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Los absolutos que asesinan

¿Jesús y Mahoma? Es cierto: se oponen mutuamente y, muchas veces, en lo fundamental. Es verdad que son distintos y que es posible enfrentarse en su nombre. Deseo subrayarlo porque me gusta el eclecticismo y detesto el ecumenismo. He asistido a bastantes asambleas, en especial las de los Hijos de Abraham en París, las de los rabinos judeo-árabes en Sevilla y las mucho más espectaculares de la Comunidad de San Egidio en Roma. He presenciado diálogos emocionantes y profundos, buenas voluntades que nacían del corazón, intentos de reprimir las convicciones para comprender al otro. Y luego he visto cómo todos los participantes se separaban y, al hablar con ellos, tenían la impresión de haber intervenido en una ceremonia de fraternidad que, en definitiva, tenía su finalidad en sí misma, que no estaba concebida para continuar ni dejar huellas. Es decir, que eran pausas, paréntesis, treguas, en el mejor de los casos, estados de gracia.

¿Qué quedaba de tangible? Lazos afectivos a menudo importantes, complicidades de eruditos, coincidencias entre investigadores y, a veces, una especie de desgraciada resignación a ser diferentes. ¿Estoy juzgando aquí los esfuerzos franciscanos de Juan Pablo II? Este personaje sigue siendo mi hombre, e incluso reconozco el mérito de sus ilusiones. ¿Estoy elogiando, entonces, el método de Benedicto XVI en Ratisbona? En cierto sentido, quizá, porque la desmesurada violencia de las reacciones de algunas autoridades musulmanas no ha servido más que para legitimar las acusaciones -por precipitadas que fuesen- de las que habían sido objeto. Dicho esto, los turcos tienen todo el derecho a que eso no les guste. Por otra parte, entre nosotros, el viaje papal a Turquía se podía haber retrasado. Habría sido mejor ignorarse un poco para volver a encontrarse mejor más adelante, pero manteniendo siempre el diálogo, la discusión y la "disputa teológica" en un clima de franqueza.

¿Adónde quiero ir a parar? A que, en mi opinión, sólo habrá auténtico diálogo si se habla de las diferencias y los diferentes, más que ensalzar los parecidos y las coincidencias. El camino hasta llegar ahí es difícil, sencillamente porque en la religión existe -por ser una religión, y más aún si es monoteísta- una concepción de lo absoluto que excluye a los demás.

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¿Y cuál es el problema? Saber cómo evitar que las intolerancias insoslayables y originales de las religiones se conviertan en "identidades asesinas" que tratan de exterminarse entre sí o que acaban dominándose unas a otras. Hay que recuperar los amplios horizontes de los paganos en los que los dioses se toleraban mutuamente, en vez del espacio cerrado del monoteísmo en el que se enfrentan distintas concepciones de un mismo dios.

Esta cuestión de los absolutos es ineludible. Surge en todos los totalitarismos, e incluso puede haber, a la manera de un George W. Bush, un absoluto democrático que se intenta imponer a los demás. Una especie de intolerancia organizada para suscitar la tolerancia.

La obra que más me fascina desde hace mucho tiempo es la titulada El libro del gentil y de los tres sabios, de un autor medieval, el franciscano Raimundo Lulio (1232-1315). Aunque la conozcan, me gustaría recordarles sus puntos fundamentales. Raimundo Lulio era un mallorquín que escribía indistintamente en catalán, latín, hebreo y árabe. Después de una vida disoluta, como suele decirse -y de hecho sabiamente disoluta-, asumió una misión de proselitismo, de conversión de infieles.

Tanto en Mallorca como en Barcelona vivían religiosos judíos con los que Raimundo Lulio debatía sin cesar. Este franciscano, que había leído a Avicena, Averroes y Maimónides, también estaba fascinado por el islam. En 1270, cinco años después de su conversión, consciente de las dificultades que tenía para convencer a sus interlocutores judíos y musulmanes de que la crucifixión era cierta, decidió escribir un libro para, entre todos, buscar la verdad.

Lulio se inscribe indudablemente en una tradición que se remonta al siglo XII, cuando Abelardo intentaba, a través del diálogo, destacar los rasgos comunes de las tres religiones. Digamos que era la fase ecuménica de esta tradición. Pero Raimundo Lulio es mucho más exigente. Imagina a un "gentil", es decir, un infiel (Edgar Morin nos recuerda que el origen de esta palabra es la expresión hebrea goy), que, al sentir que le llega la muerte, desearía verse iluminado por una fe. De modo que organiza un diálogo con tres filósofos: un judío, un musulmán y un cristiano. Cada filósofo defiende su religión con una elocuencia y unos argumentos que conmueven al gentil.

Al final de las entrevistas, los tres religiosos están inquietos por saber cuál de ellos ha sabido convencer mejor al gentil. Y en ese momento es cuando se produce un fenómeno excepcional y que ilustra a la perfección este breve paréntesis de tolerancia que se creía reservado a los andaluces de Córdoba y que se extendió a la Cataluña de Mallorca, Barcelona y el Rosellón. El cristiano convence a los otros dos filósofos de que es mejor no saber la respuesta del gentil. En el momento en el que este último escogiera a uno de ellos, convertiría a los otros dos en enemigos. Y, de todas formas, la verdad divina no puede pertenecer a nadie.

En otras palabras, ninguna religión está en posesión de lo absoluto ni puede imponérselo a los demás.

Antes y después de este libro, Raimundo Lulio es radical en su proyecto evangelizador. Pero en ese momento de gracia de 1270, comprende que la convivencia de las religiones sólo es posible asumiendo las identidades con humildad o en una alquimia prudente que combine lo que de mejor tienen las tres confesiones.

Y ahí es donde yo quería llegar. El diálogo interconfesional sólo podrá progresar con la condición de que exista un criterio común por encima de los textos religiosos y con arreglo al cual sea posible juzgarlos.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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