenía la idea de un Universo físico «no creado e indestructible y eterno», es decir, con un pasado infinito en el tiempo y con un futuro igualmente infinito en el tiempo. Esta idea del, Universo físico de la ciencia moderna chocaba frontalmente -brutalmente en la conciencia de muchos- con la tesis contenida en el libro del Génesis, en el que se dice que el Universo surgió por el simple acto de creación divina ex nihilo, de la nada.

Pero las cosas han variado bastante desde entonces. La mayoría de los astrónomos aceptan actualmente la teoría de que el Universo tuvo un comienzo, un instante de creación, al producirse una gigantesca explosión de un núcleo material hace unos 15.000 o 20.000 años. Los datos científicos de que se dispone avalan esta teoría. Esto supone una auténtica revolución en el pensamiento científico, en la filosofía de la ciencia, al tiempo que establece la posibilidad de un replanteamiento de las relaciones entre la ciencia y la religión.

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El ensayo de Lance Morrow en Time es una enumeración de las diferentes posturas teóricas y emocionales de científicos y teólogos sobre el hecho de que, en estos momentos, se puede cohonestar de alguna manera las tesis científicas más avanzadas con el contenido del libro del Génesis. Los hay muy ingenuamente optimistas, como Robert Jastrow, director del Instituto de Estudios Espaciales de la NASA, que ha publicado un librito titulado God and the astronomers (Dios y los astrónomos), en el que proclama que la Biblia tenía razón. Esta postura simplista de Jastrow ha encontrado réplicas fulminantes no sólo entre muchos Científicos, sino también entre teólogos honestos. Entre los científicos, destaca la reacción de Isaac Asímov -muy conocido en todo Occidente por sus trabajos de divulgación científica-, quien recalca que ciencia y religión proceden según métodos diferentes. La ciencia es siempre provisional, progresa desde una hipótesis válida a otra que amplía el campo de validez de la misma, siempre probando sus asertos y rechazando aquellas ideas que se contra dicen con la evidencia de los hechos. Asimov recurre al concepto de fe en San Agustín -«fe es creer por la palabra de Dios en lo que no vemos»-, para concluir que la fe religiosa desafía la prueba, mientras que la ciencia la reclama. Otro notable científico, el astrónomo Owen Gingerich, que trabaja en la Universidad de Harvard, ha manifestado, por su parte, textualmente: «El Génesis no es un libro de ciencia. Es accidental que haya coincidencias entre el Génesis y las verdades científicas. Yo creo que los cielos sólo manifiestan la gloria de Dios a los que han contraído un compromiso religioso». A todas éstas, el contraataque del antes mencionado Jastrow no se ha dejado esperar. «Con la teoría del Bing Bang (así denominan los americanos a la teoría de la explosión universal que dio comienzo al Cosmos) -ha manifestado Jastrow- la ciencia ha probado que el mundo ha surgido como resultado de fuerzas que escapan al poder de la descripción científica.» Y añade Jastrow, irónico y agresivo: «Esto perturba a los científicos porque se enfrenta con la religión científica, la religión de la causa y el efecto, la creencia de que todo efecto tiene su causa. Ahora nos encontramos con que el mayor efecto de todos, el nacimiento del Universo, viola este artículo de fe. »

Realmente, por lo que deduzco del excelente ensayo de Morrow, esta convergencia de ciencia y religión en el problema del nacimiento del Universo no ha hecho muy felices a la mayoría de los teólogos norteamericanos, que estiman que esta convergencia entre las interpretaciones científicas y religiosas sobre el origen del mundo no pasa de una mera coincidencia accidental, de la que no pueden extraerse consecuencias profundas. Algunos, como el metodista W. Paul Jones, temen que se caiga en un deísmo desdibujado. Otros, como el jesuita Bernard Lonergan, estiman que los cometidos y métodos de ciencia y religión no tienen nada que ver entre sí. Para Lonergan, «la ciencia no tiene nada que decir sobre la creación, porque ésta está fuera de lo empírico. La ciencia trabaja sobre el único presupuesto de los datos, Los teólogos no tenemos datos de Dios».

