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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La calidad de las universidades españolas

La Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación selecciona a los profesores universitarios que pueden presentarse a los concursos. Es una barrera proteccionista al flujo de los mejores investigadores

Ante la concesión del Nobel de Física a dos investigadores de origen ruso de la Universidad de Manchester, más de uno se habrá preguntado ¿por qué no fichamos en las universidades españolas a científicos de esta categoría para que nos consigan premios Nobel como fichamos a los mejores jugadores de fútbol extranjeros para que nos consigan títulos europeos? Los hechos demuestran que, contra los augurios proteccionistas, fichar a los mejores jugadores del mundo en los equipos españoles ha elevado nuestro fútbol autóctono hasta el máximo nivel que ha alcanzado jamás. La carrera profesional de los futbolistas españoles es más competitiva, pero las recompensas y beneficios para ellos y para los aficionados son también mucho mayores. ¿Por qué no hacen lo mismo las universidades españolas para no seguir bajando puestos en las listas de las mejores universidades del mundo?

Las acreditaciones similares obtenidas en Alemania o Francia no se reconocen
Exijamos reformas baratas pero valientes que permitan el mejor uso de los recursos
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Hay que reconocer que generalmente y tradicionalmente nuestra comunidad universitaria no lo ha hecho porque no le ha interesado; porque hay que proteger a "los nuestros", como muchas veces se defiende pública y erróneamente, sin explicar nunca a costa de qué; porque no pasa nada si se baja de división por utilizar solo jugadores de la cantera (ni, para ser justos, se premia a nadie por ascender a primera o clasificarse para la Champions).

Esta tradición endógama rayana en el aislacionismo impregna nuestros organismos y agencias de enseñanza y de investigación, los ministerios, la legislación universitaria, los reglamentos y los procedimientos de selección del profesorado a tal punto que cuando nuestros grupos de investigación se disponen a dar un salto de calidad y competir a nivel internacional, las trabas burocráticas entorpecen o frustran completamente sus intentos.

Como un rayo de luz en este oscuro panorama, en el año 2001 apareció el primer programa de contratación de investigadores auténticamente homologable a los de los países que nos aventajan: el Programa Ramón y Cajal. En él se selecciona a los doctores investigadores exclusivamente por su nivel de excelencia en su trabajo, sin tener en cuenta su origen y sin pedir por adelantado homologaciones, convalidaciones, certificados y otros papeleos que espantarían a todo aquel que tuviera mejores formas de emplear el tiempo y mejores trabajos a los que optar dejando solo a "los nuestros". El programa nos ha proporcionado un flujo continuo de excelentes investigadores (españoles y extranjeros) que se han ido incorporando a nuestras universidades, aunque no en todos los departamentos (a muchos no les interesa, salvo que se trate de algún antiguo alumno) y no sin problemas para conseguir, tras cinco años de trabajo, un puesto permanente. Fue la presión asociada a la presencia de un número considerable de investigadores extranjeros la que forzó al sistema a simplificar y facilitar las homologaciones de títulos que en la práctica restringían o impedían que se contratase a cualquiera que se hubiese doctorado en el extranjero (incluidos españoles y comunitarios), una situación injustamente tolerada, entre otros, por el Consejo de Universidades.

Pero nuestra cultura proteccionista y burocrática ha creado nuevas barreras tanto para los investigadores Ramón y Cajal como para los premios Nobel de Física de este año. Paradójicamente, la barrera la pone la así llamada Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), uno de cuyos cometidos es seleccionar con ciertos criterios de calidad no a los profesores universitarios (eso lo hacen las universidades a través de concursos), sino a los únicos que pueden presentarse a esos concursos: los "acreditados". Dado que este es el primer filtro (léase cuello de botella) del proceso de selección del profesorado universitario, y que los hechos demuestran que el nivel del mismo no ha mejorado como nuestro país espera y necesita, es pertinente cuestionar su calidad y criterios.

