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¿Cómo abordar el final de ETA?

Las políticas antiterroristas son adecuadas si los remedios que proponen son eficaces para acabar con el terrorismo dentro de los límites que la democracia y la ley establecen. Uno de los dilemas que inevitablemente surgen en la lucha contra esta forma de violencia política es el de si sirve para algo dialogar o negociar con los terroristas. A la vista de la experiencia comparada, no tiene sentido afirmar que siempre o que nunca hay que hacerlo. En cada caso, dependiendo de la correlación de fuerzas entre el Estado y los terroristas, habrá que afinar con la mejor política. Por eso, no hay nada extraño en pensar que en distintos momentos históricos conviene hacer cosas diferentes. Al revés, lo que resulta absurdo es considerar que en todos los casos hay que hacer lo mismo, o que lo que ha funcionado en un país concreto puede elevarse a principio general.

En España las circunstancias con respecto al terrorismo etarra han cambiado de forma bastante rápida en los últimos años. ETA no ha asesinado a nadie desde mayo de 2003. Se trata, con toda probabilidad, del final de un proceso de decadencia que comienza en 1992, tras la desarticulación de la cúpula dirigente en Bidart. Desde entonces se ha producido un descenso sostenido de víctimas mortales, sólo quebrado en el periodo inmediatamente posterior a la ruptura de la tregua, hasta llegar a la situación actual de ausencia de víctimas mortales. Tras dos años sin muertos, ¿tiene sentido revisar la política antiterrorista? ¿Qué medidas han de tomarse para hacer irreversible lo que ha ocurrido en estos dos últimos años?

El terrorismo suele plantear un desafío de alcance mucho menor que las guerrillas que florecen en países de bajo nivel de desarrollo. Gracias a la fortaleza de los Estados, son muchas las organizaciones terroristas que han desaparecido sin necesidad de negociación alguna: las Brigadas Rojas en Italia, el Frente de Liberación de Québec, la RAF alemana, el GRAPO, etc. ¿Sucederá lo mismo con ETA? Por desgracia, es poco probable que el Estado pueda acabar con ETA como acabó con el GRAPO. Los terroristas vascos siguen contando con una red de apoyo que los miembros del GRAPO nunca tuvieron. Por muy debilitada que esté, ETA continúa siendo una fuente de amenazas que coacciona la vida de muchos y distorsiona la actividad política, sobre todo en el País Vasco.

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Tampoco parece que ETA tenga la fuerza suficiente para imponer una negociación sobre aspectos políticos, como sucedió, por ejemplo, en Irlanda del Norte. Aunque el IRA ha conseguido muy poco tras casi treinta años de campaña terrorista, lo cierto es que hubo unas negociaciones políticas en las que se trataron aspectos constitucionales que no pueden considerarse cosméticos, como pone de manifiesto la fiera oposición de los unionistas. El Acuerdo del Viernes Santo de 1998 creó un complejo sistema institucional de inspiración consociacional en el que se reconoce la posibilidad de que si en algún momento los católicos llegan a ser mayoría y así lo deciden, los británicos aceptarán la reunificación con la República de Irlanda.

ETA no es tan débil como el GRAPO ni tan fuerte como el IRA. Ni en sus mejores sueños puede ETA pensar que va a reeditar negociaciones como las que protagonizó el IRA. Sí puede, con todo, considerar su transformación definitiva en una fuerza política independentista que luche por su propio proyecto desde dentro de las reglas de juego, en condiciones de igualdad con el resto de fuerzas políticas. Sabe que al Sinn Fein le ha ido muy bien en ese proceso, sabe que cuenta de partida con una fuerza electoral importante, y sabe también que cuando no se usan las armas aumentan sus votos, como sucedió en las autonómicas vascas de 1998 y 2005.

Si de verdad ETA quiere transformarse en una organización exclusivamente política, ha de declarar un cese definitivo de la violencia que permita al Estado dar los pasos necesarios para que dicha transformación sea posible. Cuando el Gobierno actual plantea la posibilidad de un diálogo con ETA, es evidente que no está pensando en entrar en negociaciones como las que han tenido lugar en Irlanda del Norte, o ni siquiera como las que mantuvo el Gobierno de Felipe González en Argel en 1989. Si ahora se iniciase un diálogo con la organización terrorista, no tendría nada que ver ni con el de Argel en 1989 ni con el de Zúrich en 1999. Ninguno de estos precedentes resulta demasiado relevante en el momento actual.

