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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

El control del déficit y la Constitución

EL PAÍS del 24 de agosto recoge la intención de algunos colectivos (16.000 firmas hasta hoy) de que, basándose en el artículo 167 de la Constitución española (CE), un 10% de diputados o senadores exija que, en lugar del 3/5 de votos parlamentarios, se necesite un referéndum para la reforma "exprés" de la Constitución propuesta por el Gobierno, por la que en su texto constaría el control del déficit. Si la idea triunfase -cabe que el resultado de la consulta popular fuese negativo- es muy fácil movilizar contra restricciones presupuestarias y contra la "tiranía bruselense".

Veamos: el artículo 126.2 del TFUE (Tratado de Lisboa) y el Protocolo 13 imponen los límites de un 3% del PIB de déficit y un 60% del PIB de deuda pública, sin matices. (Otra cosa es su frecuente incumplimiento). La reforma prevista es para largo (2.018) y con justa previsión de excepciones (recesión, etcétera). Esa adopción constitucional será novedosa para algunos Estados; para nosotros no, descansa sobre una base sólida: por el artículo 93 de la CE, tales límites son ya de derecho español.

Por otra parte, necesitamos mutualizar la deuda pública de los Estados del euro, para una Unión económica y no solo monetaria. El objetivo es institucionalizar la emisión de los eurobonos.

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Visto está que los Estados más prósperos y, no por casualidad, más rigurosos en el gasto, no van a acceder a los eurobonos u otra fórmula de solidaridad crediticia si previamente no se les garantiza la seriedad presupuestaria de sus congéneres. No parece disparatado. Sobre todo, las cosas están así, y ese "así" no deja de significar una más y más federalizada Europa. Unos hipotéticos referendos sobre el tema y resultado negativo, con un consecuente euro al garete, revivirían los noes francés y holandés a la Constitución europea, en que euroescepticismo y maximalismo europeísta, paradójicamente juntos, boicotearon aquel gran texto, para regocijo de los primeros y -supongo- arrepentimiento de los segundos, que se han tenido que contentar con un sucedáneo, el Tratado de Lisboa.

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