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El canon cerrado y sus enemigos

Vicente Molina Foix

Estar conforme con un canon pactado entre las partes y en plena vigencia desde hace años apenas imprime carácter. No puede decirse lo mismo de la mayoría militante que abomina de él, encabezada por el senador de ICV Jordi Guillot, promotor de la enmienda anti-canon aprobada el 11 de diciembre en el Senado con los votos combinados de Esquerra Republicana de Catalunya, Entesa Catalana de Progrès y el PP, y finalmente rechazada en el Congreso el pasado día 20. Aunque la votación sorpresa del día 11 reprodujo una de las pesadillas de la política pos-franquista -la pinza entre la derecha pepera más reaccionaria y el PC de Anguita, de tan nefasto recuerdo- lo asombroso de la actual colusión entre una porción (minoritaria, hay que decirlo) de la izquierda catalana y el PP trimurtino de Rajoy/Acebes/Zaplana es el hecho de que en esta ocasión los primeros han sido los paladines de la causa, actuando los segundos, si se me permite la imagen, como palanganeros muy previsibles: es sabido que el PP entra de mil amores al trapo de cualquier iniciativa que fomente el descrédito de los creadores vivos de nuestro país, tratándolos de mangantes que sólo quieren sacar subvenciones para perpetrar engendros y manifestarse contra la guerra de Irak.

El vilipendiado impuesto pretende el sostenimiento de un bien común cultural
Queda por ajustar la articulación entre el erario público y la SGAE
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Resulta sin embargo significativo que la otra pata de la pinza anti-canon, la formada por ERC y ICV, sea la que, denunciando que esos 0,60 euros de gravamen en la compra de un CD suponen "un lastre que no nos podemos permitir", no vea ningún inconveniente en sostener la fortísima financiación pública que -por partida doble ahora, tras la recién aprobada Ley de Cine- recibe la producción cinematográfica hecha en catalán. ¿Las razones? Las conocemos. La cultura catalana en catalán aún sería frágil, y merece asistencia sanitaria por la vía de los impuestos. Correcto. Lo atroz de la ceguera de estos adalides es no ver, o no querer ver, que la fragilidad de los distintos medios de expresión también se da fuera de los límites territoriales de Catalunya.

Es a tal respecto interesante recordar el nombre completo, rara vez citado, del vigente canon digital que el Ministerio de Cultura logró precisar y mantener en las Cortes: Ley de Medidas de Impulso de la Sociedad de la Información. ¿Demasiado largo? Tal vez, pero en este caso la florida prosopopeya no esconde el bosque, sino que expresa muy claramente lo que pretende el dichoso canon: la fijación de un impuesto indirecto y general que se establece, como los restantes tributos estatales, con la finalidad de atender a las necesidades y prever la gravísima crisis de un amplio y trascendental sector laboral del país al que la arrolladora y creciente implantación de los sistemas reproductivos y artilugios informáticos amenaza con destruir y empobrecer. Estaríamos pues ante un episodio más de una batalla a veces cruenta que enfrenta desde hace años a los amigos de la sociedad abierta y a quienes, sin especial alegría pero con firme convicción, defendemos la inevitabilidad del impuesto, subsidio, cuota o canon para seguir disfrutando (ojo, no sólo como autores, sino como espectadores) de una música, de un teatro, de un cine y una edición emanada de nosotros mismos y no sujeta a las voraces leyes del mercado libre y la colonización cultural.

Hay, por supuesto, enemigos del canon sin ultranza, como es el caso del catedrático de Derecho Civil de Málaga José María Rodríguez Tapia, autor de un ponderado y en mi opinión errado artículo que EL PAÍS publicó el día de Nochebuena. Aunque hay un punto final de su artículo (y volveremos a él) que merece consideración, Rodríguez Tapia esgrime uno de los tópicos más falaces de los anti-canónicos: el canon, dice, "remunera la propiedad ajena en abstracto", y "debe pagarlo quien no utiliza la propiedad ajena". El argumento infinitamente repetido y yo diría que inculcado en muchos usuarios de que el canon no sólo grava sino que sospecha de ti y te acusa policialmente, pues hace pagar a quienes sólo tienen la intención de meter en el disco duro a su anciana abuela sentada ante la chimenea.

