_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

De curas y niños

Yo no soy ni he sido nunca anticlerical. Mi perplejidad y mis dudas son de otra índole: se refieren más a Dios que a su Iglesia. Me choca, claro está, su historia inquisitorial, su hábil combinación de la amenaza física y del chantaje moral, de la prisión y de la excomunión, etc. En este sentido, sólo en éste, su ejecutoria me parece más taimada que la de otros poderes laicos y, por lo mismo, más antipática.

Pero mi anticlericalismo no pasó de aquí, y era perfectamente compatible con la teología de mi juventud -Barth, Rahner, Von Baltasar- y con el espíritu posconciliar que Esprit, El Ciervo y mi maestro J. L. Aranguren andaban ya predicando. Compatible, al menos, hasta que se abrió el melón de los abusos a menores y su manejo por parte de la Iglesia. Entonces me pareció que las cosas cambiaban. Quiero decir que cambiaban cualitativamente.

Entendámonos: a estas alturas a nadie puede sorprender y menos escandalizar que el celibato eclesiástico haya atraído al ministerio un número de homosexuales relativamente mayor que la media. Tampoco puede sorprender que el propio celibato, la promiscuidad física y psicológica de la confesión o de la "dirección espiritual", operaran como estímulo de una sensualidad no siempre bien sublimada. Negarle al deseo la entrada por la puerta principal es favorecer inevitablemente su penetración por la puerta trasera. Eso era algo que todos habíamos adivinado, si no directamente experimentado. Era un "riesgo colateral" que, más o menos conscientemente, asumían quienes llevaban a sus hijos al internado o a la escuela parroquial. Y era también una realidad cotidiana que debían conocer los obispos, aunque a menudo parecieran más preocupados en denunciar los preservativos que en preservar realmente la integridad de sus pupilos; más atentos a cerrar las puertas del matrimonio a los gays que en celar su acceso a las sacristías de provincia.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Pero mi escándalo no se limita ahora al "tratamiento" que la jerarquía dio a los casos de perversión o precoz estimulación de menores. Más allá de la lógica prudencia o discreción requeridas para evitar el escándalo, se están revelando hoy casos de un expreso designio. De una estrategia latente en el fondo de la "vista gorda" que la Iglesia trató de mantener cuando y cuanto pudo. En efecto: más de un hombre de Iglesia ha reconocido que el abuso sexual ha operado allí como argamasa, como cohesionador y aglutinante. Se trataría de algo que a menudo transforma a la víctima en verdadero y seguro cómplice: "A ti te han hecho y callas; tú harás y los demás callaremos; ellos harán y sus acólitos callarán...".

Es sabido que todas las mafias confían más en quien es ya cómplice del crimen; en alguien que ya se ha mojado y ha de buscar la protección o el amparo en la propia familia. Pues bien, parece que algo de eso ha funcionado también en la Iglesia: la fidelidad que en la mafia otorga el bautismo de fuego la podría dar aquí el bautismo de pederastia. Si esto es cierto, el mayor pecado de esta Iglesia no habría sido tan sólo disimular el crimen "deslocalizando" a los curas predadores y mandándolos a otros caladeros donde era verosímil que siguieran pescando. No, su gran pecado no consistiría en haber escondido el crimen, sino haberlo eventualmente administrado. E incluso, dirán algunos, de haberlo estimulado, si se tiene en cuenta la tendencia a abusar de los niños que se desarrolla entre quienes de chicos fueron objeto de ello.

De ahí la queja de las 5.600 víctimas asociadas por esos abusos, ante el ex cardenal Bernard Law, encargado de oficiar la misa de difuntos por Juan Pablo II en Santa María la Mayor. El cardenal Law había sido él mismo "deslocalizado" y nombrado arcipreste de dicha basílica al descubrirse que no expulsó ni tan sólo denunció a los sacerdotes culpables, limitándose a cambiarlos de parroquia dentro de su diócesis. ¡Que Dios coja confesados a sus nuevos pupilos! ¡Y ojalá el nuevo Papa sea menos discreto y cauto en estos menesteres; más proclive a escandalizarse que a huir y capear el escándalo!

Xavier Rubert de Ventós es filósofo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_