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En la bocamina

Hace más de 12 años me hallaba trabajando en unas obras emplazadas en la provincia de Teruel cuando fui avisado por el alcalde de Andorra porque se precisaba la ayuda de cuantos hombres y máquinas se hallaran disponibles para colaborar en el rescate de unos mineros atrapados por el derrumbamiento de una mina de la zona. Nuestra ayuda no sirvió para nada porque, como es costumbre en esos casos, acudimos lo bastante tarde como para encontrar el problema resuelto, con un saldo de vidas humanas, pero con un mayor número de supervivientes, algunos de los cuales salían a la bocamina en el mismo momento de nuestra llegada. El último en salir fue un corpulento capataz, de aspecto muy entero, que después de recibir el abrazo de sus compañeros y antes de meterse en la ambulancia fue a sentarse en el chasis de una vagoneta, con una manta sobre los hombros. Nunca he sabido por qué lo primero que hace siempre el personal de la Cruz Roja y similares es echar una manta encima del siniestrado, aunque haga un calor de mil demonios.Sentado sobre el chasis pidió un cigarrillo, que fumó con avidez, sin pensar en otra cosa, sin abrir la boca más que para inhalar hasta el fondo de sus pulmones todas las chupadas, con una mirada perdida en el vacío que de tanto en tanto regresaba del más allá para fijarse en la lumbre y en el humo, como si todavía no diera crédito a lo que estaba disfrutando. Luego arrojó la colilla al suelo, la aplastó con la bota haciendo girar el pie y se dejó conducir hasta la ambulancia, con una manta sobre los hombros. Entonces pensé que muy posiblemente aquel hombre atrapado e inmovilizado durante horas bajo los escombros, cuando estaba cierto que se aproximaba su fin, para nada volvió su atención hacia las visiones premortuorias de que tanto hablan confesores y psicólogos, sino que solamente fue capaz de pensar en la posibilidad de fumar un cigarrillo antes de rendir su último suspiro. Y cuando considero el último eslogan o la última medida de esta campaña universal contra el tabaco me pregunto qué habría respondido aquel recio minero aragonés si en el momento de encender su primer cigarrillo tras el rescate uno de esos apóstoles de la higiene pública le hubiese advertido que fumar es peligroso para la salud. No habría respondido nada, estoy seguro, y se habría limitado a fumar y a mirar con suficiencia y desprecio, y con el poder que confiere haber estado a un paso del otro lado, al bienintencionado e insolente protector de sus intereses.

Que la Dirección General de Salud Pública o el general Surgeon se permitan "advertir" que el tábaco es perjudicial para la salud es cuando menos una tal demostración de la estrechez de sus miras que debería bastar para exigir la retirada del titular del cargo, no ya del saludo. A saber qué entienden esos señores por salud, un concepto que requiere algo más que conocimientos anatómicos y patológicos para tenerlo claro; que resulta lo bastante ambiguo, extenso, polisémico y casi indefinible como para que quien lo invoque con un significado limitado y vano incurra en un pecado muy parecido al del infractor del segundo mandamiento; un concepto, en fin, tan disperso y multiforme como para desafiar todas las estadísticas acerca del cáncer de pulmón o de laringe con otras tantas acerca de las neurosis, los suicidios, los divorcios o las causas del tedium vitae, pongo por casos. La respuesta por parte de los responsables de la salud pública a tales objeciones ya se advierte: por cuanto son los celadores de un Estado público no intervienen en la vida privada del ciudadano, que es libre de hacer de su capa un sayo, pero sí en las actitudes y comportamientos que pueden inficionar el ambiente social con agentes patógenos. Pero olvidan o pretenden hacer caso omiso de que una medida de higiene puede perturbar la paz ciudadana, pues ¿es que alguien duda de que el bienestar social está por encima de la salud pública?

Las estadísticas acerca de la probabilidad de desarrollar el cáncer de pulmón, de garganta o de labios por el fumador o por quien respire el ambiente contaminado por el tabaco es una manera insultantemente farisaica de plantear la cuestión. Para ser tenidas en consideración tales estadísticas deberían venir acompañadas de otras que naturalmente no se hacen. Estoy absolutamente persuadido de que unas estadísticas de contraste entre un número suficientemente grande de fumadores puestos en comparación con el mismo número de no fumadores demostrarían sin ninguna clase de ambigüedad los siguientes extremos: 1. Que los primeros son más cultos. 2. Que son también más pobres. 3. Que son más discretos, tratables y pacíficos. 4. Que tienen mejor gusto. 5. Que tienen mejor y más elaborado juicio. 6. Que son menos autoritarios y no anhelan tanto el poder como los que se abstienen de fumar. 7. Que tienen mejor humor. 8. Que son más atractivos. 9. Que tienen más interés y misterio. 10. Que tienen más conversación. Admito asimismo que la estadística arrojaría una única conclusión a favor de los no fumadores: que son más longevos.

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A esta relación de cláusulas hipotéticas, demostrables por la auscultación sociológica, se debe añadir otra de juicios asertóricos que no necesitan ni pueden ser probados por los números, a saber: 1. Que los fumadores son más desprendidos, pues, aunque no siempre, en ocasiones ofrecen su petaca al vecino. 2. Tienen más coraje, pues no hacen caso de las advertencias de la Dirección General de la Salud Pública. 3. Contribuyen más al erario público. 4. Son menos aprensivos. 5. Son más sinceros, pues no les importa confesar un vicio cada día peor visto por la sociedad de los melindrosos. 6. Son más dóciles y mejor dispuestos a sacrificar sus intereses personales por el supuesto bien público. 7. Son menos arribistas por cuanto su adicción les cierra muchas puertas. 8. Son menos impositivos y no se rebelan contra las reglas que les afectan, y a este respecto no -es necesario preguntarse acerca de qué harían los no fumadores sí, contra la creciente moda, se obligara a fumar en ciertos lugares y ocasiones públicos. 9. Son más vulnerables y necesitados de protección. 10, En fin, empiezan a ser minoría.

Así pues, invocar la salud pública para erradicar el tabaco es optar por la longevidad a cambio del adocenamiento; aspirar a una humanidad con los pulmones limpios pero con muchas menos cosas que decir, y adoptar para el mundo ciudadano un modelo en todo semejante a Nueva York, esa ciudad en la que no volveré a poner los pies en tanto un imbécil siga al frente de su corporación municipal. Pero a todo esto me pregunto por qué tengo yo que venir a decir todo esto, en nombre de qué me tengo que atribuir el papel de defensor del tabaco. Como si el tabaco no se bastara para defenderse a sí mismo; como si contra las insidias de los higienistas de bata verde y la levítica filantropía de esos señorones de la OMS, todos de buena posición, no pudiera por sus muchas gracias y benéficos efectos ganar cada día más adeptos. Uno de los bienes más excelsos de que goza la humanidad, que más intenso placer puede producir, que más acompaña en cualquiera de las actitudes sedentarias, más ayuda a la meditación y mejores ensoñaciones insufla" ¿tendría necesidad de ser defendido si no fuera atacado por una pandilla de insolentes y ridículos redentores provistos de un incompleto título para hablar en nombre de la salud pública?

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