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LAS RELACIONES ENTRE NIHILISMO Y RELIGIÓN
Columna
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Sobre las causas de la violencia

Josep Ramoneda

1. ¿Por qué, al pensar la guerra y el terrorismo, el discurso políticamente correcto omite que la agresividad que conduce a la violencia -dominación, posesión, sumisión- forma parte del complejo sistema psicológico y relacional que configura la economía humana del placer? ¿Por qué cuesta tanto reconocer que la violencia no es nada ajeno a la naturaleza humana? ¿Pudor? ¿Ideología? ¿Hipocresía? ¿O acaso Caín no mató a Abel? El optimismo moderno ha querido creer que la violencia era fruto de las relaciones sociales -de un ser aparentemente esquivo-, y no una componente de este animal con libertad y razón (por tanto, con voluntad de poder y con voluntad de verdad; es decir, capaz de usar estratégicamente la violencia) al que llamamos hombre. Jean-Jacques Rousseau llevó la ilusión al paroxismo al explicar que el hombre era bueno por naturaleza y que era la vida en sociedad lo que le degradaba. El buen salvaje -como Adán antes de la caída- se convertía así en el mito de nuestra inocencia. Es un camino que conduce directamente a la irresponsabilidad: nadie es culpable de sus actos, porque la culpa es de la sociedad. Y, sin embargo, el realista Hobbes ya nos había explicado que el hombre había aceptado someterse al monopolio de la violencia del Estado porque, de lo contrario, el estado natural de guerra habría acabado con todos. Un pacto para defendernos de nosotros mismos, del que el Estado democrático representa su formulación más sofisticada.

El proceso civilizatorio ha sido el intento -desigual, en algunos momentos catastrófico- de prolongación y afirmación de este pacto, dejando nuestra economía del deseo unos cuantos jirones por el camino, como explicó el doctor Freud en El malestar de la cultura. Sólo que la violencia no tiene límite. Los Estados abusaron y especularon con ella, la violencia revolucionaria introdujo un nuevo salto cualitativo en el modo de usarla hasta alcanzar el nuevo estado de violencia globalizada, en plena confusión entre lo público y lo privado.

Dice Martín van Creveld que la cultura occidental tiene dificultad para entender la diversidad de causas de la voluntad de combatir. Para una cultura que ha colocado el criterio coste-beneficio (calculado en dinero contante y sonante) como medida de todas las cosas resulta inconcebible que un ciudadano tenga una idea tan distinta del valor de su propia vida que esté dispuesto a perderla por Alá y la promesa de alcanzar un jardín donde le esperan veinte hermosas vírgenes. Y, sin embargo, no hay que ser muy freudiano para entender el pathos de la violencia destructiva. Sólo la destrucción garantiza la correlación absoluta entre lo que se dice y lo que se hace. En un proyecto constructivo, la realidad nunca permite que nuestras fantasías se realicen al cien por cien, siempre hay rugosidades que felizmente rompen la armonía del orden soñado. La destrucción es la prueba inmediata, por la praxis, de que somos capaces de hacer lo que nos proponemos. Es la omnipotencia del nihilista que entiende que todo le está permitido. Y dado que la omnipotencia es un atributo de Dios, nada mejor para reforzar la acción nihilista que actuar por orden divina. La armonía entre el nihilista y su destino religioso es perfecta. Y difícil de responder ideológicamente, porque, como ha escrito Pascal Bruckner, la sed de inmolación no es refutable.

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2. Aunque el nihilista se realiza en su mismo acto y, por tanto, la apuesta religiosa no es una condición necesaria, sino una confirmación de su fantasía, romper la armonía entre nihilismo y religión es fundamental para quebrar la cadena terrorista. Por esta razón, el nombre 'justicia infinita' que se dio inicialmente a la operación antiterrorista liderada por Estados Unidos era un gravísimo error o un alarmante síntoma. 'Justicia infinita' es una expresión propia del nihilismo religioso. La justicia humana sólo puede ser concreta. La justicia infinita es un atributo de Dios; querer realizarla equivale a romper la noción de límites. Y cuando todo es posible, todo está permitido. Pero por la misma razón hay que interpelar a la religión musulmana en el punto que facilita la conexión entre violencia destructiva y religión: la sumisión del poder civil al poder religioso; es decir, la negación de una legitimidad autónoma y plena al poder político, cuya forma extrema es 'la guerra santa'; es decir, la guerra ordenada por Dios. Mientras no se pronuncie la separación entre la religión y el Estado, el fundamentalismo islámico encontrará siempre una plataforma desde la que convertir la fe en furor divino, y al creyente, en kamikaze ejecutor de la ilimitada voluntad divina.

