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Zapatero, el lobo y la factura de la crisis

Antón Costas

Una de las cuestiones que estaban pendientes en la agenda de la crisis era quién acabaría pagando la factura. Otra era cómo volver al crecimiento, sin el cual el pago de esa factura nos puede abocar a una economía de la miseria.

El martes se destapó esa agenda oculta: serán los funcionarios, empleados públicos, pensionistas y personas dependientes -de entre los grupos sociales-, los que tendrán que pagar el grueso de la factura. Por la dureza de alguna de las medidas -nunca antes se había hecho un recorte en los salarios nominales-, el anuncio ha significado un fuerte shock social.

La historia de Pedro y el lobo, ligeramente modificada, puede ayudarnos a comprender ese shock. Durante dos años el presidente del Gobierno se ha dedicado a jugar con la crisis diciendo que ya se veían los brotes verdes, y negando la amenaza del lobo. Cuando, finalmente, estas últimas semanas, se presentó en forma de especulación en los "mercados" de deuda, los españoles no lo esperaban. De ahí la sorpresa.

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A las medidas de austeridad hay que añadir medidas orientadas al crecimiento
Hay que lograr un reparto más equitativo de la carga de la crisis

¿Quiénes son los que Zapatero y sus ministros llaman "especuladores"? Los que años anteriores han dejado dinero a la banca y a las empresas, y los que ahora prestan su dinero para financiar el déficit público con el cual pagamos una parte importante del gasto social, educativo o sanitario. Imaginen por un momento que lo dejasen de hacer, y que tuviésemos que recortar el gasto social en una cuantía igual al déficit, un 11% del PIB.

Es cierto, y hay que insistir en ello, que ese déficit público no fue la causa de la crisis, sino su consecuencia. Una consecuencia provocada básicamente por la dramática caída de ingresos fiscales y, en mucha menor medida, por el aumento de gastos que el rescate bancario, el mantenimiento de empleo y las prestaciones del paro han originado.

Pero, en cualquier caso, esa factura había que pagarla. La cuestión pendiente era saber sobre quién acabaría haciéndola recaer el Gobierno. Ahora ya lo sabemos.

¿Cuál será la eficacia y el impacto de esas medidas? Por un lado, habrá que ver los efectos en el presupuesto y en la economía. El riesgo es que un freno de la incipiente recuperación y el aumento del paro neutralicen parcialmente los recortes. Por otro, están los efectos sociales y políticos. Permítanme que aquí y ahora me pare en estos dos últimos.

Como ocurre con otras muchas cosas de la vida, lo relevante de las medidas no es su contenido, sino la percepción social que generen. En este sentido, parece evidente que la percepción social dominante es de injusticia en el reparto de la factura. No es sólo una cuestión moral. Afectará a la eficacia de esas medidas. Y, lo que quizá es más importante, puede bloquear reformas necesarias para salir bien parados de la crisis.

Además, existe la sensación de que han sido impuestas desde fuera. Esto daña la autoestima de una sociedad y de unos actores sociales que en el pasado fueron capaces de enfrentarse a peores situaciones y consiguieron salir con éxito de ellas.

Por otro lado, la forma en la que se han adoptado, casi con nocturnidad, no es sólo una

cuestión estética. Ha dejado a los sindicatos con el trasero al aire y cuestionado su papel y eficacia en la interlocución social. El riesgo es que esa situación desairada les lleve a cruzar la línea roja que nunca habían cruzado desde diciembre de 1988 en que convocaron una huelga general que dejó a la economía sin dirección política, y a la política socialista sin rumbo.

A esa percepción de injusticia se suma la sensación de improvisación. La mayoría de ciudadanos estamos dispuestos a apretarnos el cinturón si confiamos en que ese esfuerzo es para mejorar. Tengo la convicción de que muchos funcionarios y trabajadores habían descartado ya hace meses una congelación salarial. Pero el Gobierno no se atrevió a proponerlo. Ahora dicta el recorte salarial y la austeridad. Pero la austeridad por la austeridad es una aberración. No se trata de reducir el déficit a costa de reducir el crecimiento, sino de reducir el déficit fomentando el crecimiento. Sin crecimiento los ingresos públicos no volverán. Y sin los ingresos el déficit no se puede reducir de forma sostenible sólo con tijeretazos a los gastos.

Hasta ahora, todas las políticas exitosas de estabilización que se han llevado a cabo en España han venido acompañadas de otras políticas orientadas a fomentar el crecimiento y el empleo. Se hizo así en 1959, en plena época autoritaria. Y, ya en democracia, con los Acuerdos de La Moncloa de 1977, o el plan a medio plazo para la estabilización y el crecimiento de 1983. Ese mix de estabilidad y crecimiento es el buen camino.

¿Y ahora qué? El presidente del Gobierno no puede pretender que una vez ha tomado la decisión "valiente" de salir a anunciar la mala nueva, a lo hecho pecho y a seguir como si no hubiese pasado nada.

Sin cuestionar la necesidad de pagar la factura de la crisis, es necesario lograr dos cosas. En primer lugar, un reparto más equitativo de la factura de la crisis. En segundo lugar, complementar las medidas de austeridad con medidas orientadas al crecimiento.

Se trata, ante todo, de buscar un reparto más equitativo de la factura de la crisis. Por un lado, repartiendo mejor y más eficientemente los recortes del gasto público. Por otro, aumentando la presión fiscal sobre grupos sociales y económicos que hasta ahora escapan a la fiscalidad. Así, es necesaria una política decidida de lucha contra el enorme fraude fiscal, una lucha contra la economía sumergida y una reforma del sistema tributario. Quizá no se logre, pero ese esfuerzo es indispensable para crear al menos la percepción de equidad en el reparto de la carga de la crisis.

En este sentido, las reuniones que se han abierto con agentes sociales y otras fuerzas políticas deberían conducir a elaborar un verdadero programa de estabilización, reforma y crecimiento a medio plazo para la economía española. Pero un programa así necesita un liderazgo político fuerte. Fuerte no en sentido autoritario, sino en el sentido de convincente y persuasivo, capaz de lograr la confianza de los ciudadanos.

El presidente Zapatero tiene también que sacar consecuencias políticas. Si la situación económica es realmente grave como dice, y sin duda lo es, no puede entonces pretender seguir como si nada hubiese pasado. Ha de optar por una de estas cuatro opciones. La primera, convocar elecciones. Eso permitiría un verdadero debate público sobre la situación económica y que los ciudadanos decidan. La segunda sería ceder el liderazgo político y de gobierno a otro miembro de su partido. Pero esta opción abocaría de hecho a la anterior. La tercera sería un gobierno de coalición con mayoría parlamentaria suficiente que permitiese gobernar la economía hasta el final de la legislatura. La cuarta sería una remodelación profunda del Gobierno con un ministro fuerte al frente de la economía. Pero Zapatero nunca ha querido un perfil así a su lado. Por eso, imagino, se fue Pedro Solbes.

Naturalmente le queda una quinta opción: no hacer nada. No descarto que sea la elegida.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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