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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Una brigada de madres Teresa

Había leído algo sobre los "horrorosos" servicios de Urgencias del hospital público. Súbitamente, el pasado 18 de marzo, a medianoche, en mi casa parisiense, creo topar con la Muerte. Caigo al suelo, dislocado. No puedo levantarme. Pido socorro. Nadie me oye. Tengo la impresión de estar emponzoñado. Me arrastro hacía el teléfono. Que nunca llegaré a alcanzar. A la velocidad de cinco metros por hora. Mi cerebro se bambolea. Mis ojos no se dejan dominar. Voy a morir rodeado por un océano de inmundicia y vómitos.

Y de pronto, perdida toda esperanza, aparecen dos enfermeros del SAMU. Dos madres-teresa. No quiero que les apeste mi miseria. Me piden que me incorpore. No puedo. Prefiero permanecer acurrucado. Y dejar que llegue el final. Será menos doloroso, pestilente y vergonzoso.

Y, sin embargo, los dos enfermeros no paran de decirme gentilezas. Para ellos soy un anónimo. Me parece que tienen un bonito acento, ¿franco-marroquí?, ¿arrabalero?, ¿bretón? Me tratan de "Monsieur". Con infinito respeto. A mí que me siento menos que un trapo sucio. Uno de los enfermeros, abrazándome, me incorpora. Mientras me mantiene en sus brazos su colega me limpia, me abrocha los pantalones. Y me consuela al mismo tiempo. "Adelante, Monsieur...". Sienten que temo descoyuntarme. Me miman.

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Por fin en andas y volandas me llevan a una ambulancia. Acierto a decir por vez primera, ¡tan tarde!: "Merci beaucoup...". Y por primera vez voy a recibir la respuesta que oiré de todos los miembros del servicio de Urgencias del hospital Cochin de París: "No nos lo agradezca; estamos aquí para ayudarle".

Y los dos samaritanos desaparecen. Para dar paso a dos enfermeras que me desnudan. Me visten de azul. Luego de amarillo. Llegan cuidadores, médicos, internos. Para ellos también soy un anónimo. Todos con el mismo deseo de auxiliarme. "¿Quiere utilizar mi móvil particular?". Y yo repito que estoy envenenado. Pero ellos no cesan de hacerme radiografías y escáneres y análisis.

Descubren que el mal lo causa el laberinto de mi oído interno. Hace meses mi cabeza topó contra una barra de acero. Piensan inmediatamente en el mejor especialista. "Sabe usted, es el más competente. Pero está ocupadísimo". Consiguen que el profesor Pascal Corlieu venga a verme a Urgencias. Con sus aparatos de cosmonauta y su saber legendario.

Estoy a salvo, reequilibrado y en casa.

Toda mi vida... me ha frustrado no llegar a ser el santo pagano de mis aspiraciones. Con lo fácil que les resulta alcanzar la santidad civil a esta brigada de la Fraternidad y de la Urgencia. Pero desde el camillero hasta el catedrático si les doy las gracias me repiten una vez más: "No nos lo agradezca; estamos aquí para ayudarle".

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