3. Escribe Freud: 'Siempre que se dispone de un grupo aparte contra el que se puede manifestar la agresividad será posible mantener unido por el amor a un número considerable de personas'. Es ciertamente la lógica de Bin Laden: convertir a los Estados Unidos en una fuerza satánica contra la cual unir a todo el mundo islámico. Pero es también la lógica de la respuesta de Bush, al convertir a Bin Laden en una especie de metáfora del mal, contra la que unir a una universal coalición. La simetría entre la agresión y la respuesta hace dudar del carácter bien fundado de ésta, en un conflicto que requiere más astucia e información que ideología y confrontación. La metáfora Bin Laden es la necesaria construcción del enemigo en una cultura de la guerra incompatible con la lucha contra lo invisible. Antes de tener las pruebas de la culpabilidad de Bin Laden ya se ha construido el mito, porque era necesario señalar alguien frente a quien cohesionar a la patria. Es más, aunque se demostrara que Bin Laden no tiene que ver con esta historia, el mito seguiría funcionando. Los estadounidenses han respondido a la invisibilidad del atacante con la invisibilidad de las víctimas. ¿Es un modo de atemperar esta brutal irrupción del principio de la realidad en una sociedad encariñada con la asepsia de la virtual? La metáfora Bin Laden contra el vacío dejado por las torres, ¿este desencarnamiento de los hechos no favorece la estrategia terrorista de la confrontación de símbolos?

El terrorismo de Bin Laden es un terrorismo de franquicias, ha dicho el profesor Jean François Daguzan: una constelación de componentes diversos, de los cuales Bin Laden es el centro, la referencia y el símbolo que garantiza su visibilidad mediática. Si Bin Laden desaparece, la red permanecerá intacta. Convertir a Bin Laden en el mito del enemigo número uno favorece la pervivencia de la red más allá de su suerte; los mitos siempre arrastran. Pero sobre todo confirma que los automatismos del liderazgo de EE UU son prisioneros de la lógica de las guerras convencionales. No basta con Bin Laden, se necesita un Estado enemigo: Afganistán. Todos contra Afganistán, cuando la red terrorista está extendida por todas partes. Es en el mundo subterráneo que nuestras sociedades esconden, donde circula dinero, drogas y armas y donde viven traficantes, mercenarios y terroristas, que la violencia terrorista tiene sus terminales. Pero, como ha dicho Kapucinski, ante la impotencia para actuar sobre este mundo oculto, al que llegan no pocas complicidades de la parte visible de la sociedad, se prefiere ignorarlo y concentrar todas las miradas en un gran enemigo.

Esta misma lógica de la guerra convencional es la que conduce al proyecto de gran coalición, como si el problema del terrorismo se resolviera derrotando a un Estado. Van Creveld planteaba la cuestión de fondo hace ya diez años, y a la vista de los hechos, los responsables políticos occidentales no se dieron por enterados: 'Frente a los innumerables reveses infligidos por las guerrillas y los terroristas a algunos de los más poderosos ejércitos del mundo, la cuestión de saber si nosotros, habitantes de los países desarrollados, tenemos verdaderamente una percepción exacta de la guerra reviste una importancia capital'.

La gran coalición es una amalgama, llena de contradicciones, de la que los más avispados intentan sacar provecho blanqueando sus crímenes, haciéndose perdonar deudas y poniendo alto precio a su colaboración. ¿De dónde han sido exportados más terroristas: de Pakistán o de Afganistán? ¿De dónde ha salido más dinero para el terrorismo: de los Emiratos Árabes y de Arabia Saudí o de Afganistán? Pero se necesita un Estado enemigo y Afganistán reúne todas las condiciones: el más débil y el más odiable. Porque mucho antes del ataque terrorista había razones más que fundadas para aplicar la doctrina de injerencia en Afganistán: por encima de todas, la trágica suerte de las mujeres afganas, sometidas a la más absoluta destrucción psicológica y abandono físico. La gran coalición genera confusión sobre los objetivos. Porque habría que recordar que no se trata de hacer un mundo en que 'se está con nosotros (los estadounidenses) o se está contra nosotros'. Se trata de hacer un mundo habitable, que no quede sumergido en la violencia globalizada, ni la nihilista ni la del sueño imposible de la seguridad absoluta.

