Una confusión peligrosa

En el entierro del poeta, ensayista y periodista Carlos Nadal, fallecido recientemente, se leyó uno de sus poemas: "Les paraules que mai no podré dir, digueu-les vosaltres, si cal de tu a tu, suament (...) justament perquè eren per mi les més veritablement meves i als llavis vostres seran clares, entenedores, plenes d'intimitat i d'un goig secret...". (las palabras que nunca ya podré decir, decidlas vosotros, si es necesario de tú a tú, suavemente (...) justamente porque eran para mí las más verdaderamente mías y en vuestros labios serán claras, entendibles, plenas de intimidad y de una alegría secreta).
El mejor homenaje que se puede rendir a un poeta es decir sus palabras, hacerlas entendibles en nuestros labios. Si se quiere homenajear a Miguel Hernández quizás lo apropiado fuera conseguir que sus libros estén en todas las escuelas públicas, concertadas y privadas, que los muchachos y muchachas de educación básica aprendan a leer en voz alta sus poemas y, quizás, que todos ellos, antes de abandonar la escuela, lleguen a saber de memoria, y se lleven para siempre en su cabeza, algunos de esos versos, los que más les hayan emocionado, los que en algún momento de su vida puedan volver a proporcionarles un instante de gozo secreto.
La democracia española no tiene que restituirle a Miguel Hernández una fama o un honor que nunca fueron manchados
Lo que la memoria de Miguel Hernández no necesita, lo que sus palabras no precisan, es un certificado, un documento oficial expedido por el gobierno democrático de la nación en el que se repare moralmente el nombre del poeta. Miguel Hernández no necesita que se repare su honor. Jamás lo perdió. Lo perdieron quienes le encarcelaron y condenaron a 30 años, quienes permitieron que muriera en la cárcel, falto de alimentación y de atención médica. Son sus carceleros y quienes representan lo que ellos defendieron quienes deberían intentar reparar su honor, el suyo propio.
Si a la muerte de Franco, sus herederos hubieran seguido gobernando el país quizás hubiera estado justificado que esos poderes públicos intentaran reparar su acción y pedir perdón a la familia de Miguel Hernández. Pero las cosas no han sido así y comienza a ser extraordinariamente irritante que desde un sector del propio Gobierno democrático se aliente esa extraña confusión. Este país no está gobernado ni representado por los herederos del franquismo ni por quienes provocaron la guerra civil. No es cierto, en absoluto, que se haya corrido un velo y que la Transición se haya basado en aquella herencia. La Transición se encarnó en la Constitución de 1978 y esa Constitución no recoge los valores del franquismo sino, claramente, los de la II República, derrotada en la guerra. Seguro que tiene defectos, como cualquier texto jurídico, y que puede ser reformada y mejorada, pero representó un formidable trabajo de dignidad y de memoria y es realmente mezquino que no se reconozca así.
A muchos nos produce perplejidad y desasosiego que el Gobierno no sea consciente de lo peligroso de esa falta de claridad y de ese desorden. Es desolador que permita que se considere al sistema democrático nacido en 1978 heredero o representante de quienes le quitaron la palabra y la vida a Miguel Hernández y no, precisamente, de los valores que ese poeta, quizás más que ningún otro, representó y defendió. La democracia española no tiene que pedirle perdón a Miguel Hernández, ni mucho menos restituirle una fama o un honor que nunca fueron manchados. Conmemorar los cien años de su nacimiento no tiene nada que ver con emitir documentos que parecen certificados de penales a la inversa, sino mucho más probablemente con conseguir que no se reduzca el presupuesto para las escuelas infantiles públicas.
Miguel Hernández murió el 28 de marzo de 1942, en la enfermería de la cárcel de Alicante, a los 31 años, y según quienes asistieron al trance, se empeñó en mirar siempre hacia una ventana. No a la pared.
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