Es muy posible que, como señala el catedrático de Málaga, los portavoces del Congreso y del Gobierno no hayan explicado suficientemente a la población por qué el canon "obliga a todos los ciudadanos". Para mí, tan reacio como cualquier hijo de vecino a que me suban la contribución, la cosa está muy clara; el canon digital es otro impuesto obligatorio e indiscriminado, de los muchos que los gobernantes recaudan por ley y luego distribuyen sin nuestro acuerdo ni control pormenorizado. Como yo no soy catedrático y menos aún legalista, sino tan sólo autor e, insisto, espectador, oyente y lector, voy a centrarme en un aspecto muy concreto de esta modalidad tributaria. Desde hace largo tiempo, los museos de arte contemporáneo, los teatros nacionales o institucionales, los coliseos operísticos, sólo existen porque usted -querido lector que no piensa en sentarse ni atado a escuchar en un escenario la tetralogía de Wagner ni en perderse en las galerías del MACBA o el MUSAC para ver las instalaciones de unos artistas iraníes- paga unos impuestos que los entes respectivos canalizan a través de los Presupuestos Generales del Estado o las subvenciones concretas, permitiendo así la creación y organización de unos hechos artísticos y el mantenimiento, francamente caro, de unos espacios que muchos considerarán elitistas.

Pues bien, el vilipendiado canon digital no es sino una manera drástica y urgente, por ello evidentemente perfeccionable, de sostenimiento de un bien común cultural. Una acción de respuesta al vertiginoso, imparable, desbordado (y en muchos casos pirata, claro) auge de los nuevos soportes y tecnologías, con la que se trata de asegurar que un importante segmento de los creadores de nuestro país no sean víctimas irremediables de un proceso de desposesión de sus derechos y depauperación. Queda por ajustar aquello que Rodríguez Tapia y otros han observado como anomalía, la articulación entre el erario público y el derecho privado, puesto que de momento el dinero devengado por esos impuestos especiales es recaudado y distribuido por sociedades de gestión que no forman parte de la Administración general del Estado. No es un problema grave, a mi juicio. Tanto la SGAE como CEDRO, por citar dos de los principales entes de gestión de derechos, tienen una larga, limpia y perfectamente fiscalizable trayectoria, al servicio de unos socios recibidos en su seno sin traba y a los que se encargan de servir, representar y asesorar, en un organismo que tiene algo de sindicato libre. Lo previsible y más sensato es que, al modo de otras concertaciones ya existentes entre bienes públicos y canales de acceso semi-privatizados, el Gobierno ordene y vigile las prestaciones derivadas del canon digital, cediendo (para simplificar) su distribución a las entidades en las que se encuadran los distintos creadores.

Todo eso siempre que nos importe la permanencia de tales creadores. La guerra del canon reproduce en gran medida las largas guerras del cine español, con la variante en este caso de que el PP tiene aliados de una sedicente izquierda no pagada por el oro de Hollywood. Mientras el partido de Rajoy seguirá su cruzada anti-moderna, ni el senador Guillot ni Carod-Rovira le dicen al joven internauta lo que está en juego detrás de ese mínimo gravamen a su reproductor de MP3 o su escáner: la posibilidad o no de ver en los cines o descargarse legalmente películas españolas (incluidas algunas tan populares como El orfanato y REC), seguir oyendo a sus cantantes favoritos, leer ese libro histórico o -puestos a ello- ese cómic que tanto le gusta antes de que la fotocopia indiscriminada acabe también con la novelista o el dibujante.

Vicente Molina Foix es escritor.

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