El primer problema del proceso de acreditación, que es lo opuesto al del Programa Ramón y Cajal, está en la presentación de la solicitud. Rellenar el formulario requiere una enorme inversión de tiempo (en promedio, un mes de trabajo a tiempo completo), porque se pide una cantidad de datos y detalles burocráticos tanto más absurdos cuanto que la mayoría de ellos podría obtenerlos la ANECA automáticamente de las bases de datos bibliográficas. Más tiempo cuantos más méritos (en particular, publicaciones científicas) se tenga; cuando se participe en grandes colaboraciones internacionales y haya que teclear hasta 400 nombres de autores por artículo; cuando haya que certificar experiencia en el extranjero, con carísimas traducciones juradas de por medio de certificados de entidades extranjeras que tienen que ajustarse al formato de la ANECA para que cuenten.

En definitiva, más cuanto mejor sea el candidato. Los mejores desisten de solicitar la acreditación que nadie les va a pedir en universidades que sí están entre las 100 primeras (quizá porque no necesitan que una agencia les diga a quiénes se puede contratar). En cuanto a los criterios de acreditación, es mejor juzgarlos por sus resultados ejemplares: investigadores seleccionados por el Programa Ramón y Cajal en los primeros puestos de su especialidad (y que investigan y de facto enseñan en universidades en grado y posgrado) que no son acreditados porque no han dado suficientes clases (la ANECA considera que las suyas solo valen la mitad que las impartidas por otros) o porque no han participado en suficientes proyectos de investigación españoles (como si simplemente participar fuese realmente un mérito), o porque no firman casi nunca como los primeros en los artículos (en especialidades en las que es norma la firma por orden alfabético), etcétera. Son las mismas razones que excluirían a los premios Nobel de Física de este año, que no tienen ni un sexenio de investigación. Las acreditaciones similares obtenidas en Alemania o Francia no se reconocen.

Es particularmente curioso que para acreditarse para poder dar clases en la Universidad se pida experiencia docente en la Universidad. ¿Cómo adquirieron esa experiencia sin haberse acreditado los que solicitan la acreditación para poder tener actividad docente? Se trata de poner una barrera proteccionista más al flujo de los mejores investigadores hacia las universidades, las cuales parecen aspirar a la autarquía científica dando oportunidades solo a aquellos a quienes se han formado en ellas.

El proceso es, además, opaco y deja en la más absoluta indefensión a los solicitantes: se sabe el máximo de puntos que se puede obtener en cada apartado, pero no cuántos se obtienen por cada unidad de "mérito". Así no se pueden estimar las posibilidades de éxito de la solicitud antes de invertir semanas de vida, trabajo y dinero en una solicitud que, una vez hecha, no se puede completar o corregir, con lo que cualquier error puede hacer que sea rechazada seis meses después. Y no se puede volver a solicitar la acreditación en un plazo de año y medio.

Para asegurar un nivel mínimo, garantizando que los candidatos a futuros profesores se sepan el temario, se está consiguiendo que ni siquiera puedan participar en los concursos los candidatos capaces de prepararse cualquier temario y además enseñar lo que no está aún en los libros, auténtica misión de la enseñanza superior. Esto está causando una tremenda frustración entre todos los que aspiramos a algo mejor.

Como antes con las homologaciones, el Consejo de Universidades, la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, las Consejerías Autonómicas y el Ministerio de Educación parecen conformes con este estado de cosas (¿por qué?), pero hay que resolver este problema porque perjudica a toda la sociedad. Si hemos de resignarnos a que haya menos dinero para contratar a nuevos profesores e investigadores, exijamos reformas baratas pero valientes que permitan el mejor uso de esos recursos. La elaboración de la futura Ley de la Ciencia ofrece, quizá, una oportunidad de (en palabras de Ramón y Cajal) "romper el anillo docente" para romper la "cadena de hierro de nuestro atraso".

Tomás Ortín Miguel es profesor de Investigación del Instituto de Física Teórica, centro mixto UAM/CSIC.

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