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Reportaje:OPINIÓN

La caída del muro: tópico o justicia

Alexander Solzhenitsin, Andrei Amalrik, Jean-François Revel o Juan Pablo II anticiparon el final del comunismo y del poderío soviético. El 'milagro' de la desaparición del muro resultaba inevitable

Estamos construyendo un nuevo mito: el de la "caída-del-muro-que-nadie-había-previsto".

Porque, seamos serios...

¿Que nadie sabía en qué momento exacto se produciría el acontecimiento?, indudablemente.

¿Que el guión mismo del episodio y la conjunción de causas y circunstancias que terminaron desencadenándolo siguen siendo enigmáticos a día de hoy?, de acuerdo.

¿Que la forma de esta revolución no fue diferente de la de todas las revoluciones, las de verdad, las que desgarran la trama de los días e interrumpen el curso de las cosas?, ¿que ninguna explicación histórica puede dar cuenta cabalmente de ella, puesto que dimana de algo cuya aparición interrumpe siempre, y por principio, la lógica histórica normal?, ¿que hayamos sido testigos de una especie de milagro por el que los pueblos de las pequeñas naciones de Europa central retiraron las riendas de la historia a las grandes potencias y recuperaron el control de sus propios destinos?, es evidente.

Cornelius Castoriadis, en su libro 'Ante la guerra', veía la hipertrofia del aparato soviético y lo daba por desahuciado
Con desinformación borramos décadas de historia del pensamiento y de lucha y preparamos un frustrante porvenir

Pero concluir, basándose en esta evidencia, que asistimos a aquel espectáculo en un estado de completo estupor; inferir del hecho cierto de que el acontecimiento no era predecible la idea falsa de que era inimaginable; en resumen, concluir del carácter extraordinario de aquel giro copernicano que el mundo entero se había tragado el cuento de un sovietismo imperecedero, no se atiene ni a la verdad de los hechos ni a la memoria de los que tuvieron la suerte de vivir aquel momento sin precedentes.

Yo recuerdo a los escritores que, de Chalamov a Solzhenitsin, anunciaron muy claramente que un día el comunismo se desmoronaría.

Recuerdo a esos hombres y mujeres a los que llamábamos "disidentes" y que, como Andrei Amalrik -que ya en 1970 publicara un libro con un título inequívoco: ¿Sobrevivirá la URSS a 1984?-, sólo dudaban sobre la fecha.

Recuerdo a los intelectuales que, en Occidente, transmitían las palabras de esos disidentes y daban así nuevos bríos a un antitotalitarismo cuyo mensaje venía a ser que la desmitificación de la impostura no era sólo deseable, sino probable y, a más o menos largo plazo, inevitable.

Recuerdo a un ensayista, Cornelius Castoriadis, que, en uno de sus últimos libros, Ante la guerra, veía en la hipertrofia del aparato militar soviético, en su crecimiento exponencial, delirante, metastásico, un síntoma del cáncer que corroía el sistema, y lo daba por desahuciado.

Recuerdo -por limitarme a los desaparecidos- a otro ensayista, mi amigo Jean-François Revel, a quien no le habría entristecido tanto la "tentación totalitaria" en las democracias, la "gran cabalgata" a la que éstas se entregaron para complacer a los hombres de piedra de un sovietismo a su vez petrificado, su lamentable, suicida e incomprensible cobardía, si no hubiera sido consciente de la agonía del régimen.

Recuerdo a Michel Foucault repitiendo una y otra vez que toda formación discursiva y política tiene una fecha de nacimiento y, por tanto, una fecha de defunción, y que, un día, esta formación terminaría muriendo como todas las demás.

Recuerdo a Juan Pablo II, que, cuando evocaba la aparición de la Virgen María anunciando, ya en 1917, la muerte del sovietismo a los tres pastores de Fátima, nos decía sin rodeos que esa hora tan esperada no estaba lejos.

Recuerdo a esas gentes sencillas con las que me encontré durante mis viajes por Checoslovaquia, Polonia y la URSS -anteriores a 1989- y que cada vez se dejaban engañar menos por una mistificación que sólo se mantenía en pie gracias al miedo que inspiraba o a la abulia de un mundo libre traidor a sus propios valores.

En otras palabras, estamos confundiendo alegremente dos cosas.

Cobardía y afasia.

El hecho de que no quisimos escuchar y el hecho de que nadie dijera nada.

Estamos confundiendo la actitud de los Kissinger, Brandt o Giscard d'Estaing, que tantas veces cerraron la puerta en las narices a los réprobos del Este; la de Thatcher o Mitterrand, de los que hoy sabemos que, hasta el último momento, hicieron todo lo posible por impedir la reunificación alemana y por salvar lo que se pudiera del antiguo orden (sólo Felipe González estuvo a la altura del acontecimiento, según confesaba recientemente el mismo ex canciller Helmut Kohl); y, por fin, la de un clero intelectual del que es exacto decir que, en su inmensa mayoría, y tanto en España como en Francia, no vio nada criticable en el escándalo que instalaba a media Europa en un espacio, un tiempo y una civilización definitivamente distintos; estamos confundiendo todo esto, decía, con el aparente mutismo, el largo y sordo rugido de los pueblos que, sobre el terreno, lo habían comprendido todo hacía mucho tiempo y sólo esperaban a que alguien prendiese la mecha para atreverse a decir que el rey -es decir, la dictadura- estaba desnudo.

Esta confusión es más que un error, es un pecado.

Es peor que una leyenda, es pura desinformación.

Y, en tanto que desinformación, lejos de disipar la mentira, la hace vivir de otra forma.

Así es como borramos, en las mentalidades, décadas de historia del pensamiento y de lucha.

Y así es como preparamos el porvenir -el frustrante porvenir- de una historia reescrita, amañada, revisada.

Basta, sí, de banalidades y tópicos conmemorativos repetidos ad náuseam; y loor a aquellos que vieron venir el derrumbe y lo precipitaron.

Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

El obispo Karl Lehmann, Juan Pablo II, Helmut Kohl y Eberhard Diepgen, alcalde de Berlín, en 1996.
El obispo Karl Lehmann, Juan Pablo II, Helmut Kohl y Eberhard Diepgen, alcalde de Berlín, en 1996.AP

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