Las conversaciones de Argel fueron la culminación de múltiples contactos informales entre ETA y el Gobierno de González. Se produjeron en medio de la guerra de desgaste que ETA mantenía con el Estado, y sirvieron en lo fundamental para incrementar la violencia en el corto plazo con atentados brutales (como el de la casa cuartel de Zaragoza) y para que ETA sacara la conclusión de que iba por el buen camino, de forma que sumando más muertos llegaría a conseguir sus objetivos.

El Partido Popular aprendió la lección de Argel y, tras ganar las elecciones, se esforzó en eliminar del horizonte de los etarras cualquier perspectiva de negociación con el Estado. Es cierto que durante la tregua mantuvo una reunión con dirigentes de ETA en Zúrich, pero aquello poco tuvo que ver con las negociaciones de los ochenta. Tras asumir la imposibilidad de arrancar concesiones políticas al Estado, ETA había dirigido sus esfuerzos a obtener la colaboración del PNV. En ese contexto, la reunión en Suiza sirvió simplemente para constatar que ETA no estaba por rendirse. Ninguna de las dos partes tenía mucho interés en profundizar en aquella vía: la actitud del Estado tuvo un papel secundario en el desarrollo de la tregua.

El riesgo de que ETA pueda reforzarse, como sucedió en los ochenta, a consecuencia de un diálogo con el Estado es hoy muy bajo. ETA, tras dos años sin matar, no puede entender en este momento que sea su violencia lo que termine forzando al Gobierno a hablar con ellos. Si el Gobierno se muestra dispuesto a hacerlo ahora es justamente porque ETA no asesina desde mayo de 2003. El Gobierno de González posiblemente se apresuró al querer negociar con ETA en los ochenta. Aznar acertó al cerrar cualquier vía de negociación en los noventa. Pero las circunstancias han cambiado tanto gracias a los éxitos de la lucha antiterrorista que hoyya puede plantearse un diálogo con ETA sobre su final sin temor a que dicho diálogo haga renacer a ETA de sus cenizas.

Si ETA anuncia el cese de la violencia, el Gobierno hará bien en plantear un diálogo que permita alguna suerte de arreglo de paz por presos mediante medidas de inserción. Y si para provocar o facilitar dicho anuncio es preciso adelantar públicamente la disposición del Gobierno, no parece que haya nada perverso en ello, ni es plausible suponer que ETA lo vaya a entender como debilidad o desistimiento del Estado.

En un país con una oposición responsable lo lógico es que pudiera llegarse a un acuerdo con el Gobierno sobre esta cuestión. El Partido Popular parece no querer reconocer que se ha producido un cambio en ETA del que hay que sacar consecuencias. A su juicio, quien se desvíe de las políticas que el Gobierno de Aznar llevó a cabo traiciona la memoria de las víctimas y es partidario de echarse en brazos de ETA. Se trata de una actitud incomprensible, y muy dañina, pues los terroristas saben que sus acciones tienen un eco mucho mayor cuando los grandes partidos se enfrentan en este terreno. El PP está utilizando oportunistamente la ética de las convicciones para debilitar como sea al Gobierno del PSOE.

Pero el Gobierno, incluso con una oposición tan cerril, podría haber planteado mejor la cuestión. Por ejemplo, convocando una reunión del Pacto Antiterrorista, compartiendo la información privilegiada que tuviera en este momento y tratando de persuadir al PP sobre la necesidad de este viraje en la política antiterrorista. Antes de llegar a la resolución parlamentaria aprobada por todos los grupos salvo el PP, hubiera sido también beneficioso lanzar un debate más pausado en el que pudieran exponerse las razones a favor y en contra del diálogo, lo que nos hubiese ahorrado parte de las necedades e insidias que estamos escuchando estos días.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología en la Universidad Complutense.

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