4. Si Dios existiera, ante atrocidades como las de las Torres Gemelas hablaría. Recuerdo el libro de Coetzee sobre Dostoievski. Hay violencias, hay violaciones que se abren como trampas para cazar a Dios. Y Dios no sabe, no contesta. En los márgenes de Occidente ha crecido la violencia nihilista, que ahora se convierte en antioccidental. Asumido que la violencia destructiva no forzosamente necesita causas porque la voluntad de combatir viene dada, se puede entrar en analizar las situaciones que favorecen la emergencia de la violencia nihilista. Es el territorio de las doctrinas de la exclusión: conseguir que el mundo sea homogéneo -una sola clase, una sola raza, una sola etnia, una sola creencia- es la fantasía que mejor concuerda con esta voluntad de destrucción. Es el punto en que violencia y creencia (en una religión o en una ideología) se encuentran. La violencia es siempre simplificadora, con lo cual se siente muy cómoda con aquellas creencias que definen un mundo y excluyen todo lo demás. Pero la simplificación de la violencia llega también a quien la recibe. Y es uno de los peligros que las sociedades democráticas, en la medida en que se sientan acosadas, deben evitar. Porque la simplificación siempre tiene costes en materia de libertades.

Han sido tan grandes los cambios que ha vivido el mundo en los últimos diez años que era ingenuo pensar que Occidente sólo podía obtener ventajas del trastorno general ('the great disruption', lo llamó Fukuyama cuando se dio cuenta de que la historia se negaba a acabar). 'Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción en todas las condiciones sociales y un movimiento constante distinguen esta época de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas: las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse'. Esta cita es de Marx y Engels, es el elogio del carácter revolucionario de la burguesía que se puede leer en la primera parte del Manifiesto comunista. Me he permitido una pequeña licencia: poner 'esta época' donde decía 'época burguesa', para adecuarlo al lenguaje de nuestro tiempo. Podría ser perfectamente una descripción de la gran aceleración vivida en el fin de siglo y de los vértigos que ha provocado al ver cómo se desvanecían por momentos órdenes cristalizadas a lo largo de los años. El poderoso Occidente no ha sabido, no ha podido o no ha querido administrar los ritmos, porque la historia no se deja gobernar fácilmente y porque se ha desencadenado la eufemísticamente llamada 'destrucción creativa' que acompaña los momentos en que algún poder piensa que el mundo es moldeable a su imagen y semejanza. La 'destrucción creativa' siempre llama a 'la destrucción destructiva'. Alcanzada la plenitud de los tiempos, los relatos pierden relevancia; sólo cuenta el acontecimiento, como se ocupó de demostrar Tarantino, el cineasta del fin de la historia. Algunas culturas se han sentido amenazadas, algunas sociedades se han sentido desamparadas, y en este desconcierto han surgido las respuestas radicales, las reacciones suicidas. Desahuciados los relatos que hilvanaban las vidas y las comunidades, algunos han creído lo del personaje de Coetzee: 'Si uno no mata, nadie le toma en serio'. Y han creado el acontecimiento absoluto.

La superioridad norteamericana parecía tal que aun siendo los Estados Unidos odiados en muchas partes parecían invulnerables. ¿Podía imaginarse mayor acontecimiento que destrozar este mito? ¿Cómo reparar el hundimiento de este tabú? Con una gran coalición que alinee a todos los países en torno a EE UU. La herida norteamericana no debe hacer olvidar la realidad del mundo: inhabitable en sus tres cuartas partes. Pero tampoco debemos caer en la ingenuidad de creer que el terrorismo es un fruto de la desigualdad que se resolvería haciendo el mundo más justo. La violencia nihilista siempre encontrará caminos para reproducirse. La exigencia de trabajar por un mundo humanamente sostenible, que algunos descubren ahora, me parece tan vigente como siempre, desde luego mucho antes del ataque terrorista a los Estados Unidos.

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