En cualquier caso, a pesar de estas posturas encontradas, lo cierto es que la coincidencia actual entre las versiones científicas y religiosas del origen del mundo ha abierto un puente entre ciencia y religión, inexistente desde el siglo XVIII. Y así, el gran teólogo católico alemán Hans Küng ha declarado que se detecta el comienzo de un nuevo período de diálogo entre los teólogos y los científicos, al establecer un intercambio entre la física y la metafísica que ampliará mutuamente sus ideas y sus puntos de vista, para una comprensión mas compleja del Universo físico.

Al terminar de leer el ensayo de Morrow eché muy en falta la referencia a un filósofo español -Xavier Zubiri- que se ha planteado formalmente y en toda su complejidad el problema de averiguar si la imagen del Universo físico que se forma la ciencia actual reclama o conduce a admitir la existencia de una realidad propia en y por sí misma, distinta realmente del Universo, y sin la cual éste no podría existir ni ser lo que es.

Zubiri se mueve en una dirección bien distante del empírismo del mero dato, aunque sin desconocer el vasto entramado sistemático de las teorías científicas más actuales, a las cuales ha tenido pleno acceso por su formidable preparación fisico-matemática. Lo que hace Zubiri es darle un genial giro al problema del origen del Universo, remitiéndolo desde la ciencia física misma al ámbito más global y totalizador de la metafísica, entendida ésta como análisis de la realidad en cuanto tal realidad. Esta operación intelectual la ejecuta a partir de esta consideración: «Suele decirse que la física actual demuestra, o cuanto menos postula, el comienzo temporal del Universo mismo. Pero esto es una ilusión. Lo único que hace la física es retrotraernos de los estados actuales del Universo a un "estado inicial" respecto de éstos, haya tenido o no existencia anterior la materia misma; lo único que la física dirá es que sus posibles estados anteriores en nada influyen ni tienen que ver con el origen del estado actual».

Con esta penetrante observación de Zubiri, el problema de la trascendencia surge inevitablemente del corazón mismo de esta imagen científica del Universo. La pregunta decisiva metafísica, no física naturalmente, es ésta: ¿reposa sobre sí mismo el Universo entero y como tal o, por el contrario, es una realidad que remite a otra instancia transfísica? Zubiri ha dedicado largas y densas páginas a responder esta interrogante. Para nuestro pensador, el Universo, tal como lo concibe la ciencia actual, no puede reposar sobre sí mismo, cualquiera que sea la imagen que de la evolución expansiva se adopte (con materia constante o con aparición continua de materia).

La imagen científica del Universo remite a una realidad trascendente, que no sería homogénea con el estado inicial ni por su contenido ni por su carácter de realidad, pues, si fuera homogénea, aquel presunto estado inicial ya no sería inicial. Zubiri admite la objeción de que esta realidad, aunque transfísica, no fuera esencialmente existente. Pero demuestra ad absurdum que no es posible apelar indefinidamente a otras realidades transfísicas no esencialmente existentes, porque ello llevaría a la incongruencia de declarar indefinidamente irreal al Universo, lo cual es falso, porque el Universo existe y es real. «Por consiguiente -concluye Zubiri-, es inexorable llegar a esa realidad esencialmente existente que mediata o inmediatamente sea el fundamento radical y originario del estado inicial de la evolución expansiva o de la aparición constante de la materia.»

Hay que recurrir, pues, a una realidad mundificante, raíz del mundo y de su evolución, pero que no es una parte ni física ni metafísica de él, sino una realidad propia en y por sí misma, distinta del mundo radicado y fundado en ella. Esta realidad es la que en una primera aproximación Zubiri denomina Dios.

La índole de la trascendencia que la física actual reclama es una realidad transfísica que, fundamento de la evolución del Universo, no está afectada por ella, sino que es una realidad por sí misma distinta del Universo. Dios es el fundamento causal directo de la materia o de un estado inicial, del cual no se desentiende, pero en el que no interviene forzosamente como causa próxima, sino que sólo es fundamento de la causalidad de las causas intramundanas. Dios no evoluciona, pero nada evolucionaría si Dios no le hiciera estar en la evolución.

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