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Y ahora, zancadas

No dudé en apretar el botón del cuando el Parlamento Europeo se pronunció sobre la moneda única en mayo de 1998. Era un momento histórico, de esos que a uno le permiten decir aquello de "yo estuve allí", como cuando culminamos los trabajos de la Convención que elaboró la Constitución Europea -hoy llamada Tratado de Lisboa-, que también respaldé con convicción.

Y lo hice con la seguridad de haber dejado claro (en mi declaración de voto en el primer caso, en mis múltiples intervenciones en el segundo) que el euro y la Constitución eran pasos decididos hacia la unión política europea, pero que ninguno la culminaba, porque ni en la moneda única ni en la primera Carta Magna se definía nítidamente la unión económica y social.

El caso de Grecia hace urgente un verdadero gobierno económico europeo, incluido su Tesoro
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Todo no puede conseguirse al mismo tiempo, porque los procesos históricos son eso, procesos sometidos a correlaciones de fuerzas y coyunturas determinadas. Y el desarrollo de la construcción europea no es una excepción. Pero los acontecimientos ligados a la "Gran Recesión" han puesto de manifiesto que es imposible por mucho tiempo seguir caminando a la pata coja sin riesgo de caerse.

Europa no ha contemplado la crisis como quien ve llover. Al contrario: en noviembre de 2008 actuó deprisa para garantizar la solvencia del sistema financiero y los depósitos de los ahorradores; empujó en ese sentido a la comunidad internacional, vía G-20, abriendo nuevas puertas de reflexión, incluso sobre una tasa a las transacciones financieras internacionales (un anatema para muchos hasta hace poco tiempo), y, finalmente, ha plantado cara a los especuladores adoptando medidas para ayudar a Grecia y prevenir situaciones futuras de similar perfil.

El acuerdo sobre Grecia es un paso positivo, a cuya adopción nuestro país ha contribuido certeramente desde la Presidencia del Consejo. Pero un paso, no más, que sobre todo tiene la importancia de haber evitado el enorme coste de no darlo. Podemos imaginar fácilmente lo que habría sucedido si una coalición europeísta formada, entre otros, por Alemania, Francia y España no hubiera impulsado tal decisión: las consecuencias para Atenas y el conjunto de la Unión Europea habrían sido devastadoras.

Pero haber eludido el coste del no acuerdo sobre un mecanismo de rescate también ha tenido su precio. Por ejemplo, la inclusión del Fondo Monetario Internacional en el mismo. Se dice con razón que es lógico, porque los europeos somos uno de los mayores socios del FMI. Pero no es posible ocultar la contradicción que supone haber creado una moneda única gobernada soberanamente por sus miembros y terminar dando cartas en el asunto a una institución formada por países ajenos a ella. ¿Cómo va a conjugarse, por ejemplo, el poder de pronunciamiento de la Comisión Europea y del Consejo sobre los planes de estabilidad de un país que acuda al rescate con la capacidad del Fondo para enunciar sus propios requerimientos en el plan de ajuste correspondiente? ¿Aceptará el FMI vigilar sólo la política fiscal del salvado, porque la monetaria y cambiaria están en manos del Banco Central Europeo?

Y, sin embargo, eso, con no ser lo más importante respecto de lo decidido por los países del euro, también ayuda a poner de manifiesto lo relevante de verdad: conseguir que el acuerdo adoptado abra por fin los ojos de quienes se resisten a configurar un auténtico gobierno económico y social de la UE, del que la moneda única sería un instrumento central, por descontado, pero al mismo nivel que un Tesoro europeo que contenga un presupuesto suficiente, transparente y comprensible para la ciudadanía que permita intervenir en el ciclo económico, una armonización fiscal imprescindible y una Europa social que ponga al mismo nivel las normas del mercado único y las relaciones industriales y laborales, como piden los sindicatos.

El paso dado ahora debería venir seguido de zancadas en el inmediato futuro para establecer de hecho y luego constitucionalmente una verdadera política económica europea. Una primera zancada puede ser la Estrategia de Crecimiento y Empleo 2020, cuyo planteamiento es tan sólido como realista, que a su vez demostrará la necesidad de seguir avanzando en aquella dirección si de verdad se desean alcanzar sus objetivos.

¡Que nadie se asuste!: lo dicho no significa encender una revolución, sino aplicar de forma coherente el funcionalismo que ha servido a lo largo de más de 50 años para construir el espacio democrático y de progreso más importante del planeta. Siguiendo ese funcionalismo, la Presidencia Española de la UE se empeñó en su día en demandar un gobierno económico europeo. Llovieron truenos y centellas. Pero, una vez cesado el estruendo mediático, el empeño de Zapatero va obteniendo resultados.

Si somos capaces de construir una coalición europeísta de países, instituciones -empezando por las más comunitarias, la Eurocámara y la Comisión- y fuerzas sociales y ciudadanas empeñadas en conseguirlo, la política económica común será una realidad a medio plazo. En eso estamos los europeístas de siempre, no en cuestionar desde el casticismo que España pueda y deba participar si es menester en el rescate de otro socio comunitario. ¡Faltaría más!

Carlos Carnero es embajador de España y eurodiputado (PSOE).

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