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A contracorriente

Siempre he mantenido que el uso en el Senado de las otras lenguas españolas -además del castellano- no solo es un asunto lingüístico, sino una cuestión clave en la concepción y vertebración de España. Estoy tan convencido de esta afirmación que sostengo que la solución de la cohesión territorial pasa por comprender su pluralidad lingüística. El día que los ciudadanos de una comunidad autónoma monolingüe comprendan que las otras lenguas son tan españolas como el castellano, que por ello deben implicarse en su protección y que la única protección real es el fomento de su uso, ese día habremos llegado a dar con la fórmula del entendimiento.

Comprendo que un ciudadano que solo hable castellano (pero ninguna otra lengua española) considere extravagante que en la Cámara alta necesitemos traductores para algunos debates. Pero deberíamos ser capaces de explicar que aunque tengamos una lengua común, como es el castellano, es natural y conveniente que una institución del Estado que, precisamente, representa la diversidad territorial como es el Senado recoja nuestra pluralidad lingüística para que aumente la identificación con las instituciones españolas de catalanes, vascos, gallegos, valencianos y baleares. Así expuesto, posiblemente ese ciudadano adoptaría una posición más comprensiva. Sobre todo si esa medida se limita a las mociones en el Pleno y a una comisión: la Comisión General de Comunidades Autónomas.

Si el Senado expresa nuestra diversidad territorial es natural que recoja nuestra pluralidad lingüística
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En España hay quien usa las lenguas como instrumento de confrontación y hay quienes estamos empeñados en que sea fundamento de convivencia. El 27 de octubre de 1992, junto a mi admirado presidente de la Real Academia Española, Lázaro Carreter, nos empeñamos en simbolizar esa convivencia lingüística mediante la celebración de un acto en el monasterio de San Millán de la Cogolla, en La Rioja, con la presencia de los reyes de España, los presidentes de las comunidades autónomas y el Gobierno de la nación.

De todos es sabido que en ese monasterio aparecieron las primeras palabras escritas en castellano, pero se conoce menos que también fueron encontradas las primeras en euskera. En este venerable recinto aparecen también los primeros testimonios que corroboraban que había empezado en España el diálogo entre dos de sus lenguas.

Allí se recordó cómo mientras el castellano se iba haciendo español al extenderse por América, la España plurilingüe había convergido idiomáticamente con la mayor naturalidad, sin que los ciudadanos perdieran las identidades de origen. Cómo esa naturalidad se quebró al imponer el poder político la idea francesa de la lengua única y central y cómo, a partir de entonces, el diálogo comenzó ya a sufrir contratiempos, rompiéndose la convivencia sin recelo idiomático que había sido normal en los reinos de España y que no habían supuesto obstáculo alguno en la unidad de la nación. Surgió entonces la desconfianza mutua, con tintes reivindicativos, al convertirse las lenguas en banderas de doctrinas y movimientos políticos. Y así hasta hoy.

En un discurso memorable, Lázaro Carreter afirmaba que "el azar de los siglos hizo plurilingüe a España, y esa realidad inamovible ha sufrido azares y zozobras, pero también ha producido venturas como Joanot Martorell, Maragall, Cervantes, san Juan de la Cruz, Martín Codax, Rosalía o Gabriel Aresti. Ellos y tantos más deberían estar orquestalmente unidos en el alma de los españoles, si nuestra patria ha de serlo de todos". No puedo estar más de acuerdo con esta visión histórica.

Hay quien considera la defensa del uso en el Senado de todas las lenguas que son oficiales junto al castellano en alguna comunidad autónoma como una ingenuidad, otros como una concesión. Tal vez el fundamento de su crítica sea erróneo, porque el acercamiento no se formula hacia unos partidos políticos, sino hacia los ciudadanos, y con los ciudadanos no hay concesiones. La equivocación, si me lo permiten, es dejar que la defensa de una cultura, que la riqueza de un idioma, la patrimonialice un determinado movimiento político en vez de ser defensa de todos.

Hay quien alega la inoportunidad por la crisis. Sin discutirlo, no nos engañemos, el problema es el de siempre. Unos queremos construir una España que recoja su realidad y su diversidad y otros quieren cambiar esa realidad hacia una nueva identidad, que nunca existió pero se anheló: la España uniforme. No será necesario buscar elementos simbólicos tradicionales, cuyo gasto, en caso de discutirse, se consideraría una afrenta. Sin embargo, la única simbología considerada frívola es la más constitucional de todas. Llama la atención que en 1994, año donde se utilizaron por vez primera los traductores en el Senado, hubiera más sensibilidad en la defensa de las lenguas que en la actualidad, y duele que quien usó auriculares en la Cámara territorial en 1997 hoy los considere una broma pesada.

El magnífico Julián Marías nos dice que este es un país anómalo, donde nunca nadie convence a nadie. No le falta razón, pero algunos aquí estamos intentándolo. Los que buscamos representarles con la máxima dignidad posible no nos hemos alejado de la razón. Esta iniciativa está elaborada con los materiales que el ciudadano nos exige, con materiales de construcción.

José Ignacio Pérez Sáenz es senador del PSOE por La Rioja y ex presidente de esa comunidad autónoma.

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